12/17/2008

Hiroshima mon amour, de Alain Resnais

Uno de los creadores cinematográficos que más aportes ha realizado para la configuración de lo que algunos teóricos han denominado como cine moderno, es Alain Resnais (Vannes, Francia 1922). Este prolífico director empezó su primera relación con el cine a los 14 años, cuando rodó un cortometraje en súper 8 mm. Luego realizó estudios en el Institut des Hautes ètudes Cinématographiques de París, y comenzó su carrera (inicialmente en el campo del montaje) después del final de la II Guerra Mundial. Durante el periodo 1946-1958, combinó el trabajo de montador con el de director de cortometrajes. La novedosa caracterización que le imprimió a sus trabajos, rápidamente, le trajeron reconocimiento en otros países. En 1950 obtuvo un premio Óscar por el cortometraje Van Gogh, en el cual no pretendía ahondar en la biografía del pintor, sino establecer una relación directa con su obra, recurriendo a arriesgadas variaciones en el montaje (que vinculan las imágenes plásticas con una narración en off cargada de lirismo).

Luego, en 1955, inició su preocupación por describir la determinación del tiempo en las relaciones humanas, con el trabajo Noche y niebla, en el que vuelve a los campos de concentración nazis después de 10 años de finalizada la Segunda Guerra Mundial para mostrar cómo en cualquier paisaje tranquilo llegó a desencadenarse una de las situaciones más degradantes de la especie humana. Donde antes abundó el dolor, ahora solo quedan construcciones invadidas por la hierba, y es justamente, una cámara cinematográfica la que puede despertarnos nuevas sensaciones frente al pasado, a partir de la conjunción de imágenes actuales en color, con fotos fijas y noticieros de la época, en blanco y negro, y con textos profundamente reflexivos sobre la brutalidad de la guerra.
En 1959 realizó su primer largometraje, Hiroshima, mon amour, con el cual hizo el ingreso al grupo de los grandes directores. Durante estos años, se vivía la efervescencia de la Nouvelle vague, pero Resnais no militó dentro del movimiento, aunque sí mantuvo relaciones muy cercanas con varios de los directores que lo conformaban. Estuvo más vinculado directamente con la Rive Gauche (movimiento cinematográfico muy cercano a las vanguardias literarias, que se preocupó por realizar un cine más elaborado que el de sus colegas de la Nouvelle vague), junto a Jean Cayrol, Alain Robbe-Grillet, Chris Marker, Marguerite Duras, Agnés Vardá, entre otros.
A partir de los años sesenta, su obra empezó a consolidarse y a generar diversos acercamientos desde la óptica teórica, los cuales siguen produciendo interesantes análisis y estudios. Filmes como El año pasado en Marienbad (1961), Muriel (1963), La guerra ha terminado (1966), Providence (1977), El amor ha muerto (1984), Mélo (1986), Smoking no smoking (1993), Nosotros conocemos la canción (1997) y Corazones (2006), sin duda, ocupan un destacado lugar en la cinematografía universal.
Entre las características principales del cine de Resnais, tenemos: preocupación especial por la elaboración de guiones bien estructurados, dándole preeminencia a la belleza literaria; cuidadosa selección de escenarios; perfeccionismo en los diversos procesos de la producción; uso del montaje visual y sonoro como elemento fundamental para la construcción de imágenes-pensamiento. Lo “cerrado” del montaje consigue abrirse a múltiples interpretaciones, pues utiliza algunos discursos cinematográficos en función del montaje. El eje central sobre el que se articula su obra es la memoria y el tiempo. Además, exalta y revalora el mundo “imaginario”.
Hiroshima, mon amour. El tiempo real fracturado por el tempo cinematográfico
“Los siete brazos del delta del estuario del río Ota se vacían y se llenan a la hora habitual. Precisamente a la hora habitual, de un agua fresca y venenosa, gris o azul, según la hora y las estaciones”.
Fragmento del filme Hiroshima, mon amour
La película partió de un proyecto con el cual se pretendía realizar un documental sobre los desastres causados por la bomba atómica, en el que Resnais duró tres meses sin conseguir un avance notorio. Luego de expresarle su preocupación al productor por la dificultad para llevar a cabo la idea, acordaron darle un viraje hacia una historia de ficción, tratando de vincular a una mujer que aportara su visión de la experiencia en el Japón. Fue así como Resnais invitó a Marguerite Duras para que escribiera el guión, el cual tuvo listo en dos meses, y con la adición de los perfiles psicológicos y sociales de los personajes. El guión respondía a los requerimientos del director: una historia de amor con presencia de la agonía por la bomba atómica pero sin que los protagonistas participaran de la acción, sino que fueran, apenas, testigos de ella. Duras le imprimió al guión un estilo literario basado en la musicalidad de las articulaciones lingüísticas, el cual serviría notoriamente para la composición de la banda sonora que adelantó Giovanni Fusco, una vez terminado el montaje.
Resulta curioso que, algunos de quienes colaboraron con Resnais en la construcción de guiones, luego desarrollaron su propia carrera como directores. Es el caso de la misma Marguerite Duras, Alain Robbe-Grillet, Jorge Semprún y Jean Cayrol. Al parecer, la intensidad y el cuidadoso proceso de creación fílmica desarrollado por Resnais, en el que la literatura delineaba con solvencia los ritmos y las tensiones, les marcó el destino para que llegaran a la realización cinematográfica. Sin embargo, el mismo Resnais no se consideraba como director: “No me considero en absoluto un autor cinematográfico. Yo soy un metteur en escène”. Además afirmaba que cada uno de sus trabajos eran individualidades creativas que desarrollaba con una metodología común.
Retomando el filme, podemos decir, en principio, que la historia es sencilla: una actriz francesa que hace parte de un rodaje con fines pacifistas en Hiroshima, catorce años después del ataque con la bomba atómica, se encuentra con un arquitecto japonés y establece una relación de amante durante una noche. La intensidad afectiva que llegan a expresarse, les despierta una evocación de los días en que se vivió la catástrofe, cuando cada uno estaba distanciado del otro por miles de kilómetros.
Al desarrollar este argumento, Resnais logra configurar imágenes-pensamiento, pues los personajes son pensadores, seres del pensamiento. Cada frase que pronuncian está cargada de preocupaciones por indagar sobre la dinámica de la memoria que divaga en el tiempo. En todo el cine de Resnais nos sumergimos en el tiempo, en una memoria profunda del mundo que explora directamente el tiempo y que alcanza en el pasado lo que se sustrae al recuerdo. De esta forma, queda subordinada la imagen-recuerdo por la imagen-tiempo. El tiempo real es fracturado por el tempo cinematográfico. Los constantes travellings sirven para comprimir o dilatar el tiempo, tiempo que incide directamente en las categorías mentales. La historia de Hiroshima mon amour, transcurre siempre en presente, ya que las capas del pasado coexisten en el presente, y las capas del presente, a su vez, buscan lo que aún queda vivo del pasado – Las escenas de Nevers, no son más que imágenes mentales de la protagonista –. En el filme, el raccord entre pasado y presente se establece a partir de una mano – hay un encadenamiento de la mano del amante japonés con la mano del amante alemán, muerto en Nevers, el mismo día de la explosión en Hiroshima –.
La dialéctica entre el pasado y el presente también está delineada por el espacio y la duración. Las dos ciudades (Hiroshima y Nevers) se funden permanentemente y adquieren autonomía como seres vivos – al final, cada uno terminará llamándose con el nombre de cada ciudad –. Para ella, Hiroshima representa el final de la guerra, el miedo, y luego la indiferencia. Para él, Nevers es un punto cualquiera en la geografía de Francia, mientras que a ella, Nevers le sigue remitiendo a la locura y a la rabia intensificada hasta el odio.
En este cine del cerebro que construye Resnais, los espacios son probabilísticos y topológicos, la duración es equivalente a la existencia y las sensaciones son como signos de la realidad, no como la realidad misma. Las ciudades están plenamente vinculadas, tienen relaciones fractales, están superpuestas. La transversalidad temporal junta dos espacios por medio de la memoria. Hiroshima y Nevers son puntos de referencia de dos culturas distantes pero próximas. Son espacios simbólicos que están unidos a la evolución psicológica de los personajes. Cada uno indaga el pasado del otro buscando elementos propios, mientras las imágenes fluyen por el interior de una habitación, el Museo de Hiroshima, las calles de la ciudad, y retornan al enclaustramiento de los cafés nocturnos y a las frías habitaciones de un hotel.
Resnais prescinde de las imágenes reales y hace una “puesta en escena” de los lugares afectados por la bomba (hospital, museo, plaza) para poder potencializar la intención psicológica y no detenerse en lo realista (en el sentido de mostrar los hechos que por sí mismos son elocuentes). La exterioridad que se apodera de los estados internos, es lo que logra mostrar el filme. Esa exterioridad tiene tres componentes simbólicos que, en el transcurso de la película, van interiorizando los protagonistas: los cuerpos entrelazados (el amor carnal); el río Ota (el tiempo que fluye de forma permanente); y Nevers (sitio donde se origina un amor que encontrará prolongación en otro ser).
Habíamos dicho que la participación de Duras en el guión, le había proporcionado un especial ritmo a la película – La escogencia que ella hace de Nevers como uno de los espacios centrales, se debió a la sonoridad de la palabra –. Para mostrar un poco de esa fluidez literaria, trascribimos un fragmento del guión original:
“Esta ciudad está hecha a la medida del amor. Tu estás hecho a la medida de mi cuerpo ¿Quién eres tu? Tú me matas. Estaba hambrienta de infidelidades, de adulterios, de mentiras y de morir. Desde siempre. Sabía que algún día te encontraría. Te esperaba tranquila, sin impaciencia. Devórame. Defórmame a tu imagen para que nadie jamás comprenda por qué te deseo tanto. Nos quedamos solos, mi amor. La noche no termina. El día no vendrá. Nunca más. Tú me matas. Tú me haces bien. Conscientes lloraremos el día que murió. Pasará el tiempo y el tiempo volverá. El tiempo de no recordar lo que nos unió. Poco a poco se borrará de nuestra memoria. Y luego desaparecerá para siempre”.
Finalmente, logramos corroborar que el recuerdo ha sido revivido pero para ayudar en el olvido. La protagonista le expresa a su amante japonés: “Así como usted, yo trato de olvidar ¿Por qué negar la necesidad de recordar?”. Se recurre a la ilusión que despierta el nuevo amor para liberarse del triste pasado amoroso. También, en uno de los diálogos finales, ella le dice al amante: “Te recordaré como símbolo del olvido del amor”.

Imágenes tomadas de la red, del director Alain Resnais y de los filmes: Hiroshima, mon amour y Noche y niebla.

11/26/2008

El Rey Lear de Kozintsev

Sin duda, el autor literario que más les ha generado inspiración a los directores de cine, ha sido William Shakespeare. Sus obras más conocidas (Macbeth, Otelo, Hamlet, Rey Lear, Romeo y Julieta, Julio César, Ricardo III, Enrique IV, El mercader de Venecia) han tenido numerosas versiones cinematográficas – por supuesto, algunas más acertadas que otras –, lo cual nos confirma que el análisis socio-literario de las pasiones humanas realizado por el escritor inglés, ha logrado trascender el tiempo y alcanzar una presencia dinámica en las demás expresiones artísticas. De los filmes inspirados en alguna de las obras de Shakespeare, el que más nos ha conmovido – aunque nos gustan varios – es El Rey Lear (1969) de Grigori Kozintsev, sobre el cual nos referiremos en esta ocasión.
Grigori Mikhailovich Kozintsev (Kiev 1905 – Leningrado 1973), inició sus estudios en el Gimnasio de Kiev, donde organizó el teatro experimental, Arlekin, hacia 1919. En 1920 se trasladó a Petrograd para iniciar sus estudios en la Academia de Artes. Posteriormente, junto con Sergei Yutkevich y Leonid Trauberg, crearon en 1921, el movimiento vanguardista, La Fábrica del Actor Excéntrico (FEKS), inspirados en las teorías teatrales de Meyerhold y en el activismo poético de Maiakovski. Desde ese momento, empezó su trabajo como escenógrafo en algunas obras teatrales, y en 1924, junto a Trauberg, realizó su debut cinematográfico con Las aventuras de Oktyabrina. Sus primeras obras se mantuvieron dentro de la órbita experimental, con algunos acercamientos al Expresionismo Alemán. De esa época son La Nueva Babilonia (1929) y Solamente (1931). Luego empezó un acercamiento a la realidad de su país, con la Trilogía de Máximo: La juventud (1935), El regreso (1937) y Al lado de Vyborg (1939), una historia sobre el prototipo de obrero revolucionario y combatiente ejemplar, que se buscaba encarnar luego de la Revolución Bolchevique. En 1946, tras la realización de La gente simple, terminó su trabajo junto a Trauberg, con quien hizo doce películas.
Los mayores logros que alcanzó Kozintsev, fueron producto de sus adaptaciones de algunos clásicos literarios occidentales: Don Quijote (1957), Hamlet (1963) y El Rey Lear (1969). En estos trabajos combinó algunos elementos experimentales de su producción silente con elementos formales de la tradición cinematográfica soviética, para construir soberbias piezas fílmicas.

Kozintsev fue señalado como el artista de los pueblos de la URSS y recibió el premio Lenin en 1965. Sus restos reposan en la Necrópolis de los Maestros del Arte en el convento Aleksandr Nevsky de Leningrado.
De la adaptación a la transposición
Por fortuna, la disputa, tantas veces abordada, sobre la “deformación” de los originales, que conllevaría una adaptación literaria al cine, y lo que más ha estado fuera de lugar, la valoración (en términos de superior o inferior) respecto de las dos versiones del relato, cada vez es menos tenida en cuenta, al punto, que podríamos considerarla ya casi extinguida en los análisis recientes sobre éstas prácticas artísticas.
A la luz de las teorías modernas sobre la literatura y el cine, la preocupación, cada vez es en menor grado, sobre la dependencia de una u otra propuesta, y por consiguiente, sobre la originalidad de las mismas. Sin embargo, para entender cómo es que hemos llegado a las actuales relaciones armoniosas, no deja de ser interesante conocer el proceso de las relaciones conflictivas que sostuvieron los teóricos literarios con los cineastas. Son varios los estudios que nos informan sobre esta persistente lucha, iniciada desde el aparecimiento del cine, agudizada en los años veinte con las diversas vanguardias y reorientada, de forma determinante, en los años sesenta con los aportes de teóricos como André Bazin, Christian Metz, Roland Barthes, P.P. Pasolini, Yuri Lotman, entre otros.
Luego del giro que propició Bazin – al poner en duda el falso dilema de la legitimidad moral de las adaptaciones para establecer una “equivalencia integral” entre los textos fílmicos y escritos – se podía mantener la fidelidad a la obra original o se podían hacer variaciones para encontrarle una mayor unidad al filme, sin que alguna de las dos posiciones fuera problemática. Teniendo en cuenta lo anterior, Bazin concluiría que “adaptar, por fin, no es traicionar, sino respetar”.

Con anterioridad (hacia la década del treinta), el cine había adoptado el “Modelo de Representación Institucional”, asimilando varios elementos de la narrativa literaria decimonónica – lo cual según el análisis de Deleuze, equivaldría al desarrollo de la Imagen-acción –. Aquel postulado, precisamente, empezó a entrar en crisis luego de los análisis de Bazin, que se extendieron a disciplinas como la semiología y la lingüística, con Metz y Pasolini a la cabeza, quienes retomaron varias de las preocupaciones de los formalistas rusos.
Respecto de la tradición de análisis, una de las tendencias metodológicas que más se ha afianzado, es el estudio comparativo de las obras individuales (literaria y cinematográfica), teniendo en cuenta que, tanto la novela como el cine son artes del relato – exceptuando los filmes no narrativos –, cuyos puntos de encuentro nos permiten homogeneizar algunos elementos a la hora de hacer los respectivos acercamientos. El término más aceptado hoy día por los analistas, es el de transposición, al considerar el paso de una expresión a otra. La transposición implica el paso de elementos formales de un sistema semiótico a otro, susceptibles de ser confrontados en una relación de equivalencia. Según el discurso narratológico, lo más importante que debemos indagar es sobre el cómo se cuenta la historia, no sobre la historia en sí misma, pues en ese “modo” de contar, es donde aparecen los puntos de semejanza y de diferencia, que nos permiten ahondar en el estudio comparativo.
Del formalismo a la poética
“Un filme no es un hecho natural y dista mucho de ser vida fotografiada” (José-Carlos Mainer)
Para empezar a adentrarnos en la versión que, de El Rey Lear realiza Kozintsev, es importante remontarnos al entorno cultural de los años veinte, cuando el director empezaba su trabajo, ya que varios de los elementos que logra conjugar en su última obra cinematográfica, provienen de esas intensas discusiones sobre los alcances del cine como expresión artística que buscaba el afianzamiento de sus experiencias. Por esos años, en la URSS aparecieron escritos teóricos del grupo de los formalistas, que enfatizaban en el estudio del cine, tales como, La literatura y el cine (1923) de Sklovski y, La Literatura y el film (1926) de Eichenbaum. Con estos estudios se pretendía darle al cine el carácter de lenguaje, para, de esa forma, definirle unos códigos propios y una metodología de análisis.
Desde la FEKS (Fábrica del Actor Excéntrico) – que constituía la vanguardia teatral y cinematográfica del momento – Kozintsev tuvo un gran conocimiento de los postulados formalistas, debido a la amistad que sostuvo con Tinianov. Fue así como, luego del enriquecedor intercambio, logró asimilar el material formalista y transformó la teoría en una auténtica poética – algo similar a la diferenciación que hacía Tinianov entre la lengua práctica y la lengua poética o literaria –. De esta forma, el cine encontraba un sendero abierto para explorar algo más que la representación directa de la realidad. Para Eichenbaum, la percepción fílmica suponía, más que el reconocimiento de lo representado, la exigencia de una interpretación: “para poder estudiar las leyes del cine (y, sobre todo, del montaje) debe reconocerse que la recepción y la comprensión del filme están indisolublemente unidas a la formación de un discurso interior que se conecta con los distintos planos entre sí”. Sin duda, lo que Kozintsev logra en la transposición que hace de El Rey Lear, es afianzar la dimensión poética, que nos sugiere una tragedia dinámica, abierta y que trasciende el tiempo lineal.
Desde la primera secuencia (en la cual unos vagabundos, con los pies descalzos, harapientos y visiblemente agotados, se desplazan lentamente, sin rumbo fijo, en medio de un escarpado territorio) se nos introduce en una atmósfera densa, acentuada por el blanco y negro, con una propensión hacia las sombras. Algunos de estos desdichados apenas pueden arrastrarse en medio del polvo agitado por el furioso viento, bajo el abrigo de un cielo gris. El perturbador escenario se nos vuelve más agreste con el desgarrador sonido de una flauta que completa una potente voz masculina. Este preámbulo que adiciona Kozintsev en el relato fílmico, evidentemente, tiene una carga poética que nos conduce por los abismos humanos, y sirve como presagio del desplazamiento y de la muerte. Sobre el viejo Rey Lear caerá el peso de la crueldad, el engaño y la locura. Poco a poco, asistimos a su transformación, desde el autoritarismo y egolatría inicial, pasando por la desnudez y la pérdida del juicio, hasta llegar al arrepentimiento y el descubrimiento de la bondad, pero cuando ya la suerte estaba echada en su contra.
Es curioso que Kozintsev no nos presente una corte con la opulencia característica a que estamos acostumbrados. Tanto el rey y su familia como los condes, duques y demás personajes, se caracterizan por la sobriedad. Además, cuando el rey padece el rechazo de sus hijas mayores y se convierte en un vagabundo más, logra conocer la realidad de su reino, en el cual abunda la pobreza, la aridez de los territorios y la sensación de desgano arraigada hasta en la densa atmósfera. Este elemento que logra la transposición fílmica, inscribe más allá de un tiempo determinado a la historia de Lear, la hace extra-histórica. Fácilmente podemos ver a través del reflejo de ese reino, una vivencia antigua o contemporánea, donde la desmesura que genera la ambición de poder se hace ilimitada. Esto confirma lo que anotábamos anteriormente sobre la importancia fundamental que tiene para el análisis narratológico, la concentración en el cómo se cuenta la historia.

La segunda parte marca el inicio de la renovación de Lear. La primera secuencia nos muestra al rey y su bufón en un campo abierto, sufriendo el azote de una fuerte tormenta. Lear, ahora, tras haber abandonado la nociva ceguera, se siente totalmente desnudo, desplazado, engañado e impotente; y ante esta fragilidad, lo único que prefiere es invocar el castigo divino para sus hijas y el abrazo de la muerte, luego de presentarle elocuentes reclamos a la existencia. Es muy notable la profundidad poética que alcanzan estas escenas: hay riqueza plástica en los planos, fuerza actoral intensificada, exaltada producción de sonido y belleza en los simbólicos textos.
Otro de los grandes aciertos en el filme es la actuación de Juri Jarvet en el papel de Lear. El actor encarna con solvencia y seguridad, los desplazamientos internos que sufre el personaje y los magnifica, llevando al espectador a una profunda conmoción. De igual manera, se destacan la actuación de Oleg Dal, en el papel de bufón, quien se convierte en una especie de alter ego del rey, invitándolo constantemente a reconocer la realidad que no quiere aceptar; asimismo, es notable el trabajo de Leonard Merlín, como Edgardo, quien realiza una dramática transformación, al pasar de la corte a los polvorientos caminos junto a los desarrapados, fingiendo estar poseído por numerosos espíritus malignos.
No podemos pasar por alto la colaboración de Dimitri Shostakóvich en la musicalización del filme, para el cual construyó una música incidental (que bien podría ser apreciada con independencia de las imágenes, pues tiene consistencia propia). Shostakóvich se había conocido con Kozintsev desde los años en que fue creada la FEKS. A partir de ese momento, trabajaron juntos en varios proyectos. La música (extradiegética) del filme, al no formar parte de la acción (narración) cumple una función más bien descriptiva en las diversas imágenes subjetivas que acompaña. Referente al discurso musical propio de la película, podemos decir que responde a concepciones analíticas – al establecer una concordancia rigurosa entre los motivos musicales y los efectos visuales –, contextuales – al servir para crear una atmósfera envolvente –, y dramáticas – al actuar sobre el universo de las emociones, logrando intensificarlas –.
Imágenes tomadas de la red, de Grigori Kozintsev y del filme El Rey Lear, del mismo director.

11/04/2008

Miradas del Nuevo Cine Latinoamericano

A partir de la última década del siglo XX, los países latinoamericanos con mayor tradición cinematográfica han logrado consolidar una producción de apreciable nivel estético, lo cual les ha permitido obtener un constante reconocimiento en diversos festivales del mundo y ha llevado a varios productores internacionales a dirigir la mirada hacia los proyectos que surgen en este territorio. Debido a que las experiencias en cada país tienen sus particularidades, a continuación haremos un breve recorrido por las más importantes, desde el inicio de la década del Noventa hasta los primeros cinco años del Nuevo Milenio.
El cine de las “historias mínimas”

Desde la década del noventa se empezó a hablar del “nuevo cine argentino”, el cual se caracteriza, principalmente, por la producción independiente y por una nueva orientación en las historias. Como precursor de este cambio se señala a Martín Rejtman, quien, en su ópera prima, Rapado (1991), introdujo nuevas experiencias en el manejo temático. Luego vinieron, Pizza, birra, faso (1998) de Bruno Stagnaro y Adrián Caetano; y, Mundo Grúa (1999) de Pablo Trapero. Ambas tienen en común el uso de actores desconocidos, el bajo presupuesto y la concentración en vivencias de personajes reales. A través de estos filmes vemos la situación de impotencia de los individuos, ante el desamparo social en un país en transición como Argentina. Podríamos pensar que con el cine se estaba buscando llevar la identidad nacional a un plano más alto. En los trabajos posteriores, encontramos historias de gente común, como el inmigrante retratado en, Bolivia (2001) de Adrián Caetano o como el policía que nos muestra la corrupción dentro de su estamento y nos cuestiona sobre la pérdida de la inocencia en, El Bonaerense (2002) de Pablo Trapero o como el joven preocupado por recuperar su vínculo familiar en, El abrazo partido (2004) de Daniel Burman. Son pequeñas historias que buscan mostrar una realidad y que, a la vez, pretenden reconstruirla desde las prácticas individuales.
Cuando nos referimos al “nuevo cine argentino”, no estamos afirmando que es un verdadero movimiento con intereses preestablecidos. Cada director maneja visiones y estéticas particulares, más bien austeras, sin claras posturas ideológicas y sin complejidades conceptuales. Es el caso de Lucrecia Martel, quien consiguió con su primer trabajo, La ciénaga (1999), el premio a mejor ópera prima en el Festival de Berlín. En este filme, el espacio toma una inusual trascendencia en los intereses temáticos, logrando desnudar profundidades psicológicas. En su posterior película, La niña santa (2004), mezcla misticismo con erotismo para plantear un discurso en torno a la responsabilidad individual y al afianzamiento de la voluntad.

Otro director que ha alcanzado éxito internacional es Carlos Sorín con su obra, Historias mínimas (2002). En ella realiza una especie de “documental falso” que le permite ahondar en la complejidad de las cosas sencillas a través de tres historias que se cruzan en el desierto de La Patagonia.
En el 2005, nos sorprendió Fernando Solanas con, Memoria del saqueo, en la cual logró recuperar una historia real que sirve como punto fundamental para el análisis socio-político actual pero tomando distancia de anteriores posturas que denunciaban los procesos político-militares. Solanas anotaba: “yo solo quería dar mi visión de la historia”.

En los años 2004 y 2005, la producción de películas en Argentina superó el promedio regular de 60 anuales.

El cine como “actividad estratégica”

El nuevo cine brasileño muestra un interés especial por dar a conocer el abismo social de las zonas marginales en las grandes ciudades. Basándose en hechos reales, se han creado historias de ficción, las cuales, por momentos, dan la impresión de ser documentales.

Ciudad de Dios (2002) de Fernando Meirelles ha sido el gran fenómeno cinematográfico en la producción de comienzos de siglo en el Brasil. El manejo temático (que tanto ha gustado por fuera del país) ha despertado grandes críticas entre un amplio sector de los analistas locales, quienes sostienen que el filme descontextualiza el problema social. La historiadora Ivana Bentes dice que “de la estética del hambre se pasó a la cosmética del hambre… Ahora tratan más bien de maquillar la realidad del país para generar impacto internacional”. Esta polémica posición sugiere que los nuevos directores, en su mayoría provenientes de la publicidad, no tienen conciencia de la posibilidad revolucionaria que supone el trabajo cinematográfico, como sí la tuvieron los creadores del Cinema Novo. Sin embargo, otros analistas ven con buenos ojos el interés de los nuevos creadores por reflejar el rostro de un país con múltiples dificultades. Según aquellos, resultan válidos los actuales manejos conceptuales, aunque advierten que no es conveniente mantenerse siempre con los mismos discursos.

Otros destacados filmes que han seguido temáticas similares son: Yo, tu, ellos (2000) de Andrucha Waddington, Bicho de siete cabezas (2000) de Laís Bodanzki, Lavoura arcaica (2002) de Luiz Fernando Carvalho, Carandiru (2003) de Héctor Babenco y Madame Sata (2003) de Karim Aïnous.
Actualmente existe un importante apoyo estatal debido a la concepción que tiene del mundo audiovisual, el presidente Lula Da Silva, para quien el cine es “una actividad estratégica de la nación”. Como consecuencia de ello, se ha despertado el interés por la conservación de los acervos fílmicos, por la formación de docentes especializados en la materia y por la promoción de los nuevos directores. El promedio de producción desde finales de los noventa es de 40 películas al año.
“Por que también somos lo que hemos perdido” (1)

El cine mexicano en la década de los noventa desapareció como industria pero revivió en su exploración como práctica artística fundamental, lo que lo ha llevado a obtener un importante reconocimiento internacional desde finales del siglo XX. Después de 1997, la producción nacional decayó cuantitativamente (de cerca de 90 películas anuales que se producían a finales de los ochenta, se pasó a un promedio de 20 al año durante el periodo 1997-2004). No obstante, mientras el proceso industrial se derrumbaba, surgieron notables directores, guionistas, fotógrafos y actores, quienes iniciaron un periodo de transformación en la práctica cinematográfica. En ese mismo lapso se logró fortalecer el apoyo estatal a través del IMCINE, se afianzó la coproducción con otros países y se crearon productoras independientes con ideas renovadoras. Asimismo, se sancionaron nuevas leyes del cine, las cuales aún no ofrecen todos los mecanismos para que se haga realmente efectivo el incentivo por cuota de pantalla para los productores. Por ahora, los que se han estado beneficiando con las nuevas medidas son las cadenas de distribuidores y exhibidores que han aprovechado la situación para incrementar el costo de entrada a los teatros.
Lamentablemente, debido a las difíciles condiciones laborales en México, los artistas más destacados han tenido que emigrar a diversas latitudes, entre ellos destacamos a los directores Alejandro González, Alfonso Cuarón, Luis Mandoki y Guillermo del Toro; y a los actores Gael García Bernal, Diego Luna, Daniel Jiménez Cacho y Salma Hayek. Así las cosas, resulta muy aventurado pensar en un nuevo resurgimiento de la industria cinematográfica mexicana.
Entre los filmes que han logrado consolidar en el ámbito mundial a nuevos directores y actores, tenemos: Sexo, pudor y lágrimas (1998) de Antonio Serrano, Amores perros (1999) de Alejandro González, La ley de Herodes (2000) de Luis Estrada, Y tu mamá también (2001) de Alfonso Cuarón, El crimen del padre Amaro (2002) de Carlos Carrera y Temporada de patos (2004) de Fernando Eimbcke.
Lamentablemente, debido a las difíciles condiciones laborales en México, los artistas más destacados han tenido que emigrar a diversas latitudes, entre ellos destacamos a los directores Alejandro González, Alfonso Cuarón, Luis Mandoki y Guillermo del Toro; y a los actores Gael García Bernal, Diego Luna, Daniel Jiménez Cacho y Salma Hayek. Así las cosas, resulta muy aventurado pensar en un nuevo resurgimiento de la industria cinematográfica mexicana.

Un territorio donde “La vida es silbar”
En Cuba como en los demás países latinoamericanos, a partir de los años noventa se ha tenido que afrontar la dificultad del financiamiento para poder hacer realidad los proyectos cinematográficos. Ante esta situación, la coproducción se ha afianzado como la posibilidad más apropiada para mantener cierta regularidad en la producción. Tanto los equipos técnicos como artísticos de los filmes, han vivido un proceso angustioso, pues cada vez ven más distante el acceso al celuloide debido a su elevado costo. Esto ha llevado a que muchos realizadores hayan empezado a expresarse por medio del vídeo (especialmente, los egresados de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños).

El mayor éxito del cine cubano durante este periodo fue, Fresa y Chocolate (1993) de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabio; filme que obtuvo la nominación como Mejor Película Extranjera en los premios Oscar, y que le abrió al país, el sendero para ingresar en el mercado cinematográfico mundial. El segundo filme destacado durante los mismos años fue, La vida es silbar (1998) de Fernando Pérez, quien logró consagrarse desde ese momento como el director más importante de la isla.
Con la llegada del nuevo milenio también se hicieron más populares las nuevas tecnologías. El director Humberto Solás realizó en formato digital su largometraje Miel para Oshún (2001), el cual tuvo una gran aceptación y distribución en el ámbito internacional. Asimismo, recurriendo a otras exploraciones con el vídeo, también ha sido destacado el trabajo de Humberto Padrón, por su versatilidad estética y por su crítica a la realidad.
En el 2003, volvió Fernando Pérez con su película Suite Habana, trabajo bien logrado que oscila entre el argumental y el documental, con el cual conquistó varios reconocimientos internacionales.
El azaroso proceso del cine colombiano

Tratar de configurar la historia del cine colombiano resulta problemático debido a la fragmentación de sus procesos que han oscilado entre el azar y la incertidumbre.
El esfuerzo quijotesco de los realizadores en los años sesenta y setenta, logró cierto reconocimiento en el circuito latinoamericano pero no tuvo mucho eco a nivel mundial. Sin embargo, en esas décadas se empezaron a conformar importantes movimientos, como el de los documentalistas Marta Rodríguez, Jorge Silva y Carlos Álvarez; así como el desarrollado por el Grupo de Cali, encabezado por Carlos Mayolo, Luís Ospina y Andrés Caicedo. Estos referentes han sido muy importantes para las futuras generaciones, que han aprendido de ellos, el esfuerzo y la constancia.
La mayor dificultad que siempre ha encontrado el sector cinematográfico colombiano es la ausencia de una industria que promueva el desarrollo de nuestro cine. Lamentablemente, algunos intentos como el de la Compañía de Fomento Cinematográfico (FOCINE), que buscaba construir el cine nacional, fueron abortados cuando empezaban a tener éxito en sus primeros proyectos. La persistencia de algunos directores que siguieron apostándole a la creación fílmica durante los años ochenta, y la motivación de las nuevas generaciones que crecieron con la preponderancia del soporte audiovisual, incidieron favorablemente para que desde los años noventa se empezaran a fortalecer numerosas propuestas renovadoras.
En los primeros seis años del siglo XXI, el cine colombiano experimentó un crecimiento en diversos niveles, lo cual nos hace pensar en un futuro promisorio. La hipótesis tantas veces planteada sobre el inminente despegue del cine nacional, pareciera haber encontrado en los recientes años un sustento real, aunque aún se siga a distancia considerable de los países que tienen una tradición cinematográfica consolidada.
Son varios los factores que han propiciado el reciente crecimiento del cine nacional. Por un lado, la apertura y consolidación de escuelas de formación junto a la proliferación de seminarios y talleres sobre diversos temas del universo cinematográfico, organizados por cine clubes y salas alternativas. Asimismo, el aumento del número de festivales, muestras y encuentros, han permitido conocer el devenir de otras cinematografías, algunas de las cuales viven procesos similares al nuestro. De igual manera, el interés de los distribuidores en adquirir filmes premiados recientemente en los mejores festivales, ha logrado colmar las exigencias del público que cada vez está más capacitado y por lo tanto es más exigente. Y la aprobación de la Ley 814 de 2003, por la cual se dictan normas para el fomento de la actividad cinematográfica en Colombia, que estableció contribuciones parafiscales a través de la Cuota para el Desarrollo Cinematográfico, ha permitido garantizar una estabilidad a las producciones nacionales.

Con este nuevo panorama, varios filmes han obtenido logros importantes a nivel local e internacional, de los cuales destacamos los siguientes: Malamor (2004) de Jorge Echeverry, una experiencia en la que se retoman situaciones del universo literario para vincularlas con el fenómeno de la adicción a la heroína, logrando integrar de manera poética los elementos fílmicos; Sumas y restas (2004) de Víctor Gaviria, la cual hace un retrato de la ilegalidad propiciada por el narcotráfico, que desde los años ochenta permeó la sociedad colombiana en su afán de conseguir dinero de la forma más fácil; El rey (2005) de Antonio Dorado, una interesante y seria historia de ficción que se remonta a los inicios del narcotráfico en la región occidental del país, con una sobresaliente actuación de Fernando Solórzano en el rol protagónico; La sombra del caminante (2005) de Ciro Guerra, filme que hace de la forma una posibilidad poética e ingresa en la estructura narrativa extraños elementos metafóricos que se van desarrollando de manera envolvente y con inesperada fuerza; La historia del baúl rosado (2005) de Libia Stella Gómez, trabajo que retoma un hecho judicial ocurrido en la década del cuarenta, para construir un sencillo pero bien estructurado guión que logra desarrollarse con una magnífica ambientación de época; Soñar no cuesta nada (2006) de Rodrigo Triana, la cual recrea un acontecimiento reciente de la política nacional en el que se vieron involucrados miembros de la fuerza pública, alcanzando una acertada caracterización de los personajes que van sufriendo una radical transformación en sus perfiles psicológicos; Karmma, el peso de tus actos (2006) de Orlando Pardo, una ambiciosa y bien lograda producción dedicada a mostrar las vivencias de algunas redes delincuenciales que les venden secuestrados a los grupos subversivos; El colombian dream (2006) de Felipe Aljure, sin duda, la película más arriesgada en su propuesta estética, debido al vertiginoso manejo del soporte videográfico, utilizado para acentuar la irónica narración sobre situaciones contemporáneas colombianas; Cuando rompen las olas (2006) de Riccardo Gabrielli, un filme diferente en cuanto a la temática, que logra conmover con una historia sencilla desarrollada en hermosos parajes de la geografía nacional; Al final del espectro (2006) de Juan Felipe Orozco, una de las pocas incursiones en el cine de suspenso, con aciertos en el montaje y en la construcción de atmósferas.

El cine colombiano no ha estado ajeno a la afianzada práctica de las coproducciones en los países latinoamericanos. Esto le ha permitido adelantar exitosos proyectos como, María llena eres de gracia (2004) de Joshua Marston, dolorosa reconstrucción de las vivencias que afrontan algunas jóvenes en su intento de llevar drogas dentro de su propio cuerpo para el comercio en otros países; y como Rosario Tijeras (2005) de Emilio Maillé, construida a partir de la novela homónima de Jorge Franco y centrada en historias de narcotráfico, asesinato y venganzas al interior de organizaciones criminales.
Todas estas producciones han participado en importantes festivales y obtenido representativos premios, siendo los más destacados: Premio Cine en Construcción (Festival de San Sebastián 2003) para La Sombra del Caminante; Premio a Mejor Actriz (Oso de Plata) para Catalina Sandino (Festival de Berlín 2004) por su actuación en María llena eres de gracia; Premio a Mejor película (Festival de Cartagena 2005) para Sumas y Restas; Premio a Mejor Película Colombiana (Festival de Cartagena 2006) para Rosario Tijeras.
Finalmente, es importante resaltar que en el 2006 el cine colombiano obtuvo la mayor participación de taquilla en toda su historia, debido a la numerosa asistencia de espectadores a las salas, con un total de 20.219.614, de los cuales, 2. 469.996, vieron filmes nacionales (2).
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Notas

(1) Fragmento del filme Amores perros

(2) Pantalla Colombia (Boletín Digital de PROIMAGENES en movimiento) No. 290, 16 de febrero de 2007
Imágenes tomadas de la red, de los siguientes filmes: Historias mínimas, La ciénaga, Memoria del saqueo, Ciudad de Dios, Carandiru, Amores perros, Temporada de patos, Fresa y chocolate, La vida es silbar, El rey, La sombra del caminante y El colombian dream.

9/22/2008

Cine del Sur 2 -- de 1950 a 1990



“Una cámara en la mano y una idea en la cabeza”


“Las imágenes no tienen necesidad de traducción y las palabras de izquierdas no salvan las imágenes de derechas”.
Glauber Rocha (Declaraciones de principios del “Cinema Novo”) (1)



Desde finales de la década de 1950, el territorio del sur se vio impulsado por aires renovadores en diversos aspectos políticos, sociales y culturales. La visión reducida frente a la necesidad del cambio (que hasta esos momentos había sido predominante) empezó a ponerse en duda, razón por la cual, se buscó propiciar algunos espacios para que el devenir de aquellos territorios adquiriera una dimensión dinámica, tal como ya se presentaba en las grandes ciudades europeas. Estas intenciones, sólo alcanzaron a fructificar en algunas experiencias, pero en la mayoría de los casos, se vieron rápidamente reprimidas por los sectores conservadores que se negaban a aceptar las nuevas propuestas organizativas. Como producto de aquello, se consolidaron varios regímenes autoritarios que provocaron la censura, la persecución, el exilio y la muerte de notables intelectuales comprometidos con las ideas utópicas de equidad, solidaridad, respeto, soberanía y fortalecimiento de los lazos de amistad entre los habitantes de este vasto territorio.
En este periodo, el cine fue asumido como mecanismo idóneo para desarrollar los proyectos que buscaban establecer otras formas de relaciones sociales. Fue así cómo, desde mediados de la década del cincuenta, se empezaron a establecer vínculos entre productores y directores latinoamericanos, y se hicieron los primeros intentos de organización de Festivales, tales como: el Festival bienal en Montevideo, organizado por la Corporación de Arte Sodre en 1958, en el cual se presentaron filmes de Argentina, Brasil, Bolivia y Perú (2); Festival de Mar del Plata en Argentina (primera versión realizada en 1959) (3); y el Primer Festival de Cine Documental Latinoamericano, en la ciudad de Mérida, Venezuela, en 1968 (4). Pero fue en Viña del Mar (Chile), donde se dio en 1967, el primer gran encuentro de cineastas latinoamericanos, convocados por el director del cine club de dicha ciudad, Aldo Francia, con el presupuesto de construir lo que luego denominaron como el nuevo cine latinoamericano. A partir de este Festival, la mirada de los realizadores se afianzó en la orientación hacia el fondo de las propuestas ideológicas y culturales que les sugería la realidad.
Para alcanzar las intenciones que se querían plasmar en la pantalla, fueron varias las influencias que se acogieron. Por un lado, el neorrealismo italiano (que mostraba la pobreza y desolación de la posguerra en aquel país) influyó de forma predominante sobre los cineastas latinoamericanos, quienes también veían en sus países, situaciones de atrasos, de economías precarias, de desequilibrios sociales y de padecimientos de hambre. Por lo tanto, empezaron a concebir el cine como un instrumento que debería transformar esas situaciones. El arte tendría que estar vinculado con la vida para mejorarla, y la creación fílmica, sería la expresión idónea para desnudar la realidad. Asimismo, se adoptaron influencias de expresiones renovadoras que provenían de otros movimientos cinematográficos como la Nouvelle Vague y el Free Cinema. También se acogió el avance que se daba en otras expresiones del saber cómo el teatro, la poesía y la filosofía.
Las búsquedas que se generaron intentaban: reflejar una imagen propia que fuera a la vez aceptación de la diversidad cultural; romper con la mentalidad pequeño burguesa que no había logrado desprenderse de la visión colonial; actuar como alternativa contra la hegemónica propuesta técnica y narrativa que ofrecía la escuela norteamericana y con el dominio en el manejo de la distribución y exhibición por trasnacionales de idéntica procedencia; y, recorrer el territorio “con una cámara en la mano y una idea en la cabeza”, pues el cine era el medio para cambiar el mundo.
Más adelante, estos sueños se frustraron con la llegada de los gobiernos militares. Desde esos momentos, se desencadenó una persecución contra los cineastas, por su compromiso político, ideológico, cultural y estético en contra de toda expresión represiva y preservadora del colonialismo en su nueva versión. Gran parte de los realizadores, tuvieron que continuar su creación desde el exilio.
Posteriormente, ante la caída de aquellos gobiernos dictatoriales, se logró el retorno de algunos directores, quienes continuaron tejiendo lazos de comunicación y de apoyo cultural. Lamentablemente, algunos volvieron con los sueños transformados y olvidados.
Más adelante, aparecieron instituciones para la formación académica y técnica, y para la preservación de la memoria fílmica. También se consolidaron los festivales existentes y se crearon nuevos, dedicados a la promoción de películas nacionales. De igual manera, se logró un mayor apoyo por parte del Estado, a través de entidades que pusieron en funcionamiento las leyes del cine que habían sido condenadas al olvido.
Si bien es cierto que hay varios elementos comunes en el desarrollo de las cinematografías latinoamericanas, también hay situaciones particulares en los diversos territorios. Por ese motivo, haremos un recorrido general por los distintos procesos que tuvieron mayor trascendencia.


CUBA

Antes del proceso revolucionario ocurrido en 1959, Cuba se presentaba para los productores de Hollywood y de México como un interesante escenario en el cual era posible ubicar las historias y realizar los rodajes. Por su parte, la producción nacional no alcanzaba a tener mucha trascendencia, aunque ya se habían consolidado algunas estrellas actorales que rápidamente fueron llevadas a México.
Tres meses después del triunfo de la revolución socialista, se dio un paso importante para la conformación de un cine propio que llegaría a posicionarse como uno de los más importantes en Latinoamérica: el 24 de marzo de 1959, fue instalado el Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica (ICAIC), el cual tenía como propósito, crear e integrar la cinematografía nacional bajo unos presupuestos técnicos y conceptuales que sirvieran de apoyo para la nueva experiencia política.
Las primeras obras que se realizaron fueron documentales y algunos noticiarios. La figura más destacada como documentalista fue Santiago Álvarez, con sus trabajos: Now! (1965), Hanoi, martes 13 (1967) y 79 primaveras (1969). Este creador desarrolló su trabajo como autodidacta y logró implementar notables cambios en la tradicional estructura fílmica, especialmente en el manejo del sonido y de la edición.

A nivel argumental, se destacaron: Julio García Espinosa, con Las aventuras de Juan Quin Quin (1967), comedia que narra las aventuras de dicho personaje hasta que logra convertirse en un apasionado revolucionario; Humberto Solás, con Lucía (1968), en la cual, bajo un tono melodramático, confronta tres historias de mujeres que reflejan experiencias reales de los habitantes locales; y Tomás Gutiérrez Alea, con La muerte de un burócrata (1966), sátira cómica contra la mecanización de la burocracia, Memorias del subdesarrollo (1968), una visión crítica de la realidad, en la que el protagonista refleja diversos deseos que acompañan a una sociedad en proceso de cambio, y La última cena (1976), reflexión sobre la esclavitud, cuyo fondo es el discurso religioso cristiano fortalecido por el afrocubano.

Los cineastas se plantearon debates en torno a la forma y a la temática que desarrollaban en sus producciones, teniendo como fundamento y aspiración: apoyar y reflejar el proceso revolucionario pero sin renunciar a la constante renovación estética que permitiera romper con la “forma clásica”, y experimentar con nuevas propuestas, en las cuales, el propósito conceptual fuera mostrar el proceso cultural de los habitantes de la isla.


Un trabajo también destacado, ya en los años ochenta, fue el desarrollado por Juan Padrón, quien, con su largometraje animado Vampiros en la Habana (1985), ha marcado un punto de referencia para los estudiosos de aquel género; este director también realizó la serie Quinoscopios y la saga Elpidio Valdés.
Como primeros intentos educativos para crear una memoria fílmica a partir de los años sesenta, vale la pena resaltar: la fundación de la Cinemateca Cubana; el programa televisivo 24 cuadros por segundo; y la puesta en circulación de la revista Cine cubano.

De igual manera, en Cuba se realizaron algunos eventos trascendentales para el fortalecimiento del cine latinoamericano: se creó el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de la Habana en 1979, bajo la dirección de Alfredo Guevara, quien luego de muchas luchas, le dio inicio a este encuentro con las siguientes palabras “El festival es una realidad. Parecía un sueño y es una realidad”; se le dio vida a la Fundación para el Nuevo Cine Latinoamericano en 1985, bajo la dirección del Nóbel colombiano, Gabriel García Márquez; y se fundó la Escuela Internacional de Cine, Televisión y Vídeo de San Antonio de los Baños en 1987, espacio por el cual continúan circulando varios de los más renombrados directores latinoamericanos.


BRASIL

El intento renovador de la cultura brasileña, orientado desde las políticas gubernamentales en los años cincuenta, fue frustrado por la inoperancia de sus planteamientos y por el golpe militar de 1964. No obstante, en la cinematografía se presentaron cambios de trascendencia mundial con la experiencia del Cinema Novo desde los años sesenta. En los cine clubes, se organizaron una serie de debates académicos sobre la industria fílmica, tales como la I Convención Nacional de la Crítica Cinematográfica (1960), en la cual, Paulo Salles Gomes, como figura central, hizo énfasis sobre la importancia de tener conciencia respecto de la sujeción a referentes coloniales, y las condiciones de alineación y subdesarrollo en que se vivía. Esto, junto con los trastornos estéticos y políticos que se presentaban en muchos lugares de occidente, llevó a los cineastas a intentar plasmar “el rostro de Brasil en las pantallas”. Fue así como se dio inicio a una propuesta llamada el Cinema Novo, la cual buscaba, en primer lugar, bajar los costos de producción de los filmes renunciando a la grabación en estudios y dándole cabida a los actores naturales – elementos, evidentemente, adoptados del neorrealismo italiano y de la nueva ola francesa –. Más adelante, la discusión se centró entre la oposición del cine de autor con el cine industrial, sumada a la lucha por descentralizar el poderío de Río de Janeiro y Sao Paulo.
El documental Aruanda (1960) de Linduarte Noronha, orientó la mirada hacia el norte del país – lugar en el cual, la reforma agraria había suscitado notables problemáticas a nivel socio político –. Sin duda, este era el escenario propicio para ubicar la reflexión con el nuevo presupuesto de creación cinematográfica.

Este nuevo marco creativo tomó como líneas conceptuales: las denuncias de la visión colonial, del subdesarrollo y de la pobreza; y el compromiso a favor del cine de autor, de lo nacional y de lo popular. A nivel formal, se propugnó por el avance de una estética nacional para romper con la esquematización del cine norteamericano, dándosele cabida a la transmisión de la luz natural (sin filtros), al manejo de la cámara en mano y a la fluidez en la ejecución de los guiones.
Entre las obras más representativas de este periodo (mezcla de documentales y argumentales) tenemos: Vidas secas (1963) de Nelson Pereira dos Santos, una denuncia, con fondo humanista, de la explotación de los campesinos por parte de las autoridades en un desolado escenario; Los fusiles (1963) de Ruy Guerra, la cual nos muestra la lucha de unos campesinos en un periodo de sequía y la represión militar que desliga los intentos de apoyo; y Dios y el Diablo en la tierra del sol (1963) de Glauber Rocha – el más importante teórico del Cinema Novo –, en la cual, de una manera teatral y metafórica, se desnudan alienaciones, derivadas del hambre y del criterio religioso, que tienen un desenlace violento.

Más adelante, tuvo presencia un movimiento contrario al Cinema Novo: el Udigrudi; éste concebía a la periferia como el lugar donde se recicla la basura, de ahí su denominación de cine basura. Su primer éxito fue con El bandido de la luz roja (1968) de Rogelio Sganzerla y luego, con Bangue, bangue (1971) de Andrea Tonacci. Este movimiento no alcanzó a tener mucha trascendencia, sin embargo es importante tenerlo en cuenta por su tendencia experimental.
En los años setenta tuvieron fuerza las adaptaciones literarias, la más destacada de ellas fue Doña Flor y sus dos maridos (1976) de Bruno Barreto, la cual alcanzó una notable taquilla.
En los años ochenta se presentó un masivo cierre de teatros, práctica constante en todos los países latinoamericanos cómo resultado de la precaria situación económica por el excesivo endeudamiento con los Bancos trasnacionales, y cómo expresión del descuido a que son sometidas las actividades artísticas por parte de los diversos gobiernos. Esto hizo que se presentara una crisis en la producción nacional. Los filmes más destacados en estos años fueron: Pixote (1981) y El beso de la mujer araña (1985), ambos de Héctor Babenco.


MÉXICO

Luego del periodo brillante que vivió la cinematografía mexicana durante los años cuarenta, vinieron momentos de dificultad y decaimiento para esta importante industria (que había alcanzado altos niveles dentro de la economía del país). La falta de renovación temática y técnica en las producciones de los años cincuenta, fue la principal causa para que se produjera este descenso. Además, la presencia de la televisión desde inicios de la década, también le restó considerable audiencia a las salas de cine, las cuales se veían cada vez más vacías. Por otro lado, la burocratización de la industria cinematográfica y los problemas con los sindicatos de las productoras, llevaron al olvido la época de oro del cine mexicano.
Un hecho importante en estos años, fue la presencia del realizador español Luís Buñuel, quien comenzó una etapa esencial de su filmografía en el territorio azteca, con filmes como: Los olvidados (1950), una reflexión en torno al marginamiento y a la pobreza que refleja todo un continente y que desnuda la visión oficial del “Estado protector”; La ilusión viaja en tranvía (1953); Ensayo de un crimen (1955); Nazarín (1958); y El ángel exterminador (1962). Sin embargo, este director, quien se mantuvo distante de la producción oficial, no logró llamar la atención de los realizadores locales del momento.
Durante este periodo también tuvieron presencia los filmes sobre lucha libre que pasaron de la televisión al cine. La bestia magnífica (1952) de Chano Urueta, fue el primero de estos filmes, que luego se convirtieron en un género con gran aceptación popular.
Con la llegada de los años sesenta soplaron nuevos vientos. Los críticos empezaron a desmitificar las bondades del cine nacional y propugnaron por la apertura hacia otras experiencias: se creo el grupo Nuevo Cine, conformado por críticos y cineastas, quienes promovieron una producción independiente. Como resultado, vio la luz, En el balcón vacío (1961) de Jomi García Ascot, realizada con muy poco presupuesto y con algunas innovaciones técnicas. Desde los cine clubes se mantuvo al tanto de la producción europea y se propició el análisis del fenómeno fílmico. Fue así como, en 1963, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), fundó el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), primera escuela oficial de cine en México (5).
La década de 1970, con la llegada al gobierno de Luís Echavarría, trajo un resurgimiento para el cine, puesto que el audiovisual se implementó como herramienta para la formación y la comunicación. El gobierno, entonces, apoyó la creación fílmica con productoras estatales, con la creación de la Cineteca Nacional en 1974 y con el establecimiento de otra escuela de cine en 1975, el Centro de Capacitación Cinematográfica. Los resultados no tardaron en aparecer, pues se hizo un cine con riqueza estética, con visión industrial, con madurez y con expresión social. Filmes como El castillo de la pureza (1972) y El lugar sin límites (1977) de Arturo Ripstein, La pasión según Berenice (1975) de Jaime Hermosillo, Canoa (1975) de Felipe Cazals y Los albañiles (1976) de Jorge Fons, son una muestra de los importantes logros en esta época.

Pero el cambio de gobierno en 1976, volvió a dejar huérfana esta propuesta renovadora. En adelante, se crearon productoras privadas que quisieron recuperar la “época dorada” de los años cuarenta, las cuales no tuvieron mucho éxito. Además, la crisis económica del país, mantuvo relegado el apoyo para el cine hasta 1983, cuando se creo el Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE), el cual se encargaría de recuperar la importancia de la producción nacional.


ARGENTINA

La promulgación de la ley 12.999 del 14 de agosto de 1947, trajo un nuevo sistema jurídico para el cine argentino. Esta estableció la regularidad con que debían programarse las películas nacionales en las diferentes salas, tanto de la capital como de la provincia; definió los porcentajes a pagar por parte de los exhibidores en favor de los productores y distribuidores; y fijó las respectivas sanciones en caso de incumplimiento (6). Pero a pesar de la protección del Estado, la industria cinematográfica en los años cincuenta experimentó una crisis, reflejada en el cierre de varios estudios.
Los realizadores que mantuvieron un alto nivel estético y crítico, y que marcaron el rompimiento con la narrativa clásica, fueron: Leopoldo Torre Nilsson, con filmes como Días de odio (1954), realizada a partir de un cuento de Borges, El protegido (1956), una crítica social con un leve fondo romántico, La casa del ángel (1957), El secuestrador (1958) y La mano en la trampa (1962); Fernando Ayala, quien realizó Ayer fue primavera (1955), una comedia intimista y romántica que empieza a establecer rupturas con la narración clásica, Los tallos amargos (1956), la cual se concentra en el mundo interior de un criminal, y desarrolla una propuesta innovadora a nivel tecnológico, con la vinculación musical de Astor Piazzolla, y El jefe (1958), realizada junto con Héctor Olivera, su socio en la productora Aries Cinematográfica; y Mario Soficci, director de Rosaura a las 10 (1958), filme precedente de las propuestas de autor, que irrumpe con un nuevo manejo del tiempo.
En 1957, se creó el Instituto Nacional de Cinematografía, el cual empezaría a prestar un apoyo importante para la producción nacional.
Con la llegada de los años sesenta, analistas y críticos que habían conformado varios cineclubes, se propusieron la tarea de realizar sus propios filmes, tomando como base las ideas provenientes de las nuevas experiencias europeas. De éstos trabajos podemos destacar: Alias Gardelito (1961) de Laútaro Murúa, La cifra impar (1961) de Manuel Antín, Los jóvenes viejos (1962) de Rodolfo Kuhn, y Dar la cara (1964) de José Martínez Suárez.
Por su parte, en la ciudad de Santa Fe, Fernando Birri desarrolló una experiencia que sirvió de base para el “nuevo cine latinoamericano”. A través de ella se propuso realizar una adaptación del neorrealismo al contexto de América Latina, hacer énfasis en la creación del cine popular nacional y fortalecer el manejo local de la distribución y la exhibición. De sus trabajos en esa época son importantes: Tire die (1958), Los inundados (1961) y La pampa gringa (1963).
Luego, a raíz del golpe militar de 1966, se abrió un nuevo ciclo para la cinematografía argentina. Los realizadores que se comprometieron activamente en contra del régimen represivo, propiciaron reflexiones en torno a lo nacional, lo popular y el tercer mundo. La hora de los hornos (1966-68) de Fernando Solanas y Octavio Getino (miembros del grupo Cine Liberación) se constituyó en una obra fundamental para el propósito de vincular el cine con el cambio político. En éste trabajo hay innovación estilística, mezcla entre documental y ficción, y un claro compromiso con la renovación social. Tras proyectar clandestinamente la película, los directores escribieron un ensayo, en el cual presentaron los planteamientos para un “tercer cine” que se preocupara por alcanzar la descolonización cultural, y que buscara ir más allá del cine de Hollywood y del cine de autor.

Con planteamientos similares, el grupo Cine de la Base, cuyo principal realizador era Raymundo Gleyzer, acogió un planteamiento socialista y realizó filmes como México: la revolución congelada (1970) y Los traidores (1973).

Después de 1973, el gobierno, nuevamente democrático, volvió a tener incidencia en el cine. A partir de ese momento se recrearon historias nacionalistas, entre ellas Patagonia rebelde (1974) de Héctor Olivera y Quebracho (1974) de Ricardo Wullicher.

Asimismo, se reflejaron las vivencias de la cultura popular gauchesca en los trabajos de Leonardo Favio, Juan Moreira (1973) y Nazareno cruz y el lobo (1975). Con anterioridad, Leonardo Favio había debutado con su magnífica ópera prima, Crónica de un niño solo (1964), en la cual hacía una profunda reflexión sobre la niñez desamparada.
El regreso de la dictadura militar en 1976 trajo, de nuevo, consecuencias negativas. Varios realizadores tuvieron que exiliarse (Solanas, Getino y Murúa); otros fueron desparecidos (Gleyzer y Walsh). En estos años el gobierno apoyó otro tipo de producciones para ocultar la realidad de sus acciones, básicamente, comedias y melodramas.
Luego de 1983, tras el derrumbe del gobierno de facto, se renovó la producción y aparecieron filmes de diversas temáticas. Camila (1984) de María Luisa Bemberg y La historia oficial (1985) de Luís Puenzo, sirvieron para que todo un país se viera ante el espejo y confirmara algunos hechos de su dolorosa historia: la represión, el mundo ocultado, el sentimiento que lucha contra la radicalización, el cambio que parecía a la vuelta y el camino del sacrificio. También se revivieron las historias de los desaparecidos en La noche de los lápices (1986) de Héctor Olivera, y se recordó el exilio con todas sus implicaciones en Tangos, el exilio de Gardel (1985) y Sur (1988) de Fernando Solanas. Por otro lado, apareció un cine cargado de contenidos poético-simbólicos con los trabajos de Eliseo Subiela, Un hombre mirando al sudeste (1986) y Últimas imágenes del naufragio (1989).

CHILE

Tomando como referencia el trabajo adelantado por Fernando Birri en Santa fe (Argentina) el documentalista chileno Sergio Bravo, impulsó la creación del Centro para el Cine Experimental, como extensión cultural de la Universidad de Chile en 1959. A partir de este momento, con el documental como primer presupuesto, se inició un nuevo periodo en la cinematografía austral que, vinculó a luchadores culturales de otras prácticas como los canta-autores Violeta Parra y Víctor Jara. Entre 1968 y 1969, se llegó a un periodo de madurez en los realizadores locales con los trabajos: Tres tristes tigres de Raúl Ruiz, filme crítico del formalismo social y poco convencional en el manejo de la estructura narrativa; Caliche sangriento de Helvio Soto, que toma un tema histórico para mostrar el antagonismo frente a los imperios; El chacal de Nahueltoro de Miguel Littin, una aguda crítica al sistema demócrata cristiano del momento; y, Valparaíso mi amor de Aldo Francia, en la que se muestra la desprotección de la niñez en un país subdesarrollado.

Más adelante, bajo el gobierno de la “Unidad popular”, se le encargó a Miguel Littin el manejo de Chile Films, desde donde se proclamaría al cine como popular y revolucionario (7). Tras el golpe militar en 1973, Littin tuvo que exiliarse en Francia, y allí, realizaría la posproducción de La tierra prometida, film emblemático de la producción chilena. También tuvieron que exiliarse Helvio Soto y Raúl Ruiz, éste último, alcanzaría a rodar antes, dos importantes trabajos: Nadie dijo nada (1971) y El realismo socialista (1973). Desde el exilio, estos tres realizadores, continuaron su trabajo, cosechando varios éxitos.
Por su parte, Patricio Guzmán, realizó el documental La batalla de Chile (1975-79), película en tres partes exhibida durante esos años, en la que se muestran los años finales del gobierno de Allende. Guzmán, tuvo que salir del país por la presión política, pasó por Cuba, España y Francia, y desde el exilio, realizó En el nombre de Dios (1987), documental sobre el importante papel de la Iglesia Católica contra la dictadura en Chile.

COLOMBIA

En Colombia no se ha vivido la experiencia de tener una industria fílmica, razón por la cual, los cineastas han realizado acciones quijotescas para formarse, producir y competir, en un mercado invadido por realizaciones extranjeras. Además, el apoyo estatal, ha sido muy limitado, lo que ha hecho más difícil construir una cinematografía nacional. Sin embargo, los eventos de expresión a través de la imagen en movimiento nos presentan algunos logros importantes: hacia la década de 1960, el director español José María Arzuaga, tomando como sustento las experiencias del neorrealismo y de la nueva ola, intentó la plasmación de nuevas visiones conceptuales y estéticas, en sus trabajos Raíces de piedra y Pasado el meridiano (1963). Por su parte, el director nacional Julio Luzardo, con mayor acierto técnico, realizó un filme que se convertiría en uno de los más importantes para el proceso cinematográfico colombiano: El río de las tumbas (1963), en el que retrata la particular violencia que se vivió en los campos colombianos por la lucha entre partidos políticos.

Seguidamente, a partir de la reflexión antropológica y de la experiencia al lado de comunidades marginales, surgen dos experiencias: Marta Rodríguez y Jorge Silva realizan varios documentales como Planas: testimonio de un etnocidio (1970), Chircales (1972) --el trabajo más destacado, referente obligado para los documentalistas locales--, Campesinos (1975) y Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1981); así mismo, Carlos Álvarez, quien con una acción de compromiso político a favor del cambio social, daría a conocer el propósito del “nuevo cine latinoamericano” en Colombia, realizó trabajos, también documentales, entre los que se destacan: Asalto (1968) y ¿Qué es la democracia? (1971).
En los años setenta, surgen dos realizadores en la ciudad de Cali: Carlos Mayolo y Luis Ospina, quienes manejaron un tono crítico (con una simbología particular) frente a las otras producciones nacionales y frente a la realidad social. Sus trabajos Oiga vea (1971) y Agarrando pueblo (1977), son una muestra de ello. Más adelante, Mayolo realizaría Carne de tu carne (1983) y La mansión de Araucaima (1986).
En 1971, se creó la Cinemateca Distrital, en la ciudad de Bogotá DC, con el ánimo de divulgar el cine mundial, apoyar los trabajos audiovisuales, realizar una labor formativa y preservar la memoria fílmica, convirtiéndose en un punto de encuentro para todos los interesados en dicha materia.
La ley de sobre precio de las entradas a los cines, puesta en marcha en 1972, no logró su objetivo, y más bien, lo que propició fue el trabajo descuidado de quienes se sirvieron de ella. Hacia 1979, surge la Compañía de Fomento Cinematográfico (FOCINE), para apoyar y construir el cine nacional. Esta fue, la oportunidad para que se dieran a conocer los proyectos estancados de realizadores como Francisco Norden con su bien logrado trabajo, Cóndores no entierran todos los días (1983); y de Lisandro Duque, con sus obras, Visa Usa (1986) y Milagro en Roma (1988).

Algunos productores independientes buscaron incidir comercialmente, es el caso de Gustavo Nieto Roa, realizador de la comedia, El taxista millonario (1980) y de Ciro Durán, director del documental Gamín (1979).

Más adelante, en 1988, sería el debut de Sergio Cabrera, quien mejoraría las formas de producción presentes hasta el momento, con su trabajo, Técnicas de duelo .

VENEZUELA

La empresa Bolívar Films fundada en 1942 por Guillermo Villegas Blanco, fue el primer intento de organización industrial para la cinematografía venezolana, la cual tuvo hacía 1950, su primer gran éxito con La Balandra Isabel llegó esta tarde, de Carlos H. Christensen, premiada por su fotografía en el Festival de Cannes.
A finales de la década de 1950, dos trabajos se convirtieron en trascendentales para la historia fílmica de este país: Araya (1958) de Margot Benacerraf, un retrato de la realidad en las salinas, con delicado ritmo y exquisitez plástica, lo cual le permitió obtener el Premio Internacional de la Crítica en Cannes(1959), y que ha sido seleccionada entre los “clásicos” del cine latinoamericano; y, Caín adolescente (1959) de Román Chalbaud, en la que se retrata el brusco cambio cultural padecido por los inmigrantes campesinos en las ciudades.
Luego del Festival de Cine Documental en Mérida (1968), se crea el departamento de cine de la Universidad de los Andes, un apoyo importante para la formación y consolidación del cine nacional. En 1975, el Estado comenzó el apoyo para el cine argumental, con políticas de créditos y de regulación de la comercialización. Esta práctica vio sus frutos positivos en los filmes, Soy un delincuente (1976) de Clemente de la Cerda, El pez que fuma (1977) de Román Chalbaud, País portátil, de Iván Feo y Antonio Llerandi, y Bolívar sinfonía tropical (1980) de Diego Risquez.
En 1982, se creó el Fondo de Fomento Cinematográfico (FOCINE), que captó las bondades del auge económico por la industria petrolera y lo revirtió en apoyo para los cineastas. La producción aumentó su dinámica y se centró en temas de dramatismo urbano con notables éxitos como: La boda (1982) de Thaelman Urguelles; Orinoco, nuevo mundo (1984) y América: tierra incógnita (1988) de Diego Risquez; y, tal vez, el más logrado trabajo, Oriana (1985) de Fina Torres, que muestra un particular manejo del tiempo como elemento destacado.
BOLIVIA

Tras el triunfo del Movimiento Nacionalista Revolucionario en 1952, se presentó una renovación en la cultura boliviana. En lo referente al cine, nació el Instituto Cinematográfico Boliviano (ICB), bajo la dirección de Waldo Cerruto, para promover el desarrollo cinematográfico nacional.

Hacia 1954, el destacado escritor Óscar Soria se vinculó con el séptimo arte como guionista, labor que continuaría al lado de los más destacados cineastas durante largo tiempo. El más importante director en los años cincuenta fue Jorge Ruiz, su cortometraje Vuelve Sebastiana (1953), es notable por el estudio étnico que presenta sobre los indígenas Chipayas. Más adelante, realizaró con el apoyo del ICB, La vertiente (1956), primer trabajo sonoro boliviano. Luego, retornó al país Jorge Sanjinés --el director emblemático de Bolivia-- que había estado formándose en Chile, quien, al lado del escritor Soria, dio inicio a su magnífica producción. Revolución (1964), es su primer gran trabajo, llamado El Potemkin de Sanjinés (8), sobresaliente por su delicado montaje. En Ukamau (1966), el primer filme hablado en aymará, Sanjinés presenta una reflexión sobre el conflicto entre mestizos e indígenas, fiel reflejo de la lucha de clases. Seguidamente, realizó Yawar Malku (1968), una denuncia abierta de las actividades de los Cuerpos de Paz norteamericanos, que realizaban esterilización en las mujeres.
La llegada de los militares al poder, hizo que se disolviera el grupo productor de Sanjinés, y éste, tuvo que emigrar del país para luego renovar su propuesta conceptual desde el exilio.
En 1976, se creó la Cinemateca Boliviana para conservar el acervo fílmico. Entre tanto, los trabajos realizados durante los años setenta y ochenta, desafortunadamente, no alcanzaron el nivel de los de Sanjinés y Soria.
OTROS PAÍSES

En los restantes territorios de Latinoamérica, los procesos de creación cinematográfica fueron incipientes, y estuvieron más centrados en el documental, en algunos casos, para apoyar momentos y luchas políticas, como en los países de Centroamérica. En Ecuador y Perú, se realizaron documentales con fines didácticos y como exaltación de la cultura indígena. Por estos dos países, pasó el boliviano Jorge Sanjinés, quien rodaría en Ecuador, Fuera de aquí y en Perú, El enemigo principal.

El despegue del cine peruano, sucedió en los años ochenta, con directores como Francisco Lombardi y sus trabajos, Muerte de un magnate (1980) y La ciudad y los perros (1986). Por su parte, en Uruguay ocurrió algo bien particular: pues llegó a presentarse un movimiento interesante de cineclubes, festivales y críticas, pero alimentados por producciones extranjeras. Los más destacados realizadores locales fueron: Ugo Ulive con, Como el Uruguay no hay (1960); y Mario Handler, que realizó, Carlos: cine retrato de un caminante (1965), Me gustan los estudiantes (1968), El problema de la carne (1969) y Liber Arce (1970). Estos dos directores, también padecieron el exilio por cuestiones políticas, durante los regímenes militares.
En los años ochenta, con el fortalecimiento y apoyo de la Cinemateca Uruguaya, se logró la realización de Mataron a Venancio Flores (1982) de Juan Carlos Rodríguez.
Y, en Paraguay, fue casi inexistente la producción de cine durante estos años. Para resaltar tenemos: El pueblo (1969) de Carlos Saguier y Cerro Cora (1977), una expresión política del gobierno.
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Notas


1. Augusto M. Torres, Glauber Rocha y “cabezas cortadas”, Barcelona, editorial Anagrama, 1970, p. 19.
2. John King, El carrete mágico, Colombia, Tercer Mundo Editores, 1994 p. 145.
3. Historia del cine argentino, en página web: http://webs.satlink.com, Cinematec@, Buenos Aires, Argentina.
4. John King, op. cit., p. 308.
5. Maximiliano Maza, en Más de cien años de cine mexicano, página web: http://cinemexicano.mty.itesm.mx/, Maximiliano Maza, México, 1996.
6. Historia del cine argentino, en página web: http://webs.satlink.com, Cinematec@, Buenos Aires, Argentina.
7. John King, op. cit., p. 248.
8. Pedro Susz, en Centenario del cine en Bolivia, página web: www.bolivian.com/cine/, Cinemateca Boliviana, La Paz, Bolivia.

Imágenes tomadas de la red, de los siguientes directores y filmes: Glauber Rocha, Lucía, Memorias del subdesarrollo, Dios y el diablo en la tierra del sol, Doña Flor y sus dos maridos, Los olvidados, El lugar sin límites, Patagonia rebelde, Crónica de un niño solo, La batalla de Chile, Chircales, El taxista millonario, Araya, Ukamau y Muerte de un magnate.