6/12/2008

Variaciones de la forma 5



Cartas de un hombre muerto (Pisma Miortvogo Cheloveka).

La producción cinematográfica en la Unión Soviética no sólo estuvo enmarcada dentro de los lineamientos ideológicos para la promoción del proyecto político socialista, también alcanzó importantes logros en géneros como adaptaciones literarias, historias fantásticas y filmes psicológicos. A propósito de la publicación realizada en el 2004 por la editorial Minotauro de una antología en tres volúmenes con los mejores relatos de Harry Harrison (Connecticut - EE.UU. 1.925) para conmemorar 50 años de trabajo continuo en la construcción de historias de ciencia ficción, hemos seleccionado para reseñar en esta ocasión, el filme soviético Cartas de un hombre muerto (1986) del director Konstantin Lopushansky (Ucrania, 1947), el cual fue uno de los mejores logrados en el género fantástico durante la existencia de la URSS.

Si bien es cierto que en la película hay una referencia expresa al relato Hombre topo – el primero publicado por Harrison en la revista World Beyond en 1950 –, la relación temática se establece más claramente con otros de los textos de Harrison, especialmente, con la novela ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!, en la cual nos describe a través de las secuencias narrativas, una sociedad que ha perdido su propósito de convivencia y se ha sumido en la más aberrante destrucción.

El aporte de Harrison a la literatura de ciencia ficción es notable, aunque para muchos haya pasado desapercibido. Entre sus numerosos relatos, se destacan: Bill, el héroe galáctico, Las calles de Ascalón, El mecánico, Un animal de costumbres, Tras la catástrofe, De vuelta a casa, Encuentro final, Juguetería, entre otros. Además, alcanzó un destacado lugar como dibujante de cómics e ilustrador.

El primer volumen antológico en español, editado por Minotauro, está constituido por tres partes que conservan un vínculo conceptual, son ellas: Paisajes alienígenas, ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! e Inventos milagrosos.

Cartas de un hombre muerto es la ópera prima de Lopushansky, quien ya se había dado a conocer como realizador con el cortometraje llamado Sólo, aunque su vinculación con el cine provenía desde mucho antes, pues trabajó como ayudante de dirección de Tarkovsky, y como guionista en varios filmes.

Al lado de Elem Klímov, Lopushansky ha establecido una línea de ruptura con las anteriores formas narrativas y con los encasillamientos ideológicos para adentrarse en reflexiones críticas sobre el juego de la ciencia, de la política y de las artes en el devenir humano. Entres sus obras posteriormente realizadas, destacamos: Expulsión del infierno (1988), Visitante de un museo (1989), Sinfonía Ruskayya (1994) y Fin de siglo (2001).




Las fisuras de la muerte


“Con mi encadenamiento a la tierra pago la libertad de mis ojos”

Antonio Porchia.


Una catástrofe nuclear ha cubierto el mundo. Luego de producirse un error en la manipulación de un computador, el planeta tierra ha quedado reducido a ruinas. Larsen, un científico cibernético, se siente culpable por la debacle ocurrida, puesto que sus descubrimientos fueron utilizados por los militares para satisfacer sus intenciones guerreristas. Ahora, junto a su esposa Anna, ha ido a refugiarse en el sótano de un museo, donde también se encuentran otros supervivientes. Poco a poco la angustia se va intensificando entre los refugiados y los niños que allí se encuentran, prefieren el silencio como la más reveladora respuesta. Larsen retorna a la superficie en busca de su hijo que ha quedado perdido, pero sólo puede confirmar el horror y la soledad que ha envuelto todo; entonces, prefiere escribirle una carta para contarle lo sucedido.

Posteriormente, quienes todavía conservan el poder de algunos medios tecnológicos, realizan una selección de personas para enviarlas al Bunker Central donde serán resguardados por 30 años. Las personas que no hacen parte de dicha selección, son los niños y los ancianos, quienes quedan expuestos a la muerte por radiaciones. Es cuando Larsen, decide seguir al lado de los niños para mantener la esperanza de salvación del mundo, mientras aquellos salgan y caminen con paso firme.

La sombra de la catástrofe parece haber acompañado desde siempre a los grupos humanos. La literatura y los relatos sagrados, dan buena cuenta de la manera cómo el hombre ha vislumbrado su propia destrucción. Apocalipsis, cataclismos, diluvios, “explosiones creadoras”, han sido metáforas constantes en la construcción de identidades históricas de los pueblos. A menudo, la caída se ha hecho más evidente debido al propio accionar humano, preocupado por el deseo de acumular medios de producción y desentendido de la repercusión que ello tenga en la sostenibilidad del planeta.


En Cartas de un hombre muerto Lopushansky nos presenta una sociedad que ha llegado al fondo del abismo. La suerte ha determinado el triunfo de la acción caótica. Ante tal situación, es preciso preguntarse por la culpabilidad de cada cual en la consumación de la debacle. En efecto, Larsen aparece como el humanista que acepta su culpa pero que no se queda lamentándose, sino que busca construir nuevas utopías. Sus reflexiones están cargadas de reclamos, de enjuiciamientos, de llamados de atención hacia las futuras generaciones.

Rolan Bykov, encarna con maestría el papel de Larsen. Su fuerte personalidad y su larga trayectoria en el Teatro de la Universidad de Moscú y en diversos filmes (como actor y como director), le dan gran confianza para asumir la metamorfosis y representar al científico con gran altura.

El virtuosismo técnico que le imprime el equipo de producción a la película, es una clara muestra del alto nivel desarrollado por la escuela soviética. Desde el primer plano (detalle de la intensa luz de una bombilla) la cámara inicia un periplo sumamente revelador, a la manera de un testigo que muestra la realidad de los horrores sin recurrir a otros artificios. Los sutiles encuadres y las diversas tonalidades que explora, no están dirigidos a generar complicadas interpretaciones de la imagen, sino a desnudar la crudeza de la propuesta conceptual. El barro, los escombros, el polvo y los cadáveres, son retratados por la cámara con tal sobriedad, que parecieran imágenes documentales, las cuales están montadas con planos alternados de interiores, donde se vive la zozobra de la espera, del mutismo, de la catalepsia, de la afasia.

Sin duda, la labor de los decoradores y demás escenógrafos es valiosísima, pues con chatarra y tierra arenosa crean el ambiente idóneo para remitir a la destrucción que ahora domina el globo terráqueo.

De igual forma, la banda sonora es sumamente expresiva del proceso caótico que acompaña la imagen; hay distorsiones, estridencias, gritos, explosiones, cantos corales, voces con resonancia, y un reiterado fondo con obras de Gabriel Fouré y Olivier Messiaen.


Asimismo, la propuesta temática no está sobrecargada de recursos prosaicos; es directa, contundente, sencilla, lo cual no supone que el cinematografista no logra tocar, con profundidad, problemas referentes a la estupidez humana que avanza en su autodestrucción.

Por lo tanto, Larsen no sólo representa al científico desalentado por su propio accionar sino a toda la especie humana, responsable por acción u omisión de los continuos desastres. Él vive su propio drama por su esposa Anna enferma de muerte y por su hijo extraviado, a quien le escribe una carta a lo largo de la película. Dicho texto trasluce la impotencia del ser, que ve cómo el presupuesto racional de una “sociedad de bienestar” no alcanzó para satisfacer las más importantes necesidades del proyecto humano. Desde el inicio de la carta, Larsen da a conocer las intenciones científicas que lo mantuvieron investigando: “Yo propuse otra unidad de tiempo: el crepúsculo”: la fuga de los condicionamientos a través de la penumbra, pero ahora, ya no hay unidad de tiempo. Es conciente que el diálogo que está estableciendo con su hijo es “de muerto a muerto, es decir con franqueza”. Ya no queda nada por ocultar, pues se esfumó hasta la transparencia del crepúsculo. El día se hizo un fuego devorador y la noche trajo la frialdad del desarraigo.

Larsen no puede callar. Señala cómo fue que se consumó el descenso: “Las ambiciones políticas adquirieron un carácter de ambición paranoica... El arte se hizo por completo antihumano y en vez de educar, embriagaba, favoreciendo los gustos más viles”. Todo “¡Ha sido una equivocación!” concluye, con la angustia de quien acepta su cuota de responsabilidad, a la vez, que denuncia el proyecto global que le sirvió de soporte.

Posiblemente, el género humano estuvo condenado de antemano a construir su propia tragedia tratando de alcanzar lo inalcanzable. Sin embargo, Larsen proyecta su esperanza en los niños que le acompañan en el sótano del refugio, ubicado bajo un museo – la historia de la humanidad ha quedado reducida sólo a la memoria que conserva el museo, cuyo destino también es la destrucción –. El encargo para los niños es: “Váyanse y caminen hasta que se les agoten las fuerzas, porque el hombre que camina siempre tiene esperanza”.

El filme cierra con un plano general de los niños que han salido al exterior y caminan cogidos de la mano escalando una densa montaña de nieve. Los créditos finales hacen un llamado a intelectuales como Einstein, Russell, y los esposos Curie, para que intercedan con posiciones conciliadoras ante los gobiernos que, en su afán productivo, han agravado la existencia.

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