5/28/2010

Theodoros Angelopoulos: la poética del viaje



Resumen:

Luego de presentar una visión panorámica del cine de Angelopoulos, nos proponemos afirmar que toda la obra del director griego es una sola película, a través de la cual realiza un viaje permanente tratando de desentrañar las tensiones e intensidades que han configurado la historia de la Europa balcánica durante el siglo XX. Por tal razón y para ampliar este argumento, nos detenemos especialmente en el filme, La mirada de Ulises, el cual recoge las principales inquietudes estéticas de este director, ubicadas, sin duda, dentro de una vertiente poética que continuamente le genera rupturas a la tradición narrativa.


El cine como una forma de vida

La reflexión poético-cinematográfica de Theodoros Angelopoulos (Atenas 1935) ha estado delineada por la sombra de la guerra, que lo ha acompañado desde su primera infancia. En 1940, cuando apenas empezaba a reconocer el entorno, fue sorprendido por la guerra de su país contra los italianos. En 1942 tuvo que padecer la “gran hambruna griega”, después de que los alemanes los invadieran durante la II Guerra Mundial. Seguidamente, vinieron los conflictos de los partisanos con el ejército inglés, y luego, la guerra civil que iría hasta 1949, cuando los estadounidenses, prácticamente, se apoderaron del país e impusieron los candidatos políticos y Jefes de Estado, pretextando instaurar una verdadera democracia.
Debido a esos agudos conflictos político-sociales, durante los primeros catorce años, Angelopoulos no pudo asistir regularmente a la escuela, teniendo que recurrir a la disciplina auto formativa, lo cual vendría a ser algo positivo, pues fue así como empezó su pasión por el cine tras conocer la lengua francesa y proponerse ir a Paris para matricularse en el IDHEC (Instituto de Altos Estudios de Cinematografía). El objetivo de llegar a París lo alcanzó en 1961, primero a La Sorbona, donde realizó cursos de Filosofía y Lengua Francesa, y después sí en el ansiado IDHEC. Su paso por esta institución fue muy importante para el rumbo que después tomaría su vida, con el cine como el centro de la reflexión vital. Eran los años de gran efervescencia política y cultural en Francia, cuando se realizaron nuevas interpretaciones de la obra de Marx y se creyó que era el momento oportuno para derrotar al capital y transformar el mundo. En lo referente al cine, se vivía la experiencia de la Nouvelle Vague con apasionamiento y convicción, y se pensaba que el cine era un eficaz instrumento para lograr el cambio socio-político. Por ello, era preciso empezar la renovación estructural desde la propia práctica artística. El intento de asumir este postulado al pie de la letra, le trajo a Angelopoulos la expulsión de la escuela, luego de disputar con un profesor por una diferencia en la forma de realizar un plano(1).
Angelopoulos, entonces, tuvo que regresar a Grecia a finales de 1964, tras haber pasado los años clave de su vida en París, donde también conoció otras cinematografías (de autores como Rocha, Bergman, Wajda, Mizogouchi y Antonioni) las cuales estarían muy presentes en su futura creación. En una entrevista que le concedió a Pere Alberó en 1997, Angelopoulos dijo sobre la importancia de sus años en París, lo siguiente: “De París me llevo el descubrimiento de todo. En París creo que pasé – tal vez porque me sentía libre, tal vez porque no existía ni pasado ni futuro, sólo presente; tal vez porque todas las vías estaban abiertas, porque todas las elecciones eran posibles; seguramente porque era joven, porque el cine tenía para mi, como espectador, algo de mítico – los años más importantes de mi vida, los que han hecho de mí lo que soy ahora (…) Desde ese momento, es imposible imaginar mi vida sin la presencia del cine, y eso quiere decir entender el cine no como una ocupación o como un trabajo, no, quiere decir entender el cine como una forma de vida”(2).

Más allá de la “prosa cinematográfica narrativa”

Desde sus primeros trabajos, Angelopoulos ha mantenido una particular estética y una sorprendente unidad tanto en lo conceptual como en lo formal, razón por la cual, se ha logrado posicionar como uno de los directores europeos más reputados desde la década del setenta. Siguiendo el estudio de Pasolini, podríamos ubicar su obra como cine de poesía, por la intención que muestra de transportar a estados interiores para generar “comunicación con uno mismo” y así trazar nuevas subjetividades. Por su puesto, esta posición está en las antípodas de los numerosos filmes que hacen parte de la “lengua de la prosa cinematográfica narrativa”(3) (Modo de Representación Institucional), en los cuales, la función primordial es la de comunicar siguiendo una linealidad en la configuración del relato y privando de elementos tan importantes como la expresión, la impresión y la afección. Angelopoulos siempre ha mantenido una clara intención de generarle rupturas a la tradición narrativa cinematográfica, construyendo una poética no por medio del montaje o de la sobrecarga técnica, sino retomando y actualizando los géneros clásicos (lírico, dramático y trágico) en la puesta en escena y en el ritmo interior de los planos (con el uso especial de la profundidad de campo), para conducir hacia nuevas dimensiones espacio-temporales. Su creación ha oscilado entre el estilo brechtiano (manifestado, básicamente, en su primera producción) y la concepción aristotélica, aunque tomando distancia de la representación para hacer más bien, una reconstrucción a través de la mirada (que es a la vez poética y reflexiva), siempre tratando de indagar por la “esencia” del viaje.
Su obra, además, se caracteriza por las constantes referencias históricas y personales, y por la aguda mirada frente a los fenómenos político-sociales, tratando de generar una conciencia individual y colectiva que ayude a romper con lo inauténtico. Reconoce que no está inventando nada, y por eso utiliza material ya conocido para intentar establecer nuevos vínculos entre los diferentes elementos, pues considera que lo verdaderamente importante es la articulación que puede hacerse con dichos elementos para propiciar un discurso contundente pero no efectista. La fractura a la dimensión temporal, para enfatizar en el espacio y en la puesta en escena, está expresada por medio de los recurrentes planos-secuencia que pueblan sus filmes. Esta insistencia en los largos planos, corresponde al ritmo propio de Angelopoulos, el cual está presente desde el mismo momento del rodaje. La puesta en escena es creada a partir de la relación que mantiene el director con el tiempo, de ahí que no mantenga una sujeción clara al montaje, puesto que no pretende que su trabajo audiovisual se convierta en algo explicativo. De igual forma, es importante el cuidado especial que sostiene en la relación con el paisaje, al que considera como “una proyección interior” (una manifestación simbólica mas no descriptiva). En su caso, siempre prefiere los paisajes invernales donde se mueven con facilidad el silencio, la soledad y la nostalgia, sus grandes preocupaciones estéticas. Otra característica importante en su filmografía es el uso permanente del fuera de campo, con la intención de que el espectador tenga la posibilidad de explorar otras sensaciones y no se quede sólo con lo visto. Además, sus finales son abiertos, como todos los viajes que siempre continúan en la siguiente película y que son como puertas que abren otras puertas.

La película de Angelopoulos

Al regresar a su país natal, Angelopoulos encontró nuevamente un ambiente cargado de tensiones políticas, sobre las que empezaría a reflexionar y a tratar de decir algo por medio de sus filmes. Su vínculo con el cine comenzó a través de la crítica cinematográfica, labor que ejerció hasta 1967 cuando terminó su existencia el periódico de izquierda Cambio Democrático, para el cual escribía. En esos años, era creciente la afición por el cine en Grecia (tanto para los espectadores como para los productores), pero a finales de la década tuvo un bajón notable, lo que hizo difícil la ejecución de los proyectos que tenían en mente los nuevos directores como Angelopoulos, Panayotopoulos y Sfikas.
En 1970, Angelopoulos logró realizar su primer largometraje, La reconstrucción, una crónica de sucesos basándose en un hecho real, para mostrar la condición de abandono en que vivían los habitantes de una aldea griega. Las tres siguientes películas, pueden agruparse como una “trilogía de la historia”. En la primera de ellas, Días del 36 (1972), reconstruye el ambiente que precedió a la dictadura del General Metaxas, y lo asimila a los hechos actuales de una forma sutil e inteligente. El segundo filme de esta trilogía de los años setenta es El viaje de los comediantes (1975). En ella continúa el recorrido histórico, que había llegado hasta 1936 en la anterior película, y lo extiende hasta 1952 cuando se instaura un nuevo gobierno militar. La lectura de la historia que realiza Angelopoulos es muy distante de la oficial, razón por la cual obtiene una gran aceptación nacional y se convierte en un gran éxito de taquilla. Esto, sumado al Premio de la Crítica en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, lo catapulta a los primeros lugares de aceptación en el circuito cinematográfico. Aún hoy, El viaje de los comediantes, sigue siendo la película de Angelopoulos que más ha generado una conmoción dentro de la sociedad griega.


La trilogía se cierra con Los cazadores (1977), la que inicia su narración en el tiempo presente, y luego se remonta a la década del sesenta por medio de flashbacks para continuar mostrando el caótico devenir político-social de su país.
Los años ochenta le traen al director griego un cierto desencanto, luego de ver frustradas las prácticas de las ideologías de liberación y los procesos revolucionarios. Esta situación le marcó un cambio en la orientación de su obra, el cual empieza a notarse en su siguiente trabajo, Alejandro el Grande (1980).


Después de una larga pausa, vuelve a rodar en 1984, Viaje a Citerea, con la que inicia otra trilogía, que el mismo director llamó “trilogía del silencio”. Los otros dos filmes que la conforman son El apicultor (1986) y Paisaje en la niebla (1989). Estos son los filmes más desesperanzadores de Angelopoulos, en ellos, los personajes deambulan extraviados en territorios fracturados que aparecen como furiosos enemigos; y el tono argumental que se maneja es más individualista, más cerrado, más sombrío.


La llegada del nuevo decenio vuelve a traerle una mirada optimista a sus películas, manifestada por la presencia de los niños, quienes apenas están abriendo los ojos a una realidad que esperan les sea propicia. Y no es que hayan desparecido los problemas sociales, ni que el silencio y la niebla se hayan hecho a un lado. Lo que sucede es que, en medio de la catástrofe, vuelve a surgir una llama cargada de inocencia. La reflexión de sus nuevas obras se extiende a todo el territorio de los Balcanes. Los personajes, ahora, son refugiados, agobiados por las nuevas fronteras, quienes sólo encuentran el abrigo de la guerra y la miseria. A pesar de tener un pasado común, los conflictos étnicos y culturales han puesto a éstos pueblos unos contra otros y han hecho que la geografía se diluya en múltiples fortalezas. La desestructuración de la región balcánica (de la que aún no conocemos sus reales consecuencias) es lo que podemos apreciar en los siguientes filmes de Angelopoulos: El paso suspendido de la cigüeña (1991), La mirada de Ulises (1995) y La eternidad y un día (1998).


Con Eleni (2004), Angelopoulos inició una nueva trilogía que pretende mostrar la triste historia del siglo XX. En ésta, aún mantiene la reflexión sobre la historia de Grecia pero en los dos filmes siguientes, proyecta salir de los Balcanes, como ya comenzó a realizarlo en El polvo del tiempo (2009), para ir a otros países de Europa, Asia y América, con el fin de seguir mostrando la desolación y la soledad tan arraigadas en la posguerra.
Con estos breves elementos, que pretenden mostrar una visión panorámica de la obra de Angelopoulos, nos proponemos afirmar que toda la obra del director griego es una sola película, a través de la cual realiza un viaje permanente tratando de desentrañar las tensiones e intensidades que han configurado la historia local y regional, es decir, la historia de la Europa balcánica durante el siglo XX. Por tal razón y para ampliar este argumento, nos detenemos especialmente en el filme La mirada de Ulises, el cual recoge las principales preocupaciones de la obra de Angelopoulos.


La mirada de Ulises (To vlemma tou Odyssea)

“Deja, si puedes, tus manos que viajen,
despégalas del tiempo infiel
y húndete:
se hunde el que transporta las grandes piedras”.

Yorgos Seferis

En La mirada de Ulises, Angelopoulos vuelve a retomar un tema de la mitología griega para utilizarlo como base en la construcción de la narrativa audiovisual. En el trasfondo del filme siempre encontramos la presencia activa de La Odisea, y por momentos, el protagonista se parece a un Ulises contemporáneo que ha emprendido un viaje (y que mantiene la condición permanente de viajero) en busca de sí mismo, de su historia, de sus ancestros, y de su relación con el mundo. Angelopoulos ha afirmado que para el pueblo griego, el mito es la misma lengua, y que en La Odisea, él ha encontrado la música de la lengua. Partiendo de la creencia de que el mito es nuestro origen, trata de llevar el mito a la altura del hombre. En la antigua obra de Homero se ubica el primer viaje de la literatura europea y allí mismo se conjugan diversos elementos cinematográficos, como el montaje paralelo, las elipsis y los plano-secuencias. Eso quiere decir, que en el filme no hay pretensiones de estar inventando algo nuevo sino que lo que busca con aquel es recuperar la tradición dramático-mítica del universo poético griego. Respecto al interés por el viaje, el director considera que todo viaje es movimiento y que él siempre ha ido en busca de la “casa” (el lugar en que nos sentimos en equilibrio) dado que no tiene ninguna y sólo cuando viaja es que está provisionalmente en equilibrio. “Mi única casa es al lado de alguien que conduce un coche, que sale en busca de algo”.


Retomando la tradición dramática de la antigua Grecia – la cual se vio actualizada por las experiencias teatrales que en el siglo XX volvieron la mirada hacia el pasado mítico en busca de fundamentos para el desciframiento de los imaginarios mentales modernos – Angelopoulos construye una obra sólidamente estructurada, teniendo en cuenta varios de los elementos clásicos: el apoyo en datos históricos, las referencias de las noticias, las citas de hechos reales, las preocupaciones universales del individuo, la geografía que delinea una cultura, etc., de tal forma que el espectador pueda sentirse cercano y apto para ayudar a darle sentido a la obra fílmica.
En la elaboración de la historia llama mucho la atención, la manera como se establece el vínculo con La Odisea. No se trata de una adaptación, aunque las preocupaciones existenciales de la obra literaria sí son transportadas y juegan un papel muy importante en la transposición al mundo cinematográfico que hace Angelopoulos. De nuevo se reafirma que, el cambio conceptual de la adaptación a la transposición, supone la libertad plena para que el creador cinematográfico despliegue todo su potencial artístico y le de forma a una nueva experiencia de aproximación a la historia original.
La película es una reflexión en torno a la mirada con que vemos el mundo. El protagonista es un director de cine (identificado como A., tal vez por ser la primera letra del alfabeto griego, o quizás, para jugar con la libertad que siempre da la indeterminación al no estar sujetos bajo el peso de un nombre, o más bien, porque A es la inicial de Angelopoulos, y el mismo director quiere mostrarse como ese viajero exiliado en su propio territorio) que ha perdido su mirada y que emprende un viaje sin retorno para tratar de recuperarla. A. – al igual que el Ulises de La Odisea – tiene una meta fija, que es la realización del encuentro con sí mismo. Esa meta la ubica Angelopoulos en la recuperación de tres bobinas sin revelar, que reposan en alguna cinemateca de los países balcánicos, y que pertenecieron a los hermanos Miltos y Yannakis Manakis, pioneros del cine en Grecia, de quienes vemos algunos fragmentos de Las hilanderas de Abdera (la primera película que se conoce de ellos) insertados en el filme. Desde el inicio, A. sabe que en su fin está su comienzo y que su viaje es personal, por tanto, la búsqueda de las tres bobinas de los hermanos Manakis es apenas un pretexto para iniciar el viaje. Dichos negativos, se considera, que corresponden a la primera filmación hecha en los Balcanes, por eso, no es gratuito que el director parta desde este intento por recuperar la memoria audiovisual y oriente el viaje en esa dirección para establecer una territorialidad de acuerdo a los vínculos ancestrales. El protagonista cree hacer parte de una sola familia, y eso es lo que se propone corroborar a lo largo del viaje. Sin embargo, lo que va encontrando son fronteras inamovibles que confirman los antiguos conflictos étnicos y culturales que aún quedan por resolver.
La ruta que sigue A. comienza en Florina (Grecia), a donde regresa después de 35 años de exilio en E.U.A. para presentar su más reciente película, la cual ha generado una aguda controversia entre la ortodoxia religiosa. Aquí ya hay varios elementos importantes que se desarrollaran posteriormente: la primera mujer que se cruza en su camino, el rechazo de su trabajo por los propios paisanos, la necesidad de encontrar una razón para el viaje y la urgencia de partir. El segundo lugar del viaje es Albania, donde el camino empieza a complicarse por las dificultades del territorio y por la presencia determinante de la niebla. Aquí se nos presenta el problema de los refugiados albaneses como un signo-consecuencia del exilio. El tercer lugar que atraviesa A. corresponde a Macedonia. Primero, se nos da información sobre Bítola (la ciudad donde vivieron los Manakis y donde realizaron su carrera cinematográfica) y luego, en el viaje a Skopje, aparece una mujer que le da información a A. sobre los tres rollos y que entiende la situación de extravío en que éste se encuentra. Esta es la segunda mujer que aparece en el filme cerca del protagonista. En total aparecen cuatro (todas interpretadas por Maïa Morgenstern), al igual que las cuatro que rodean a Ulises en La Odisea: Penélope, Calipso, Nausica y Circe. Claro que en La mirada de Ulises, cada una se mueve en momentos y situaciones distintas. Bulgaria es el cuarto lugar que atraviesa A., más exactamente, la frontera búlgara, donde sucede una superposición entre A. y Yannakis Manakis (un interesante “juego” narrativo que utiliza Angelopoulos en sus filmes, pero que no es propiamente un flashback lineal dentro de la historia, sino una alternación de otredades que se conjugan, y actualizan la problemática humana a lo largo de la historia) para terminar desembocando ambos, en el exilio. El viaje sigue a través de Rumania, primero en Bucarest (algo extraño para la búsqueda de las tres bobinas, pues ahí ya sabía de antemano A. que no estaban. Pero lo que quiere Angelopoulos, además de la referencia histórica de la niñez de A. en 1945, después del fin de la II Guerra Mundial, es recalcar que así es el destino del viajero, quien está sometido a fuerzas desconocidas que lo impulsan. “Mis pasos me han traído aquí”, dice el protagonista). Seguidamente, A. viaja a Constanza junto a su madre, para encontrarse con el resto de la familia. Allí se vive la mejor secuencia: el baile del año nuevo, rodada como un plano-secuencia de un poco más de diez minutos, que sobresale por la elegancia y el virtuosismo de la puesta en escena y por el carácter alucinado que manifiesta. Al inicio del plano hay unos encuadres que recorren el interior de la casa donde llega A. con su madre, y que muestran el efusivo saludo con los parientes. Luego la cámara se queda fija hasta el final de la secuencia. Durante el baile se mantiene un vínculo histórico con hechos relevantes desde 1945 hasta 1950, cuando la familia se junta para su última foto familiar, antes de retornar a Grecia, su país natal. Al ritmo de vals se celebran los nuevos años y se mantiene vivo el vínculo territorial y el deseo de retorno. Los personajes de dicho plano son aquellos que siempre han acompañado a Angelopoulos en anteriores filmes, son su familia cinematográfica. Es como si en este plano se conjugara toda su vida, toda su obra: sus personajes, sus preocupaciones, sus espacios, sus celebraciones, su manera de filmar. Después de este virtuoso fragmento, el personaje vuelve a recuperar su dinámica viajera y lo hace a lo largo del Danubio, en un barco que lleva una gigantesca estatua de Lenin (sustraída de Odessa, luego de la caída del gobierno soviético). El tono de este fragmento es crepuscular, signado por el fin de una época y el desplazamiento de las ideologías que habían generado la esperanza de un cambio. El siguiente escenario del viaje es Belgrado. Aquí el protagonista recibe una información que le confirma la existencia de las bobinas, que han sido enviadas a un técnico de Sarajevo para que las revele. Ahí mismo, se encuentra con Nikos (un antiguo amigo, con quien tiene en común el pasado en Paris durante los años setenta). Junto a él, el viajero revive los sueños y hace conciencia de las dificultades que supone el viaje. En el saludo, Nikos dice: “En el principio Dios creó el viaje”, y A. le contesta: “y después el silencio, la duda y la nostalgia”. Este emotivo encuentro, también revive la frustración del ahora, algo que en los años setenta no podrían imaginar. “Nos dormimos dulcemente en un mundo, y nos hemos despertado brutalmente en otro bien distinto”, afirma Nikos. Sin embargo, ambos realizan un brindis “por las esperanzas rotas, por el mundo que no se inmuta, a pesar de nuestros sueños”.
Finalmente, el viajero llega a su destino en Sarajevo, después de atravesar el territorio balcánico. Sarajevo es el epicentro de la nueva guerra, pero sus habitantes mantienen la voluntad de vivir a pesar de la incertidumbre. A. se encuentra con el conservador de la filmoteca y le pide que retome el revelado de los negativos. La familia del conservador se vuelve la nueva familia de A., y junto a ellos revive el dolor y siente muy cercana la presencia de la muerte. En otro plano-secuencia, en el que los personajes entran y salen del campo visual de la cámara, vemos los últimos instantes de esta familia, antes de ser masacrada y envuelta por la niebla, por el extravío existencial que ha hecho del horror una bandera.
“Cuando regrese, regresaré con los vestidos y el nombre de otro. Nadie me esperará”. Éstas son las palabras finales de A. luego de llegar a su meta y convencerse de que el peor exilio es cargar una arraigada máscara, de la que nunca podrá liberarse. Con ellas nos confirma que ahí no termina su viaje, y que es preciso continuar, pues la vida misma es el camino.

Notas

1) Michel Ciment, Entrevista con Theo Angelopoulos”, Positif, n. 415, septiembre de 1995, pág. 50
2) Pere Alberó, Entrevista con Theo Angelopoulos, revista Nosferatu, n. 24, mayo de 1997, pág. 42
3) Pier Paolo Pasolini, Empirismo herético, editorial Brujas, Córdoba-Argentina, 2005, pág. 240