5/14/2011

El cine define una territorialidad

Hubo una época maravillosa en la exploración con el cine, la cual, desafortunadamente, ha sido vista por algunos estudiosos con demasiadas prevenciones y con poca rigurosidad, al punto de llegar a considerar las producciones de esos momentos como “experimentaciones intrascendentes”. Nos referimos a la época conocida como “de las primeras vanguardias”, la cual tuvo su desarrollo en la década de 1920, especialmente en tres países: Alemania, Unión Soviética y Francia. Sin duda, este fue el periodo de mayor efervescencia en cuanto a la preocupación por definir conceptos propios que le demarcaran una territorialidad al cine en los imaginarios artísticos, y como generador de dudas y agenciador de aperturas para nuevas concepciones de todo tipo (entre ellas, de la imagen). A partir de este momento se inició la reflexión filosófica en torno al dispositivo cinematográfico, buscando establecer ciertas particularidades que permitieran elaborar un discurso propio como actividad artística autónoma. Eran los días en que en toda Europa se vivía una atmósfera de renovación y de rechazo a las formas clásicas que provenían del teatro y la literatura. En Berlín, Moscú y París se juntaron el mayor número de creadores – algunos de ellos iniciados en la plástica y en la actuación – para buscar en el cine la posibilidad adecuada que les permitiera establecer la ruptura con las formas tradicionales. Como decíamos anteriormente, estos años fueron muy prolíficos en la problematización teórica del cine.  En efecto, varios de los creadores escribieron textos que justificaban sus exploraciones con la imagen y el movimiento. Son importantes para tener como referencia, el escrito, Cine y arte, de Walther Ruttmann, el libro Photogenie de Louis Delluc, el  texto El cine de Antonin Artaud, los libros Manifeste des sep arts y Esthétique du septième art de Riccioto Canudo, y el trabajo, quizás, más destacado realizado por  Jean Epstein – a quien puede considerarse como el primer filósofo del cine – quien se oponía radicalmente al racionalismo positivista del pensamiento francés heredero de la visión cartesiana. Hacia mediados del siglo XX Epstein publicaría La inteligencia de una máquina, su obra más importante referente a los estudios que había adelantado en torno al cine a partir de los años veinte.

La sola denominación y demarcación de las prácticas propias del periodo que estaban forjando ya resultaba problemática. Para algunos la intención era generar un “cine de vanguardia” que pusiera en duda la “imagen-acción” (la gran forma del cine de géneros) como la única constitutiva del cine. Los creadores vanguardistas no supeditaron la imagen a la narración o a la acción sino que se desprendieron de la lógica-causal de los acontecimientos para que la imagen definiera su propio territorio. La imagen, en su realidad, tiene valor por sí misma y por los vínculos que genera (más en el plano de los afectos). Dichos vínculos se inscriben en el tiempo, en los flujos temporales, que no responden a la lógica causal. La intención de liberarse de los presupuestos narrativos supone en el espectador la posibilidad de armar su propio sentido, ajeno al que el filme pueda tener en sí mismo. El espectador toma parte activa en la construcción del proceso comunicativo del pensamiento.
Para otros creadores la preocupación que los movía era poder desarrollar un “cine abstracto”, en el que la Forma tuviera vida autónoma, tras haber roto con nuestras percepciones habituales. Variaron los contornos, los perfiles y las líneas, de tal forma que la percepción también se independizó hasta hacerse consciente de su propia actividad que nos acerca a la sensibilidad subjetiva.
 
Por su parte, otro grupo de realizadores procuraron construir un “cine experimental” tomando como eje central las posibilidades que les daba la cámara; para éstos, la cámara estaba en todas partes al servicio de la construcción de la imagen-movimiento. El movimiento era la razón de ser de este tipo de cine. Asimismo, no consideraron necesario prescindir de la narración ni recurrir a las formas abstractas para alcanzar un cine que fuese consciente de su movilidad permanente, de su renovación constante.
Hacia finales de la década de 1920, las vanguardias empiezan a incorporar nuevos elementos a la preocupación conceptual cinematográfica. Es cuando surge un “cine surrealista” que le da cabida a la expresión de la pulsión y del deseo en la variación de las imágenes institucionalizadas que tendían a lo estático. El influjo del sueño en el desarrollo del pensamiento también fue un tema importante en la búsqueda de los surrealistas, quienes pretendían renovar el devenir del ser a partir de la constatación de que la realidad era absurda y cambiante. El surrealismo surge ante la necesidad de llevar esa realidad a sus límites pero no puede considerarse como un idealismo sino, más bien, como un realismo extremo. El origen francés del término “sur – réalisme”, equivaldría literalmente a “sobre – realismo” o “súper – realismo”.
Tomando un poco de distancia, debido al tiempo transcurrido desde dicho movimiento renovador de hace noventa años, hoy podemos afirmar que, lo que el cine de vanguardia, abstracto o experimental logró, fue demostrar su condición autónoma, su independencia para establecer conexiones con las formas en que la imagen se incorpora a los procesos cognoscitivos. Como apunta el profesor Ricardo Parodi, el cine de este periodo comienza “donde se detienen las palabras, las certezas cotidianas y las formas que tenemos de concebir el mundo”.

Después de las reflexiones que se desarrollaron en ese periodo, en adelante  se nos hizo visible que la primera preocupación del cine es por el Movimiento Absoluto, produciendo cortes de Duración dentro de aquel. El cine capta intervalos móviles del flujo constante materia-tiempo. De esta manera, podemos decir que el cine no es un reproductor de nuestra percepción habitual. Lo que logra es crear una nueva percepción que rebasa los presupuestos objetivos y subjetivos. La cámara es la conciencia que produce imágenes-percepciones-conocimiento. Las primeras vanguardias, pues, ofrecen una alternativa a la Imagen frente a la Narración. Desde ahí se empieza a consolidar el vínculo o la posibilidad del cine-pensamiento. Las imágenes nos están remitiendo a nuestro propio Ser a la realidad de la percepción inscrita dentro de la Duración.

En un texto fechado de 1917 que lleva por título, Cine y Arte, Ruttmann nos da a conocer sus primeras impresiones sobre la esencia del cine. Para él, “La cinematografía forma parte de las artes plásticas, y sus leyes se aproximan sobre todo a las de la pintura y la danza, siendo sus medios de expresión formas, superficies, luz y sombra con todas sus connotaciones anímicas, pero sobre todo el movimiento de estos fenómenos ópticos, la evolución temporal de una forma a partir de otra. Es un arte plástico con la característica novedosa de que la raíz de lo artístico no debe buscarse en un resultado concluyente, sino en el devenir temporal de una revelación a partir de la otra”. Queda bien claro desde ese momento, que el análisis del flujo movimiento-temporal (que se renueva constantemente y que establece un tránsito de la forma objetiva al estado anímico subjetivo, en el mundo cinematográfico) debe estar en el centro de toda preocupación teórica que pretenda aproximarse a la forma cinematográfica. A partir de dicha reflexión, toma una gran importancia para el establecimiento de una estética fílmica, la conceptualización de los problemas referentes a la luz, la sombra, la aceleración, la ralentización y las  variaciones ópticas que conjugan las formas naturales con las creaciones gráficas humanas, entre otros.

En la misma época (hacia 1920), Dziga Vertov hizo un descubrimiento considerable: “El ojo humano era capaz de registrar un plano cinematográfico de apenas dos o tres fotogramas”. A partir de esta comprobación se abrirían numerosas posibilidades para poner en duda el mecanismo de la visión y la forma como se construye la estructura de pensamiento. Con estos elementos logró construir la teoría del Cine-ojo, la cual ha servido de base para el desarrollo del cine posterior, especialmente del documental. En un debate realizado en 1923, Vertov defendía y aclaraba su teoría del Cine-ojo, de la siguiente manera: “Definimos la obra cinematográfica en dos palabras: el montaje del “veo”. La obra cinematográfica es el estudio acabado de la visión perfeccionada, precisada y profundizada por todos los instrumentos ópticos existentes y principalmente por la cámara que experimenta el espacio y el tiempo. El campo visual es la vida; el material de construcción para el montaje es la vida; los decorados son la vida; los artistas son la vida”. De esta forma, “Lo principal y lo esencial es la cine-sensación del mundo” que se logra cuando la cámara efectúa un asalto a la realidad para descifrar la vida como tal y la influencia de los hechos sobre la conciencia. Lo que se busca es mostrar al hombre vivo y a la naturaleza, sus comportamientos y emociones, de forma poética documental y  sin puesta en escena.
Para Vertov, el cine no podía estar sujeto a representaciones ficcionales, por tanto, tendría que renunciar al uso de guión, actores, estudios, decorados, y demás elementos que se habían incorporado a la exploración fílmica, siendo tomados, básicamente, de la literatura. Lo que si le parecía central era el montaje, en el cual encontraba la posibilidad de romper con la pretensión cronológica lineal. El montaje “es la etapa del trabajo en que se establecen las verdaderas situaciones y relaciones entre temas, acciones, personajes, objetos con la permanente referencia y reflexión sobre el lenguaje y la tecnología fílmica”. Lo fundamental para Vertov era: “Usar la cámara como un ojo fílmico más perfecto que el ojo humano para explorar el caos de los fenómenos visuales que llenan el universo”. 
 
 Otra de las discusiones importantes durante ese periodo, tratando de pensar en la especificidad del cine, fue la adelantada en Francia por Antonin Artaud, quien empezó a reconocer que el tiempo cinematográfico rompía con la continuidad, con la linealidad a que nos tenía acostumbrados la escritura, y por esa razón, consideró que el cine sería el medio idóneo para subvertir los valores existentes (lo cual era la intención fundamental que quería generar Artaud con su vida-obra). Tal como nos lo dice André Bretón, Artaud se movió en pos de tres objetivos: transformar el mundo, cambiar la vida y rehacer de cabo a rabo el entendimiento humano. Artaud vivía la escisión, la grieta o lo inevocable como una condición del Ser. La modernización del teatro en los años veinte, buscaba que el cuerpo encontrara una nueva capacidad para expresar las afecciones. Se pensaba llevar la experiencia estética a la vida misma. Artaud vivió todo ese proceso en su propio cuerpo, tratando de alcanzar el “arte total” en el que la vida y el arte fueran una y la misma cosa. Como todo en la vida de Artaud, la pasión por el cine también siguió la ruta de las fluctuaciones. Luego de sus vínculos con la actuación y con la escritura de guiones, se aventuró como teórico tras considerar que había encontrado en el cine la posibilidad para darle vida al “arte total” que tanto anhelaba. De este periodo son sus textos El poder del cine y La brujería y el cine.
Sin embargo, ese encantamiento inicial, rápidamente se fue diluyendo. Luego del conflicto con Germaine Dulac, empezó a vislumbrar que no alcanzaba a desarrollar el anhelado cine autónomo, en el que pudiera desprenderse del vínculo sensorio-motriz (de la narratividad) y de la sujeción al sueño y al deseo que afronta un sujeto cuando se dedica a crear obras fílmicas. En su escrito El poder del cine, Artaud afirma que “el cine implica una subversión total de los valores, un trastoque completo de la óptica, de la perspectiva, de la lógica. Es más excitante que el fósforo, más cautivante que el amor” (…) “Reivindico, pues, los filmes fantasmagóricos, poéticos, en el sentido denso, filosófico de la palabra, filmes psíquicos. Lo que no excluye ni la psicología, ni el amor, ni el esclarecimiento de ninguno de los sentimientos del hombre. Pero que sean filmes en los que se trituren, se mezclen, las cosas del corazón y del espíritu hasta conferirles la virtud cinematográfica que hay que buscar (…) El cine es un excitante notable. Actúa directamente sobre la materia gris del cerebro”. De esta forma, en un primer momento, Artaud se mostró convencido de que el cine superaría al teatro, el cual se había convertido en un aquietante. Además, exaltó el ritmo, la rapidez, el distanciamiento de la vida y el aspecto ilusorio, como características propias y actuantes del cine. Luego, cuando afianzó su propuesta del Teatro de la crueldad, consideraría que esas características podrían conseguirse de forma más idónea a través del teatro. Igualmente, tal como lo anota Carmen de Santiago, Artaud “comparte la valoración surrealista del cine como liberador de las potencias del inconsciente y como estímulo para la agudización de la sensibilidad”.
Por su parte, en el texto La brujería y el cine, Artaud lleva la reflexión a su punto más alto. Aquí nos dice que “el cine es esencialmente velador de toda una vida oculta con la que nos pone directamente en relación (…) el cine está hecho sobre todo para expresar  las cosas del pensamiento, el interior de la conciencia y, ciertamente, no por el juego de las imágenes, sino por algo más imponderable que nos restituye con su materia directa, sin interposiciones, ni representaciones (…) No habrá un sector del cine que represente la vida y otro que represente el funcionamiento del pensamiento, porque cada vez, la vida, lo que nosotros llamamos vida, será más inseparable del espíritu. Un cierto terreno profundo tiende a aflorar a la superficie. El cine, mejor que ningún otro arte, es capaz de traducir las representaciones de ese terreno, puesto que el orden estúpido y la claridad consuetudinaria son sus enemigos”.
Para la vanguardia francesa, el cine era cartesiano y racionalista. Pero en sí mismo portaba el movimiento (impulso) que le permitiría ir contra el cartesianismo y la razón. Este criterio lo entendió y asumió muy bien Artaud, y es así como abogó por un cine abstracto, puramente óptico, que no sea para contar historias sino para expresar el interior de la conciencia, “una sustancia insensible”, tal como él la llama. El elemento distinto que Artaud dice encontrar en el cine es la vibración propia del surgir inconsciente que se expresa en el pensamiento. Busca en el guión, la reproducción del puro pensamiento.
Deleuze sostiene que “Mientras (Artaud) cree en el cine le acredita no el poder de hacer pensar el todo sino, por el contrario, una “fuerza disociadora” que introduciría una “figura de nada”, un “agujero en las apariencias”. Mientras cree en el cine le acredita no el poder de volver a las imágenes y de encadenarlas según las exigencias de un monólogo interior y el ritmo de las metáforas, sino “desencadenarlas” según voces múltiples, diálogos internos, siempre una voz dentro de otra voz”. Esto correspondía a la preocupación fundamental de la escuela francesa de los años veinte: ¿Cómo superar la dualidad de lo abstracto y de lo figurativo-ilustrativo o narrativo? Artaud nos dice que el cine abstracto es puramente óptico.
Posteriormente, Artaud sufrió una variación conceptual respecto de sus intereses con el cine. Hacia 1933, escribió el texto, La vejez precoz del cine, en el cual afirma que “El mundo cinematográfico es un mundo muerto, ilusorio y parcelado, que no entra en el centro de la vida, que no retiene de las formas más que su epidermis (…) El mundo del cine es un mundo hermético, sin relación con la existencia. Su poesía se halla, no más allá, sino más acá de las imágenes. Ha habido poesía, ciertamente, en torno al objetivo, pero antes del paso filtrado a través de él, antes de la inscripción sobre la película (…) Por lo demás, aparte de esta especie de racionalización de la vida, cuyas ondas y florituras, cualesquiera que sean, se ven privadas de su plenitud, de su densidad, de su extensión, de su frecuencia interior, por la arbitrariedad de la máquina, el cine continúa siendo una toma de posesión fragmentaria y, como ya he dicho, estratificada y congelada de la realidad. Todas las fantasías relativas al empleo de la cámara lenta o acelerada no se aplican más que a un mundo de vibraciones cerrado y que no tiene la facultad de enriquecerse o alimentarse por sí mismo, el mundo imbécil de las imágenes, tomado como con cola por miríadas de retinas no completará jamás la imagen que pudo haberse hecho de él.  Por tanto, la poesía que no puede desprenderse de todo esto, no es más que una poesía eventual, la poesía de lo que podría ser, y en consecuencia no es del cine de quien debamos esperar que nos restituya los mitos del hombre y de la vida de hoy”. De esta forma, plantea, con cierto hermetismo, una distinción entre cine dramático (carente de poesía) y cine documental (que toma la poesía de las cosas desde su aspecto más inocente). Pareciera ser que la única posibilidad que trata de insinuar como aceptable para seguir apostándole a la creación cinematográfica, es aquella que dirija la mirada hacia el cine documental.

Desde otra vertiente del pensamiento, básicamente desde la lingüística, también se dieron diversas posturas conceptuales referidas al universo del cine. Referenciaremos algunas de las expuestas por los Formalistas rusos, quienes desde un primer momento, consideraron que “el cine obliga a las demás artes a una redefinición de sus relaciones mutuas”, lo cual supone generar una reflexión en torno a los procesos de “traducciones intersemióticas” – algo similar a lo trabajado por Aristóteles en su Poética, sobre la forma de los discursos –. Los problemas iniciales hacían referencia al esclarecimiento de las diferencias perceptivas generadas por la realidad de la imagen filmada, que propicia una transformación artística. En sus análisis se tienen en cuenta algunos conceptos ya desarrollados como el de la visibilidad de Béla Balázs y el de la fotogenia de Louis Delluc. Éste segundo es ampliado por Boris Eikhenbaum cuando habla de lo  “transmental”, que responde a esa energía liberada (de lo no cotidiano) propia del proceso artístico (entendido como fermento autosuficiente que, al convertirse en “expresividad”, se vuelve fenómeno social). La “fotogenia” es la esencia transmental del cine según Eikhenbaum, pero entendida no como carácter implícito del objeto o persona fotografiada (según lo expuesto por Delluc), sino como producto del trabajo del operador (de la “cine-estilística”). Siguiendo en la reflexión sobre la fotogenia, otro teórico de ese grupo, Yuri Tinianov, consideraba que los objetos no son “fotogénicos” en sí mismos, sino que se hacen fotogénicos por la angulación y la luz. Es decir, por la construcción: el proceso estilístico que podría llamarse “cinegenia”, donde el “objeto visible” es sustituido por el “objeto del arte”.
Para Eikhenbaum la “expresividad” hace que el cine se vuelve “lenguaje”, pues lo que se da es un paso de la palabra a lo visible en movimiento. La palabra no está excluida en el filme, está escondida en él y hay que descubrirla. Las unidades de sentido (“cine-frases”) son definidas por medio del montaje. Asimismo, considera que en el cine “el tiempo no se ocupa, se construye” y por ello habla de “cine-periodos”, los cuales tienen que ver con la construcción de un tiempo específico (cine-tiempo específico). Es posible ralentizar o acelerar (dos cadencias: de la acción y del montaje). En el cine, el tiempo está ligado (necesariamente) al espacio, que es ilimitado; por su parte, “la pantalla es un punto imaginario, como también lo es su inmovilidad”. El manejo del espacio es un recurso importantísimo para la creación de una estilística, no tanto para “lo argumental”. Para Boris Kazanski, el espacio en el cine es ficticio. Considera que la ilusión es absoluta, puesto que todo sólo existe en la representación que se hace en la pantalla.

Como podemos ver, para estos primeros teóricos del cine desde la lingüística, el problema de la fotogenia y el montaje eran fundamentales en la investigación y discusión. Tinianov hablaba del cine como arte abstracto y proponía una visión acerca del actor, el espacio, la palabra y la música. Desde su perspectiva, el cine silente, es el verdadero cine; el sonoro, que aún no existía pero que él ya vislumbraba, le parecía un verdadero engendro endiablado (un anticine). La razón: el cine con el manejo de la palabra no audible había logrado una descomposición del discurso, lo había hecho, abstracto, lo había separado del tiempo referenciado (enunciación-visión); asimismo, con lo anterior, también había logrado alargar el tiempo. Además, hacía énfasis en el desplazamiento del espacio logrado por el cine (esto, en referencia al teatro). En 1926, para Tinianov ya era evidente que el cine se había liberado de las artes cercanas (pintura y teatro) pero reconocía que aún le faltaba desprenderse de la literatura, y consideraba que era preciso hacerlo. Mientras tanto, para Eikhenbaum, en 1926, el cine suponía una nueva forma de pensamiento (percepción), el cual es dado por su ritmo (que es muy distinto al de otras actividades). Para él, el cine es el arte de la fotogenia y el montaje. En la nueva estructura perceptual (a partir del cine) se va del objeto, de la confrontación de encuadres, a su interpretación, su designación, y al establecimiento de un discurso interior: el trabajo (intelectual) del espectador para “conectar los diferentes encuadres y descubrir los matices de sentido”[1], lo que daba a entender que era un arte de significación. Pero ya tenían en claro que “el cine no es un arte de la representación”, en el sentido de “reproducción icónica”[2].


[1] Boris Eikhembaum, Literatura y cine, citado por François Albèra en Los formalistas rusos y el cine, Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Barcelona, 1998, pág. 201
[2] Boris Eikhembaum, La palabra y el cine, citado por François Albèra, ibídem, pág. 203

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