2/17/2011

Comentarios sobre algunos filmes de Angelopoulos






Reconstrucción (Anaparastasi)



Grecia • 1970 • 35 mm • blanco y negro • 98 min.
Dirección: Theo Angelopoulos • Guión: Theo Angelopoulos, con la colaboración de  Stratis Karras y Thanassis Valtinos • Fotografía: Giorgos Arvanitis • Montaje: Takis Davlopoulos • Sonido: Thanassis Arvanitis • Dirección artística: Mikes Karapiperis • Productor: Giorgos Samiotis • Intérpretes: Toula Stathopoulou (Eleni Gousis), Yannis Totsikas (Kristos Guikas), Michalis Fotopoulos (Kostas Gousis), Thanos Grammenos (Giorgos, el hermano de Eleni), Alexandros Alexiou (inspector de policía), Theo Angelopoulos, Kristos Palighianopoulos, Telis Samandis, Panos Papadopoulos (reporteros), Petros Hoidas (juez), Yannis Balaskas (oficial de policía), Mersoula Kapsali (Labrini, la cuñada), Nikos Alevras (ayudante del fiscal)



Esta ópera prima de Angelopoulos se realizó en la época de “Los Coroneles”, uno de los momentos más difíciles durante el siglo XX en Grecia.
El director, a pesar de haber nacido y estar radicado en Atenas, se decidió a filmar en provincia, lo cual era una apuesta bastante arriesgada para ese momento, debido a la gran brecha cultural que separaba a ambos entornos. El motivo que lo inspiró fue un caso judicial que reportaron los periódicos, sobre un extraño crimen pasional. Sin querer hacer una obra documental, Angelopoulos sí pretende reconstruir en parte, esos hechos, y mantenerlos como un fondo que le permitirá empezar a ubicar su reflexión acerca del mundo griego y sus diversos conflictos.
Tras soportar el rechazo por parte de los habitantes de algunos poblados, finalmente logró ubicar un espacio dónde empezar a desarrollar su proyecto, aunque con una agenda bastante restringida. Este lugar, en el que todo era gris, resultaba apropiado para darle vida a una historia que retoma la Tragedia clásica griega (básicamente, La Orestiada) y la contemporiza con la realidad griega de los años cincuenta del siglo XX, cuando muchos trabajadores de ese país tuvieron que abandonar su tierra para emigrar, especialmente, a Alemania, en busca de un mejor futuro y de “conocer el mundo”, es decir, ir al cine, a discotecas, a espectáculos, según lo expresan los propios lugareños.
Desde el inicio, el narrador nos presenta un desolado panorama: “nos encontramos en un pueblo al norte de Epiro, cerca de Albania, el cual tenía una población de 1250 habitantes en 1931 y de 85 en 1965”; ¡Los datos hablan por sí mismos! Es, precisamente, en este gran plano en blanco y negro de un pueblo abandonado donde Angelopoulos aprovecha para mostrarnos a un emigrado que regresa (a la manera de Agamenón), quien luego será asesinado por la propia esposa (una revivida Clitemnestra) en complicidad con su amante.
La reconstrucción es hecha a través de tres miradas: la de la policía, la de los periodistas y la del director-narrador. Utilizando largos planos-secuencia, el director da inicio a su particular exploración con las imágenes y el tiempo, en este caso, sobresalen las tomas nocturnas, los claroscuros y las siluetas que logran definirse con variaciones a partir del tipo de iluminación que se utiliza. Dichas imágenes son sutilmente sincronizadas con música incidental griega y con sonidos ambientales provenientes de cánticos y bailes populares. Desde su primer filme, Angelopoulos se adentra en la plasmación de un tiempo interior que no es precisamente el del cine más popular, como él mismo nos lo dice, advirtiendo eso sí, que no es tratando de restarle importancia al espectador: “La lentitud o la rapidez de mis películas es un tiempo interior y yo trabajo como me pide mi tiempo interior (…) No es verdad que no me importe el público. Yo trabajo como sé y creo. Espero no haber perdido la nostalgia de ser fiel a mí mismo. Hemingway escribía con frases cortas y Faulkner con frases largas, pero el final de ambos es el mismo: el monólogo interior”.
También hay lugar para oponer a esta realidad, los ecos de una ciudad más grande, donde en un desfile militar (propio del régimen de Los Coroneles) se invita a la población para que asistan a una obra sobre la “La vida del soldado”. Este tipo de contrapuntos seguirán siendo permanentes en la obra de Angelopoulos, tratando de mostrarnos esa agobiante y restrictiva realidad derivada de los gobiernos militares.
Por su parte, los personajes (básicamente, mujeres y niños, casi siempre vestidos de negro) pocas veces dejan saber algo sobre sus sentimientos. Del padre que retorna a su familia y que después será asesinado, no sabremos sobre sus pensamientos o creencias, solamente lo vemos regresar y compartir una comida con su familia. El director nos lo presenta desde el exterior, como invitándonos a indagar más sobre la identidad del mismo. Otro tipo de personajes no definidos, pues representan a una colectividad, nos confrontan permanentemente y seguirán haciéndolo en todos los filmes del director. Al final, cuando varias voces nos expresan su desánimo ante el entorno aldeano y su deseo de emigrar, alguien también nos hace un fuerte reclamo con el que el director parece cuestionarse a sí mismo: “¿A qué han venido, a contemplar nuestras desgracias y nuestras miserias?”. 
  
Días del 36 (Meres tou '36)

Grecia • 1972 • 35 mm • color • 105 min.
Dirección: Theo Angelopoulos • Guión: Theo Angelopoulos, Petros Markaris, Thanassis Valtinos y Stratis Karras • Fotografía: Giorgos Arvanitis • Montaje: Vassilis Syropoulos • Sonido: Thanassis Arvanitis • Dirección artística: Mikes Karapiperis • Música: Giorgos Papastefanou • Productor: Giorgos Papalios • Intérpretes: Giorgos Kiritsis (el abogado Mavroidís), Kristoforos Chimaras (ministro), Takis Doukakos (jefe de policía), Kostas Pavlou (Sofianós), Petros Zarkadis (Lukas Petros), Kristophoros Nezer (alcaide de la prisión), Vassilis Tsaglos (guarda), Yannis Kandilas (Kriezís), Thanos Grammenos (el hermano de Sofianós)



Con esta película Angelopoulos inicia la “Trilogía de la historia”, la cual se completará con El viaje de los comediantes (1975) y Alejandro el Grande (1980). El periodo en el que se ubica es el de los días previos a la primera dictadura del General Metaxas, es decir, hacia 1936, un año después del nacimiento de Angelopoulos, quien verá cómo la historia personal se irá configurando bajo la sombra de la guerra.

Con una narración lineal (contrario a lo sucedido en Reconstrucción) se nos habla de un preso político que aprovecha la visita de un reconocido gobernante para tomarlo como rehén; y de cómo el gobierno conservador se ve abrumado por no poder darle una resolución pronta y efectiva a este suceso, hasta que finalmente, su incapacidad los lleva a tomar el camino de las balas.

El filme transcurre entre los opacos espacios de la cárcel y las pesadas oficinas de los gobernantes, con un agobiante silencio y la satirización visual de los militares, quienes se concentran en su parafernalia vacía y dejan de lado la real problemática social, pues aparecen gobernando pero sin un apoyo popular representativo.

El interés de Angelopoulos no es concentrarse en la acción, ni explotar las recurrentes tensiones que el cine clásico acostumbra a intensificar en una temática tantas veces plasmada como la del secuestro. Por el contrario, el director aparece como distante, tratando de no hacerse notar en la linealidad narrativa convencional, sino más bien dando lugar a que el dispositivo cinematográfico ahonde en sus propias posibilidades. Por tal motivo, prefiere rodar dos hermosas panorámicas con giros reiterados de 360º, las cuales, dado su carácter evasivo, ayudan a enfatizar la circularidad, el encerramiento, la limitación de un grupo de gobernantes corruptos que no pueden resolver las problemáticas, quienes además, están ausentes (como pareciera ausentarse el director del filme) y son sumamente frágiles, pues una sola persona logra ponerlos en peligro, no permitiéndoles encontrar una solución distinta al asesinato.

Por el contrario, el preso Sophianos, con su acción certera y silenciosa, encarna el potencial de lo no dicho, de lo apenas susurrado; la lógica de la guerrilla: apareces, atacas y desapareces; trazas líneas de fuga, activas e incontrolables.

Incluso, este trabajo de Angelopoulos fue subestimado por Los Generales, al considerar que no tendría mayor recepción entre el público (como en efecto sucedió), ni que sería peligrosa. De esta manera, la ironización que Angelopoulos hacía de los Oficiales por su ausentismo, era patente en el propio proceso de producción de su filme.

Claro está que la posición del director griego, resulta un tanto reduccionista frente al gobierno militar (pues en el aparente alejamiento de éstos, no han dejado de promover la cultura de los soplones, de la generación de desconfianza, es decir, la instauración silenciosa de una sociedad de control). No queremos decir que esta postura del director le reste mérito a su obra, ya que con ella inicia la búsqueda de una temática que irá llenando de matices en su posteriores trabajos, en los que se hará patente y se desnudará, la perversa lógica que da la impresión de tomar distancia, cuando en realidad está procurando controlar todas las situaciones.

Asimismo, con este filme empieza a investigar sobre la identidad griega en el periodo moderno, labor llena de dificultades por las variaciones socioculturales que han tenido que soportar estos territorios. Precisamente, esa incertidumbre, esa vacilación acerca del real alcance de las dictaduras en la conformación de imaginarios represores, es el tema que el director trata de hacernos notar, haciéndose él mismo la pregunta: ¿Quiénes somos los griegos hoy día?
  
Los cazadores (Oi Kynigoi)

Grecia • 1977 • 35 mm • color • 144 min.
Dirección: Theo Angelopoulos • Guión: Theo Angelopoulos, con la participación de Stratis Karras • Fotografía: Giorgos Arvanitis • Montaje: Giorgos Triantafillou • Sonido: Thanassis Arvanitis • Dirección artística: Mikes Karapiperis • Música: Loukianos Kilaidonis • Productores: Theo Angelopoulos, Nikos Angelopoulos • Producción: Theo Angelopoulos Productions, con la participación del INA •  Intérpretes: Vangelis Kazan (Savas, el hostelero), Betty Valassi (su mujer), Giorgos Danis (Yannis Diamantis), Mary Chronopoulou (su mujer), Ilias Stamatiou (el editor), Aliki Georgouli (su mujer), Nikos Kouros (el coronel), Eva Kotamanidou (su mujer), Stratos Pachis (Giorgos Fantakis), Kristoforos Nezer (el político), Dimitris Kamberidis (el comunista)



Según algunos estudios sobre la obra de Angelopoulos, el largometraje, Los cazadores, funciona como un epílogo de lo que han llamado la Trilogía de la historia (Reconstrucción, 1970; El viaje de los comediantes, 1975; y O Megalexandros, 1980).
En las palabras del propio director, se nos afirma que este trabajo, realizado en sólo 44 planos, es el más comprometido políticamente y asimismo, el más irónico. Pero también, es el más desesperanzador en cuanto a las posibilidades efectivas de un cambio real en las dinámicas sociales. Luego de la aproximación que ha tenido el director en sus otros filmes a la historia griega del siglo XX, tratando de encontrar sus raíces y sus dinámicas, ahora puede aseverar que nada ha cambiado: ni la gente, ni la sociedad, ni la política. Cuando surgía una esperanza con movimientos como el Frente de Liberación Nacional y el Ejército Griego de Liberación Nacional (que lucharon contra las invasiones alemanas e italianas, y contra el permanente control de los ingleses) el país se vio sumido en una sangrienta guerra civil la cual dejó miles de heridas abiertas, reduciéndole las posibilidades de triunfo a otros movimientos y fortaleciendo a los monárquicos. Esta situación tan contradictoria, está bellamente puesta en escena en aquel plano que nos muestra numerosas embarcaciones con banderas rojas en alto, atravesando un lago y dirigiéndose hacia un lugar impreciso. Para muchos, la dirección será el ocaso, pero para unos pocos, seguirá siendo un devenir que no renuncia al deseo del cambio y que vuelve a insistir: “nuestras esperanzas están del lado de las banderas rojas que pasan” ha dicho Angelopoulos en una entrevista posterior a este filme.
Al mirar retrospectivamente este filme, Angelopoulos asegura que ahora se repite lo mismo: “no hay esperanza”. Y aún hoy sigue pensando con muchas reservas frente al futuro: “no lo veo de manera optimista ni pesimista, creo que hay que ser lúcido. Pienso que, por primera vez en la historia, estamos en tiempos en los que no sabemos cómo va a ser el futuro. Todo el mundo habla sobre lo que vendrá de forma precavida e insegura, y eso es porque no sabemos realmente lo que va a pasar”. (En entrevista con Andrés Nazarala, Revista Mabuse, febrero 2011).
El filme tiene una estructura cíclica que nos remite a una imagen similar tanto al comienzo como al final del mismo: un cadáver incorrupto y aún sangrante de un partisano de la guerra civil de 1947, que es encontrado por un grupo de burgueses pertenecientes a la dirigencia griega. La historia se ubica en 1977, y por medio de larguísimos flashbacks, se instaura un vaivén temporal que fluye entre 1952 y 1976, en el que desde diversos puntos de vista, se nos revive el pasado. Todo el relato gira en torno a la preocupación que mantienen los burgueses que han encontrado el cuerpo, por no saber qué hacer con él y porque, con extrañeza, observan cómo el cuerpo no se descompone.




La muerte, tal como nos la presenta Angelopoulos en este filme, y la necesidad ritual de trascenderla, tiene sus estrechos vínculos con el arte y los ritos ortodoxos, según los cuales, se le da más valor a la Resurrección que a la Natividad (del catolicismo occidental), y por lo tanto, al mismo ritual funerario que prepara para el vencimiento de la muerte. El hecho mágico de la conservación del cuerpo del partisano, es el pretexto para juntar en un mismo escenario a políticos y a la alta sociedad griega, y confrontarlos por su incapacidad para decidir qué hacer, de la misma manera que no pueden decidir sobre el bienestar general. El partisano, además, tiene un parecido con Cristo, puesto sobre una mesa, tal como lo presenta la iconografía bizantina. Quizás sea una parodia pero también un recuerdo que pone en dificultades (no tanto por el duelo) a los gobernantes, tras la verificación de un pasado de represión y persecución, que aún sigue vigente después de la Guerra Civil.
Esta ironía devela sentimientos complejos de culpabilidad y de impotencia. El muerto era un partisano marxista que luchaba por un mundo mejor, y la resistencia a no dejarse enterrar debido al hecho mágico de su conservación, sugiere la necesidad de un resurgimiento de esas ideas de izquierda que él representa. Pues lo único cierto es que nada ha cambiado en beneficio de los grupos marginados.
El ritual, celebrado a la manera burguesa, pero al que también asisten antiguos militantes de izquierda para confrontar con sus cánticos, aunque con una cierta aceptación del vencimiento, nada tiene que ver con lo que representa el duelo en la tradición rural griega, donde es un verdadero acontecimiento de liberación y de trascendencia. Aquí se trata de una verdadera farsa de la polis que niega las agudas contradicciones sociales y se resiste  a mirar a la periferia, a abrirse al cambio, y que no sabe cómo desembarazarse de ese cadáver que se resiste a envejecer para seguir confrontándoles sus políticas conservadoras.


Alejandro el Grande (O Megalexandros)

Grecia / R.D.A. / Italia • 1980 • 35 mm • color • 200 min.
Dirección: Theo Angelopoulos • Guión: Theo Angelopoulos y Petros Markaris • Fotografía: Giorgos Arvanitis • Dirección artística: Mikes Karapiperis • Música: Kristodoulos Halaris • Vestuario: Giorgos Ziakas • Sonido: Argyris Lazaridis • Mezclas de sonido: Thanassis Georgiadis • Montaje: Giorgos Triantafillou • Productor: Nikos Angelopoulos • Producción ejecutiva: Phoebe Stavropoulou • Producción ejecutiva (RAI): Lorenzo Ostuni • Produccion: RAI, ZDF, Theo Angelopoulos Productions, Greek Film Centre • Intérpretes: Omero Antonutti (Alejandro el Grande), Eva Kotamanidou (su hija), Grigoris Evangelatos (el maestro), Michalis Yannatos (el guía).



La particular reflexión en torno a la historia del siglo XX en Grecia, que ha venido desarrollando Angelopoulos en los filmes de su primera época, continúa con O Megalexandros, con el que se remite al periodo que va desde comienzos de aquel siglo hasta los años treinta.
Es oportuno detenernos un poco en lo que para Angelopoulos representa la historia, una práctica tenida en tan alta consideración en el mundo griego, desde la antigua tradición (con Heródoto y Tucídides) la cual ha adquirido incluso, más importancia que la literatura o el mito. Tal como nos lo refiere Andrew Horton, al igual que aquellos primeros historiadores, “Angelopoulos utiliza las historias, los mitos, hechos conocidos, personajes y los presenta para obligarnos a ir más allá de los propios acontecimientos y tener que plantearnos su importancia y sentido. Sin embargo, al contrario de dichos historiadores, no intenta sacar ni presentar conclusiones claras (…) pues no aparece esa confianza en la capacidad de la razón. De hecho, se podría decir que al mezclar la historia con otros elementos culturales, incluido el mito y el ámbito de lo misterioso, Angelopoulos intenta representar no sólo la historia acallada, como ocurre con la Guerra Civil, sino también los peligros de llegar a conclusiones simplistas a partir de una muestra histórica demasiado restringida”.
Es importante también, ver cómo entreteje la historia, juntando acontecimientos contemporáneos con otros antiguos: en el preámbulo de la película se nos habla, se nos anuncia al gran Alejandro y la esperanza que él representa para el pueblo Macedonio; y enseguida se vincula ese relato con una elegante fiesta de los nuevos gobernantes y diplomáticos que celebran la llegada del siglo XX. Es allí, en este periodo, donde transcurrirá la nueva aventura de un desconocido héroe. El nuevo siglo, coincide con el tránsito producido por la Revolución Industrial en Grecia y las consiguientes fracturas a las ideas de pueblo unitario, que habían sostenido. Según varios historiadores, este mismo periodo es clave en la configuración de las principales problemáticas griegas contemporáneas, debido a la determinante intervención extranjera, especialmente inglesa (son de este país los diplomáticos secuestrados por Alejandro) y a la inoperancia de los gobernantes de Atenas, quienes miraban con desidia a las problemáticas de las provincias.
Volviendo a la historia del filme (el más difícil realizado por Angelopoulos) podemos ver que hay un interés central por reconstruir la antigua aspiración de la ciudad ideal, donde la equidad haya establecido su reino. Pero el director, antes que caer en idealismos vacíos, lo que trata de mostrarnos es la figura del gobernante, que aunque haya llegado a su “trono” asumiendo los intereses populares, poco a poco va trasluciendo su individualismo egocéntrico hasta convertirse en un tirano, al que finalmente es preciso asesinar.
Como es habitual en Angelopoulos, siempre ha estado muy interesado en la ubicación de sus localizaciones. En O Megalexandros, la búsqueda fue más dispendiosa. Al cabo de un año, por fin ubicó unas montañas cercanas a Macedonia donde pudo cumplir con su intención de darle mayor autenticidad a su historia. El resultado fue magnífico, pues gracias al cuidadoso trabajo de la fotografía podemos sentir el poderío y el peso que representan esos agrestes parajes.
Ubicar el relato en la región de Macedonia también ayudaba a mostrar el conflicto permanente entre los pueblos balcánicos, que en esos momentos ya presentaban sus tensiones. Desde el inicio, los rostros macedónicos, nos hablan frente a la cámara sobre la leyenda de un personaje por fuera de la ley que lucha por las reivindicaciones territoriales; estableciéndose, de paso, una cercanía oral directamente con el espectador contemporáneo. Por su parte, la simbología que acompaña al nuevo Alejandro (capa, casco, caballo) exalta la dimensión popular y mítica de este personaje que ha llenado los imaginarios culturales. Uno de los bellos cánticos que lo reciben dice: “Alejandro, eres el viento. Eres el azote de dragones con que luchaba San Jorge. Alejandro, eres el sol”. Y en esa misma ceremonia, a la manera de la “última cena” de la tradición cristiana (ortodoxa, en este caso) se presenta a Alejandro como el nuevo Cristo que llega por segunda vez. Para construir esta imagen, Angelopoulos nos cuenta cómo retoma la tradición de la iconografía bizantina: “O Megalexandros era un trabajo completamente griego ortodoxo o bizantino, porque estaba construida a partir de muchos elementos de la liturgia ortodoxa, combinando música, ritos y la catarsis a través de la sangre y claro, además, el papel que desempeña el icono en todo esto”.
Es importante resaltar también la presencia que le da Angelopoulos a ideas políticas foráneas para la conformación de la nueva sociedad: unos anarquistas italianos vienen a conocer el desarrollo de la experiencia de Alejandro; la sociedad que éste instaura, remite a la idea clásica del comunismo; se muestra el crecimiento y el deterioro de los grupos revolucionarios; y finalmente, es notable la gran desilusión que produce el accionar de su nuevo líder.
Una nueva vinculación de la historia antigua con la del siglo XX, se da al final cuando el dictador es destruido por sus antiguos seguidores y sólo queda un busto roto de Alejandro el Grande, en una trasposición temporal que nos pone de cara al universo mágico y que nos recuerda el poema de Giorgos Seferis: “Me desperté con esta pesada cabeza de mármol en las manos y no se donde dejarla”.
  
Viaje a Citera (Taxidi sta Kithira)

Grecia / R.D.A / Gran Bretaña / Italia • 1983 • 35 mm • color • 134 min.
Dirección: Theo Angelopoulos • Guión: Theo Angelopoulos, con Thanassis Valtinos y Tonino Guerra • Fotografía: Giorgos Arvanitis • Dirección artística: Mikes Karapiperis • Música: Eleni Karaindrou • Vestuario: Giorgos Ziakas • Maquillaje y pelucas: Giorgos Skendros • Sonido: Thanassis Arvanitis, Dinos Kittou, Nikos Achladis •  Mezclas de sonido: Thanassis Arvanitis • Montaje: Giorgos Triantafillou • Productor: Giorgos Samiotis • Producción ejecutiva: Giorgos Samiotis, Pavlos Xenakis, Phoebe Stavropoulou, Vera Licuressi • Produccion: Greek Film Centre, ZDF, Channel 4, RAI, Greek Television, Theo Angelopoulos Productions • Intérpretes: Manos Katrakis (Spiros), Giulio Brogi (Aléxandros), Mary Chronopoulou (Voula), Dionyssis Papayannopoulos (Antonis), Dora Volanaki (Caterina), Giorgos Nezos (Panaiotis), Athinodoros Proussalis (jefe de policía).



Con esta película, Angelopoulos inaugura la Trilogía del silencio, sin duda, el periodo más oscuro de su filmografía, en el que se dan cita personajes que deambulan desesperanzados, emprendiendo permanentemente viajes sin tiquete de regreso, y teniendo a la niebla como paisaje fundamental.
En Viaje a Citera, Spyros, un viejo comunista griego, quien ha vivido 32 años en la Unión Soviética tras haber salido exiliado después de la Guerra Civil, regresa a la manera de Odiseo para reconstruir su pasado pero sólo encuentra el rechazo y el temor de quienes lo conocieron, por creerse de nuevo involucrados con este personaje que ha sido condenado a muerte múltiples veces, y quien ha sabido esquivarla en la cárcel, en las guerras y en los pelotones de fusilamiento.
De nuevo, Angelopoulos nos aproxima (a su manera) a la literatura griega, pues el hijo de Spyros, un director de cine que busca afanosamente a un anciano protagonista para su proyecto relacionado con Citera, aparece como un Telémaco moderno en la búsqueda de su padre. Pero éste Telémaco, antes que al mundo conocido, quiere conquistar el cine, su realidad, la cual admite permanentes cruces con lo imaginario. De ahí que lo que realmente estamos viendo acontecer es una película dentro de la película. Toda la película está en la cabeza del director Alexander, aunque no sentimos con claridad su presencia y por ende, tampoco cuándo hace parte o no del relato inicial. En efecto, es el mismo Angelopoulos quien se está observando, trasladándole sus preocupaciones al silencioso director que aparece en su filme. En este cine dentro del cine, Angelopoulos se retrata a sí mismo en las vicisitudes de narrar una historia tan particular (como la griega de los años ochenta) por medio de un soporte cinematográfico.
Alexander, ahora, después de 32 años, aún sigue persiguiendo una sombra, la de su padre ausente, a quien ve llegar como el viejo Odiseo (quizás, sólo para protagonizar su película). Sin embargo, cuando sucede el encuentro, lo que se hace notorio es el distanciamiento emocional entre ambos, algo extensivo a su madre y a su hermana, quienes tampoco expresan mayor emotividad al saludarlo.
El reencuentro con el nuevo entorno de su país, tampoco le será fácil, salvo el primer abrazo con su camarada, cuya efusividad alcanzará apenas para ese primer encuentro. Junto a este viejo amigo revive los códigos secretos de cuando eran guerrilleros (un silbido, una canción) y se dan cita en el cementerio donde reposan los restos de los compañeros muertos para rendirles un homenaje, bailando un pontiko (baile popular griego que remite a la muerte como una liberación del alma respecto del cuerpo, por lo tanto, un suceso para celebrar). Previamente había tenido otro encuentro amistoso, con el perro Argos (igual nombre que el de Odiseo), mostrando una vez más la fascinación de Angelopoulos por los mitos griegos.
En adelante, todo serán reclamos y rechazos: entre los más dolorosos, el de la hija por haberlos abandonado para irse a las montañas; el de su amigo comunista que le exige que “no vuelva a arruinarlos”, enfatizándole que él ya está muerto… “eres un fantasma, no existes”, ni para sus camaradas, ni para su familia y mucho menos para el nuevo entorno social; y el de las autoridades de su país, que consideran que al ser desplazado ya no tiene nacionalidad, y con este argumento lo vuelven a expulsar de su tierra natal.
Así las cosas, pareciera que el cadáver problemático en Los cazadores, hubiera recobrado vida en la humanidad de Spyros, pero ahora como un cadáver viviente, que incluso ve el rechazo de sus copartidarios políticos, debido a las circunstancias cambiantes de la realidad social que ha llevado a los vecinos a querer venderle sus tierras a una empresa constructora. El abrazo efusivo de su camarada en el recibimiento, se convierte en el golpe certero que le enrostra su regreso como una prolongación de los problemas que parecían haberse superado.
Pero el abrazo que le negó su patria, en un extraño giro del relato, al final lo recibe de Katerine, su esposa; ella haciendo una demostración de fidelidad y solidaridad, dice: “me quedo con él” y se arriesga a seguirlo en el viaje definitivo. Al final, de espaldas a nosotros, juntos enfrentan las inmensidades del mar. Acompaña la partida, la antigua canción sobre el marchitarse de la vida, que ha venido escuchándose en el filme, ahora revivida en la voz del viejo Spyros.
Nos queda decir que Citera (“la isla de los sueños en donde uno se puede dedicar a la felicidad o a buscarla”), por supuesto, no es el destino de Spyros. Hacia ese lugar ideal no está dirigido su viaje. Más bien, lo que intenta mostrarnos Angelopoulos es la imposibilidad misma de sus contemporáneos para tratar de emprender ese tipo de viajes, debido a las marcas, a las heridas que ha dejado la Guerra Civil griega. 
  

El apicultor (O Melissokomos)

Grecia / Francia / Italia • 1986 • 35 mm • color • 117 min.
Dirección: Theo Angelopoulos • Guión: Theo Angelopoulos, con la participación de Dimitris Nollas y Tonino Guerra • Fotografía: Giorgos Arvanitis • Música: Eleni Karaindrou • Montaje: Takis Yannopoulos • Sonido: Nikos Achladis • Mezclas de sonido: Thanassis Arvanitis • Dirección artística: Mikes Karapiperis • Vestuario: Giorgos Ziakas • Productor ejecutivo: Nikos Angelopoulos • Director de producción: Emilios Konitsiotis • Produccion: Greek Film Centre, ERT-1 TV, MK2 Productions, Basicinematografica, Theo Angelopoulos Productions, con la participación del Ministerio de Cultura de París • Intérpretes: Marcello Mastroianni (Spiros), Nadia Mourouzi (la chica), Serge Reggiani (el hombre enfermo), Jenny Roussea (Anna, la mujer de Spiros), Dinos Ilopoulos (el amigo de Spiros).




En este filme, Angelopoulos nos propone un nuevo viaje: el de un maestro jubilado que va a reencontrarse con su pasado ancestral y con las huellas de la historia; experimentando una nueva odisea en busca del hogar, la cual termina en la muerte del protagonista.
En la historia familiar del maestro está el cultivo de abejas, lo que nos es comunicado a partir de la primera imagen: un picado desde una ventana, con cierta inclinación, que nos muestra una mesa tendida, lista para alguna celebración; dicha imagen está acompañada por la voz del narrador hablando sobre el itinerario de las abejas dentro de sus colmenas. En el viaje que emprende va acompañado por numerosos cajones con abejas, los cuales va ubicando en cada estancia, junto a los campos florecidos. Son, pues, las abejas, su única preocupación y sus mejores amigas; por lo tanto, la decisión de renunciar finalmente a seguir con ellas, le conduce a la muerte, golpeando reiteradamente la tierra, como expresándole un reclamo por la existencia que tuvo que sobrellevar.
Su segundo reencuentro tiene que ver con la historia, con lo que ha significado luchar por una idea política, por un mundo mejor. Cuando el maestro se encuentra con dos de sus antiguos amigos comunistas, les afirma: “Yo sólo soy una pequeña cita con la historia (…) y en este momento podríamos estar en otro sitio cambiando la historia”. Pero las situaciones son otras; ahora se encuentra sumido en un viaje sin retorno y sin precisión de su destino, y sólo sabe que si alguien le preguntara “¿Quién eres tú? ¿Qué es lo que quieres?” no dudaría en responderle: “Nada, solo estoy de paso… viví aquí hace mucho tiempo”… sin mayores logros, sin ver los cambios que esperaba, encerrado en la “normalidad” de una familia y de un trabajo.
La aguda mirada de Angelopoulos, se dirige a esos luchadores que también han visto cómo la desesperanza los ha sumido en un angustioso vacío existencial ante la ausencia de los cambios anhelados. Y nos habla con convicción desde su praxis, sobre lo que cuesta sostener un compromiso, cumplirle la cita a la historia, rehacerse continuamente, al tiempo que el enemigo se fortalece. Nos propone que la mejor manera de seguir en la lucha es reafirmar las ideas con una práctica que se renueva permanentemente y que desde sus propias orillas, establece nuevos brotes que cuestionan su misma actvidad. En una entrevista de 1976 decía: “Pienso que falta también ir en contra de cierta facilidad del cine de acción, del cine americanizado; es preciso tratar de trabajar sobre otro lenguaje diferente que el lenguaje estereotipado. No se puede imaginar unos planteamientos progresistas mientras que el lenguaje es retrógrado”. En efecto, en este filme de 1986, Angelopoulos, se abre un poco a explorar esas dinámicas que le han sido distantes, como queriéndose apropiar del lenguaje convencional para subvertirlo desde dentro, para usarlo y establecer distancias, y argumentar una vez más, que renovar el cine también es renovar la sociedad.
Con la presencia de Marcelo Mastroiani, Angelopoulos hace un guiño a las audiencias más distantes del entorno europeo, lo cual no significa que vaya tras la conquista del cine comercial, sino que aprovecha al reconocido director para explorar nuevas formas cinematográficas (el plano contraplano, la concentración en los personajes antes que en las colectividades, la narración más próxima a la convencional, siguiendo las líneas de un diario), lo cual no implica que abandone sus formas básicas que tanta particularidad le han dado a su obra. Finalmente, los planos-secuencia, los precisos encuadres, las acciones fuera de campo, la potencialización de la imagen sobre la palabra, son las características que terminan imponiéndose, las cuales nos hablan de la coherencia de un director que no tiene temor de aproximarse a las otras orillas para reafirmar la diferencia.
En el desesperanzado viaje que emprende el profesor, también hay una presencia que le sirve como contrapunto y que parece invitarlo a retomar la alegría, a recuperar el deseo y a insistir en la aventura. Se trata de una joven que también quiere emprender un viaje a cualquier lugar pero sólo en el presente. “Llévame donde quieras, pero lejos de aquí” son las palabras con las que saluda tras subirse discretamente al camión del profesor. Ella no tiene pasado, constantemente recuerda que nadie estará buscándola, pero tampoco le preocupa el futuro, lo único que le interesa es estar continuamente yéndose. Esta es la primera presencia juvenil que concentra la atención de Angelopoulos (en adelante también sucederá en Paisaje en la niebla) pero curiosamente, no parece representar la figura convencional de la juventud como proyección positiva en el horizonte, seguramente, porque ahora más que nunca, el futuro es más incierto. Los antiguos proyectos revolucionarios estaban orientados hacia la denuncia del pasado, sin embargo Angelopoulos ha insistido en que es preciso fijarse primero en el presente, desde la realidad que no resulta nada favorable, pues “en el presente, la vida es como un lago suizo, desesperadamente inmóvil”.
El viaje de ambos personajes está marcado por el silencio, nadie sabe nada del otro ni se preocupa por saberlo, sólo los junta la lucha existencial, la soledad y la necesidad de partir; y en brevísimos momentos, aflora la curiosidad y el deseo, aunque limitados por la brecha generacional.
Al final, antes de la despedida, tiene lugar un particular encuentro erótico en un desvencijado teatro, que también ha sido carcomido por la indiferencia. Extrañamente, el profesor nunca se desviste, como si no quisiera entregarse nuevamente al placer, que pudiera hacerle abandonar la sensación de haber jugado ya la partida definitiva.


Imágenes tomadas de la circulación libre en la red