10/23/2022

Deleuze lector de Pasolini

Reproduzco a continuación el texto que muy amablemente el filósofo Juan Guillermo Ramírez preparó para la presentación de mi libro Geografías del trueno, el cual presentamos el pasado 20 de octubre en la librería La valija de fuego.

Se trata de un texto "Nacido del trueno" (Juan G. Ramírez) y a partir de la conciencia de una materialidad intensa que atraviesa el libro, aunque no se concentre en las temáticas que aquel bosqueja, sino en las derivaciones de una experiencia y la posibilidad de remitirse a afinidades discursivas.



Deleuze lector de Pasolini

 

POR JUAN GUILLERMO RAMÍREZ

 

En 1945 Merleau-Ponty postula un acuerdo entre el cine y “la nueva psicología”. Por “cine” entiende aquellos films cuya “forma temporal” expresa la “conciencia arrojada al mundo” de los personajes, mientras relativiza el valor fenomenológico de la mirada-cámara y, correlativamente, de la imagen automática. Si la pintura ofrece un medio idóneo para una indagación genética de la percepción a partir de la “reflexión” en la tela del cuerpo intencional del artista que, “prestando su cuerpo al mundo, cambia el mundo en pintura”, la pantalla cinematográfica no tiene horizontes, es decir, no reflexiona en la imagen el punto de vista de un cuerpo como su condición fuera de campo. El film es como un doble de la nueva psicología, pero la imagen-cine (como la instantánea fotográfica, como el plano geométrico cartesiano), no es un fenómeno de percepción que sea objeto de la psicología por sí mismo. La razón es sencilla: la cámara no está en el mundo. Resume Gilles Deleuze: “Por más que el cine nos acerque o nos aleje de las cosas, y nos haga girar alrededor de ellas, él suprime el anclaje del sujeto tanto como el horizonte del mundo, hasta el punto de sustituir las condiciones de la percepción natural por un saber implícito y una intencionalidad segunda” (Deleuze). De ahí que este acercamiento fenomenológico al cine sea desde el punto de vista de la recepción del film y no desde la puesta en escena o producción de la imagen. Todavía más, recepción no debe entenderse aquí en términos perceptivos, al menos no directamente, sino como un acto de significación (intencionalidad segunda) que hunde sus raíces en una percepción primera: Cuando, en una película, la cámara se centra en un objeto al que se acerca para dárnoslo en primer plano, podemos recordar que se trata del cenicero o de la mano de un personaje, pero no la identificamos de manera efectiva. La pantalla no tiene, claro está, horizontes. Por el contrario, en la visión, apoyo mi mirada en un fragmento de paisaje, que se anima y despliega, cuando los demás objetos se sitúan al margen y empiezan a desdibujarse sin dejar de estar allí.

La expresión “la pantalla no tiene horizontes” implica una concepción del encuadre cinematográfico como un fragmento “cerrado”, espacial y temporalmente clausurado, tanto respecto al cuerpo vidente como al horizonte circundante. La condición del film es, como dice Deleuze, una “intencionalidad segunda” porque es la memoria de los planos anteriores y el suspense de los planos porvenir lo que completa la imagen, una imagen indirecta del tiempo, en el sentido de que el espectador lee la relación de los signos más de lo que ve (y se ve en) la composición material de los planos y su duración interna: Pudovkin tomó un día un primer plano de Mosjukin impasible y lo proyectó precedido primeramente por un plato de sopa, seguidamente de una joven muerta en su ataúd y finalmente de un niño jugando con un osito de peluche… y el público quedó maravillado por la variedad de sus expresiones, cuando en realidad el mismo plano había servido tres veces y era completamente inexpresivo. El sentido de una imagen depende pues de aquellas que la preceden en el film (Merleau-Ponty).

En consecuencia, Merleau-Ponty, que parte de los estudios de Lev Kulechov y la escuela soviética, postula la neutralidad semántica del plano y concibe la génesis del sentido cinematográfico en las convenciones del montaje. Se trata de otro discurso, una especie de confirmación salvaje de la moderna fenomenología, en tanto el espectador lee fenomenológicamente el film (a partir de su propio esquematismo sensorial y motriz). Por eso el montaje de planos objetivos (Mosjukin es visto) y subjetivos (lo que Mosjukin ve), puede ser traducido con facilidad al idioma fenomenológico: el montaje del cuerpo vidente-visible del personaje, como si estuviera en el mundo. La imagen pictórica, en cambio, no precisa contracampos para inscribirnos en lo visto como sujetos videntes. Y todo cuadro parece indicar, reflexivamente, desde dónde ha de ser mirado. Pone en juego el cuerpo propio del espectador. Nos mira. Pero la cámara está afuera del mundo. Y la imagen resultante, descentrada con respecto al cuerpo (el cambio de puntos de vista, la movilidad de los centros, la orientación de los encuadres, está dislocada con respecto a la posición del espectador en la silla). El cine no nos devuelve la vista: ¿no será esta, también, su grandeza?

El estilo indirecto libre como reflexión de la conciencia en la imagen. En discusión con Merleau-Ponty, Deleuze reclama para el cine una reflexividad específica, postulando una “conciencia-cámara” que ningún cuerpo puede encarnar: “la única conciencia cinematográfica no somos nosotros, los espectadores, ni el protagonista: es la cámara, a veces humana, a veces inhumana o sobrehumana” (Deleuze). Parte de una lectura de Pier Paolo Pasolini, que había adoptado el concepto de “subjetividad indirecta libre” para pensar el estatuto de la percepción cinematográfica alcanzado por el cine que denominaba “de poesía”: “transformaré por lo tanto momentáneamente la pregunta: ¿es posible en el cine una ‘lengua de poesía’?, en la pregunta: ¿es posible en el cine la técnica del discurso indirecto libre’?”, entendiendo por ello: “la inmersión del autor en el ánimo de su personaje y, por lo tanto, la adopción, por parte del autor, no sólo de la psicología de su personaje, sino también de su lengua” (Pasolini). El modelo de la literatura le permite trazar una analogía simplificadora: puede compararse la toma objetiva con un discurso indirecto (el punto de vista del narrador, exterior al conjunto narrado) y la toma subjetiva, con un discurso directo (el punto de vista del personaje, interior al conjunto narrado). Un plano “subjetivo indirecto libre” compone ambas miradas en un sistema heteróclito, que ya no permite distinguir tomas objetivas de subjetivas. Dice Deleuze: “la cámara desencadenada… ya no se contenta con seguir a los personajes, sino que se desplaza entre ellos… no se confunde con el personaje y tampoco está fuera de él: está con él. Es una suerte de Mitsein propiamente cinematográfico” (Deleuze). Así decía Pasolini de Michelangelo Antonioni: “Antonioni ha liberado el propio momento más real: ha podido finalmente representar el mundo visto con sus ojos, porque ha sustituido, en bloque, la visión del mundo de una enferma, por su propia visión delirante de esteticismo: sustitución en bloque justificada por la posible analogía de ambas visiones” (Pasolini).

Sabemos que en Pasolini las condiciones de aparición de un discurso indirecto libre en literatura se fundan en la riqueza polifónica que presenta una lengua, o, mejor dicho, siempre que en lugar de establecerse conforme a un ‘nivel medio’, se diferencie en lengua baja y culta. Y que Deleuze ha dicho que la literatura consiste en “crear una lengua extranjera dentro de la propia lengua”. De ahí la pregunta algo diabólica y, sin embargo, precisa: “¿Es esta la razón por la cual el cine moderno necesita tanto de los personajes neuróticos, como si estos hablaran el discurso indirecto libre o la ‘lengua baja’ del mundo actual?” (Deleuze). Podría agruparse, en efecto, el cine moderno según este criterio: la proliferación de miradas afectadas por una anomalía que modifica su percepción del mundo, pero que no se contrae en las subjetivas del personaje, como en el cine clásico, que siempre nos devuelve una objetiva normalizadora, sino que afecta en primer lugar el punto de vista de la narración tanto como la génesis del mundo narrado. En La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954), por ejemplo: ¿no es la ventana indiscreta por sí misma antes de que el personaje abra los ojos y actualice ese rasgo cualitativo? No obstante, la analogía con la lengua tiene su límite. La codificación del lenguaje cinematográfico no es a lo visible como la lengua a lo enunciable. Dice Pasolini: “el autor cinematográfico no posee un diccionario sino una posibilidad infinita: no toma sus signos (im-signos) del estuche, del bagaje: sino del caos, donde no son más que meras posibilidades” (Pasolini). En contraposición con el escritor, considera la operación cinematográfica de autor como doble: el cineasta debe establecer una mirada, como un estilo que no es la afectación singular de una lengua previamente codificada, por ejemplo, una lengua culta afectada por una lengua baja, sino, manteniendo el paralelismo, debe crear el diccionario que va afectar, esto es, establecer la lengua misma como operación de estilo, una “lengua escrita de la realidad”, que consiste ella misma en una anomalía más que en una koiné: “el lin-signo utilizado por el escritor ya ha sido elaborado por toda una historia gramatical popular y culta: mientras que el im-signo adoptado por el autor cinematográfico ha sido extraído idealmente un instante antes, por ningún otro que por él mismo del sordo caos de las cosas” (Pasolini). Quizá deba reverse esa máxima de sentido común según la cual el cine moderno de autor, del que se ocupa Pasolini en el texto comentado (Antonioni, Jean-Luc Godard, Glauber Rocha, entre otros) tenga su condición en el lenguaje previamente codificado del cine clásico. De la lectura de los textos de Deleuze, se sigue más bien que ambos cines (clásico y moderno) remiten (de diversa manera) al mismo sistema perceptivo, el de los esquemas sensorio-motrices que el cine clásico reproduce como la piel del mundo de los personajes que lo habitan y el cine moderno cuestiona, dislocando los nexos que organizan nuestra percepción cotidiana del mundo. Y, sin embargo, mientras el espacio se vuelve inhabitable para los personajes y los bloques de movimiento devienen compuestos aberrantes o anómalos para nosotros, una curiosa positividad se ofrece a nuestra mirada. Una forma de ver. Indiscreta, piadosa, pornológica o de sentido común: la cosa vista es ya vista. Ver un film es volver a ver algo ya visto, como decía Hugo Santiago, conclusión inevitable en una época del cine que se ha acostumbrado a hacer sentir la cámara. Comenta Deleuze: Está bien, en efecto, que el personaje sea neurótico, para indicar mejor el difícil nacimiento de un sujeto en el mundo. Pero la cámara no ofrece simplemente la visión del personaje y de su mundo, ella impone otra visión en la cual la primera se transforma y refleja. Este desdoblamiento es lo que Pasolini llama una ‘subjetiva indirecta libre’. No se dirá que siempre ocurre así: en el cine se pueden ver imágenes que se pretenden objetivas, o bien subjetivas; pero aquí se trata de otra cosa, se trata de superar lo subjetivo y lo objetivo hacia una Forma pura que se erija en visión autónoma del contenido (Deleuze).

La “carencia de horizontes” será evaluada positivamente como un “descentramiento” perceptivo, genéticamente primero según Deleuze: “se trata de volver a alcanzar el mundo anterior al hombre, anterior a nuestro propio amanecer” (Deleuze). Aquí encontramos la diferencia de partida con Merleau-Ponty: ¿posee la percepción encarnada un valor genético o tan sólo derivado?, ¿es en torno de mi cuerpo que el mundo se abre y nace, o más bien que se clausura y cierra?, ¿es la percepción cinematográfica artificial o, en cambio, como decía Henri Bergson, la percepción natural ya es cinematográfica, esto es, un encuadre sustractivo sobre un plano de materia-movimiento? Ahora bien, mientras Bergson concibe la percepción cinematográfica como la consumación técnica de la percepción sustractiva, según Deleuze, el cine modularía un intervalo diferencial entre dos sistemas de referencia. Uno orgánico, en tanto las determinaciones del plano toman por referencia las dimensiones del cuerpo y su horizonte circundante. Sin embargo, es la tendencia inorgánica la que importa para Deleuze la potencia singular del cine, el estatuto de la imagen-movimiento: “si el cine no responde en absoluto al modelo de la percepción natural subjetiva, es porque la movilidad de sus centros, la variabilidad de sus encuadres, lo inducen siempre a restaurar vastas zonas acentradas y desencuadradas” (Deleuze). Pero el descentramiento cinematográfico no concierne a una vocación informalista de remover cualquier sistema orgánico de representación, al contrario, establece una diferencia de niveles que opera como un principio de diferenciación de lo empírico (los personajes y su mundo) y lo genético o trascendental, es decir, la conciencia-cámara que abre un movimiento-mundo, un nacimiento-mundo, que remite al acto de determinación de una imagen a partir de un sistema acentrado de la materia en un plano de inmanencia: “es en este universo o sobre este plano donde recortamos sistemas cerrados, conjuntos finitos” (Deleuze).

La primera determinación de un sistema cerrado es el “encuadre”. Ahora bien, un encuadre es tanto un contenido representado, como una representación. Un acto de determinación implicado en la forma de la imagen. Por eso, cuando se dice que un encuadre es tanto un contenido determinado como un acto de determinación que puede deducirse de las formas del contenido, el cine ha hecho su revolución copernicana. La pregunta del crítico ya no será qué es esto, sino quién es esto (reflexión). La indagación crítica toma así el curso de una “deducción metafísica” de la condición a partir de lo condicionado, de la forma de ver a partir de lo visto, del encuadre como modulación o sustracción formal de una materia dinámica, a partir del cuadro como conjunto de todo lo que se ve. De este modo: el cuadro se ha abierto, a la vez, a una conciencia formal y a un plano material cuyos valores son organizados en acto, en términos de Pasolini, idealmente, un instante antes (la “anterioridad” es lógica, de jure). Comenta Pascal Bonitzer: “el arte del cine es un compuesto inextricable de formas a priori (la cosa mental que la puesta en escena debe animar en la pantalla) y de imágenes en bruto que proceden de lo real” (Bonitzer).

Pasolini considera el caso de La aventura (Antonioni, 1960). Entre los signos de estilo destaca los “encuadres obsesivos” que subsisten por sí mismos y encuadran “la mirada” que los personajes actualizarán al entrar en campo y dejarán “disponible” cuando lo abandonen. Por ejemplo, la mirada al precipicio de la isla, puede (condición) valer como punto de vista (condicionado) tanto de la desaparecida, Ana (¿se suicidó?), del novio, Sandro (¿la empujó?) y de Claudia (¿quiso su muerte para quedarse con Sandro?). No obstante, el precipicio es encuadrado por su cuenta de una vez y para todas las miradas posibles, las que se actualizan y las que no, componiendo una visión autónoma del contenido, que es a la vez su condición de posibilidad, como un sistema de miradas que los precede así como el derecho precede al hecho y, según la máxima deleuziana, también lo excede, en tanto no se agota en la mera actualización de lo posible, sino que revela un plexo de posibilidades incomposibles (o inorgánicas) que ya no puede calcarse de ninguna mirada empírica ni de ningún mundo dado (“la conciencia no somos nosotros, ni los personajes”) ya que no sólo compone tres miradas empíricas sin confundirlas, sino que las articula en un sistema inorgánico de “mundos posibles” (un poco a la manera de Borges: en uno, Ana se suicida, en otro la matan, en otro deseaban su muerte, etc.) De este modo, el film policial que reduce muchas posibilidades a una verdad de hecho (¿quién fue?) cede a la composición de una Forma Pura (Signo o “Im-signo” según Pasolini) que insiste o subsiste el mismo para todos los casos, y más allá de ellos, como una fijación obsesiva de la cámara en una materia líquida que no alimenta el drama, sino la propia vocación estilística por hacer visible no tanto un fragmento de mar, tal como se ve en general, objetiva o subjetivamente, como las fuerzas desencadenadas cuya potencia expresiva presupone una nueva mirada, que se expresa a través de ellas (el mar como nunca se ha visto). Comenta Bonitzer: Hay un punto de vista que va más allá del punto de vista meramente humano, encarnado por los protagonistas; es aquel que, inhumanamente, expresa la cámara: un punto de vista abstracto sobre los movimientos cualesquiera –explosiones, nubes, movimientos brownianos, manchas–, sobre el espacio neutro lleno de movimientos cualesquiera, al que tiende el movimiento de los filmes de Antonioni (Bonitzer).

En otras palabras: tales o cuales rasgos materiales devienen expresivos (imsigno) de un estilo al volverse autónomos respecto de los contenidos empíricos del film y de su valor dramático (por ejemplo, como indicio: la duración obsesiva del plano muestra más que la información necesaria) para componer problemáticamente las condiciones de posibilidad del cine: la génesis de un mundo mediante el establecimiento de una mirada sobre una materia no formada (la inversa vale). El verdadero drama es poder ver. Desde esta perspectiva se entiende mejor la expresión pasoliniana: “el autor cinematográfico extrae sus signos del caos y produce un mundo como estilo.” La noción de “estilo” en cine debe entenderse, así como un procedimiento de subjetivación que opera una modulación del “sordo caos de las cosas” según rasgos, ritmos y valores expresivos, que remiten a las formas de sentir-pensar de ese sujeto-cámara, que opera sobre lo sensible un nuevo reparto, es decir, que produce un mundo como singularidad o anomalía a partir de un plano de materia-movimiento descodificado. De allí que la fábula devenga casi una excusa, dice Pasolini, o mejor, que estos films, llamados entonces “de autor”, esto es, descodificados con respecto a las matrices narrativas clásicas, se desarrollen simultáneamente en dos niveles relativamente autónomos: “el cine de poesía tiene en común por lo tanto la característica de producir filmes de doble naturaleza. Bajo ese filme, transcurre otro filme –que el autor habría hecho incluso sin el pretexto de la mímesis visiva de su protagonista: un filme total y libremente de carácter expresivo-expresionista” (Pasolini). La noción de ‘mímesis visiva’ no apunta en Pasolini a una copia naturalista de la realidad, imposibilitada a partir de la denegación de las tomas objetivas (la famosa “ventana” de Alberti, que con Hitchcock se ha vuelto indiscreta), sino a la composición heteróclita de dos sistemas de miradas (expresionista-trascendental, empírico-dramático): “no sólo ambos ven concretamente ‘series diversas’ de cosas”, dice Pasolini, “sino que una cosa, en sí misma, resulta diversa en las dos ‘miradas’” (Pasolini). La condición no sintética de ambos sujetos reflexiona en las formas inorgánicas del objeto y se deduce de ellas independientemente de la cosa en sí: “lo cual le permite llevar la imagen-percepción, o la neurosis de sus personajes, al nivel de la bajeza y la bestialidad, con los contenidos más abyectos, reflejándolos a la par en una pura conciencia poética animada por el elemento místico o sacralizante. Y acaba produciendo con ello una forma cinematográfica capaz tanto de la gracia como del horror” (Deleuze). Y esto es así porque el espacio y el tiempo puestos en escena no remiten a una forma de la sensibilidad en común, o a la interiorización de un sujeto por otro. Si no más bien a un acto de subjetivación simultánea en dos niveles. Concluye Deleuze: Se trata del Cogito: un sujeto empírico no puede nacer al mundo sin reflejarse al mismo tiempo en un sujeto trascendental que lo piensa, y en el cual él se piensa.

Y del Cogito del arte: no hay sujeto que actúe sin otro que lo mire actuar, y que lo capte como actuado, tomando para sí la libertad de que lo desposee. ‘De ahí que existan dos yo diferentes, uno de los cuales, consciente de su libertad, se erige en espectador independiente de una escena que el otro representaría en forma maquinal. Pero este desdoblamiento no llega nunca hasta el final. Es más bien una oscilación de la persona entre dos puntos de vista sobre sí misma, un ir y venir del espíritu’ un estar-con (Deleuze). Pensar el cogito como Mitsein implica radicalizar las paradojas de la reflexividad kantiana en un sentido muy preciso. El sistema de referencias acentrado que media entre la conciencia y el personaje no puede reducirse a la forma de la interioridad. La reflexión siempre da cuenta de un exceso de orden material. Yo es un otro, en tanto al actualizarse la conciencia-cámara en la mirada-personaje no se identifica con él (como en una imagen-sueño, donde un personaje se sueña a sí mismo y ve, a la vez, desde su cuerpo y fuera de él) sino que subsiste (virtualmente, diría Deleuze) en el tiempo (como hemos visto: la duración de las miradas no es la misma) y en el espacio (por ejemplo, los espacios en profundidad de campo a espaldas de los personajes, o en ausencia de ellos). Como en el enunciado didáctico de Godard: “no es rojo, es sangre”, si bien es sangre para el personaje, es rojo para la cámara (rasgo expresivo autónomo). Pero también el personaje puede percibir ese rojo independientemente de su valor dramático. No obstante, en este caso, da cuenta de un rasgo psicológico que enrarece su mundo (neurosis) y se compone, pero no se identifica, con la operación estilística que libera un color del contorno envolvente del objeto, a la manera del barroco. En otras palabras, lo que define el encuadre como una contracción que compone un espacio y el plano como una modulación que articula un bloque de tiempo, se dicen como estilo a partir de la irreductibilidad de las formas de la sensibilidad a las estructuras puras de una conciencia tanto como a las afecciones empíricas de un personaje. Forma pura o Im-signo. A partir de esto, es preciso diferenciar, dice Pasolini, “entre monólogo interior”, teorizado por Sergei Eisenstein, y el discurso indirecto libre: “el monólogo interior es un discurso revivido por el autor en un personaje que es al menos idealmente de su tiempo… la lengua puede ser por tanto la misma” (Pasolini). El ‘indirecto libre’, en cambio, presupone la heteronomía de ambas lenguas o, mejor, de ambas miradas, y su composición en una forma espacio-temporal heteróclita.

La discusión con el maestro soviético permite determinar el sentido eminentemente político del estilo indirecto libre en Pasolini y el doloroso reconocimiento de su fracaso. En efecto, Eisenstein es el primero, junto a Jean Epstein, en decir que el cine es una forma de conciencia y que la imagen es mental. De manera ejemplar: si el pueblo viene a la imagen como sujeto, dice, es porque el cine político consiste en la reflexión del pueblo sobre el pueblo, de una conciencia-cámara (cuyo punto de vista es colectivo) sobre sus propios contenidos (cuya materia es común). Un monólogo interior que tiene la forma (dialéctica) de la historia, que ha interiorizado y formalizado la naturaleza, llamada así por Eisenstein la “no-indiferente”. Pasolini, igual que Rocha, discute la forma de la historia, y en general, la forma del tiempo entendida como la mediación que sostiene la identidad de los dos sujetos en la reflexión, bajo la forma de un hay: hay pueblo, presupuesto empírico o naturalista de la subjetivación cinematográfica, que consiste en la interiorización del ahí por un Yo pienso, es decir, yo –el pueblo– monto mi propia historia desde el punto de vista de mi conciencia histórica. Por eso cuando Pasolini revisa su filmografía de la década del ‘60 e inicios de los ‘70, que define por la vocación de “aumentar las posibilidades de lo representable”, no presupone la cosa a ser representada (un pueblo) ni la forma de la representación (una conciencia colectiva). Se trata más bien de una composición singular, o si se quiere, de una auto afección que modifica cualitativamente los términos de partida, de un movimiento intensivo entre-dos que produce una nueva Forma y en este sentido “amplía las posibilidades de lo representable”. Sigue Pasolini: “para un director como yo, que hubiese intuido que la cultura (en que se había formado) estaba acabada, que ya no representaba nada, sino precisamente (quizá) la realidad física, era consecuencia natural que tal realidad física se identificase con la realidad física del mundo popular” (Pasolini). Lo primero es la diferencia de los mundos: alto y bajo. Luego la producción de un signo por composición: “el signo de la realidad corpórea”, dice, “es en efecto el cuerpo desnudo: es, de modo todavía más sintético, el sexo” (Pasolini). Ahora bien, tal signo no existe antes ni fuera del gesto estilístico que lo expresa y que modifica en bloque tanto el punto de vista (una cultura muerta, revive) como el cuerpo desnudo. Así el pueblo viene a la imagen como primer plano del sexo, que no remite ya al cuerpo popular y empírico sobre el que se realiza la toma (sino que es un rasgo expresivo autónomo). Porque sólo la perspectiva de una cultura que agoniza (como define Pasolini su punto de vista) es capaz de revelar el carácter político del sexo, es decir, de transfigurarlo mediante el encuadre, la duración del plano y la insistencia obsesiva del montaje, en un signo político: signo de la resistencia del cuerpo a la normalización capitalista, pero también acto de resistencia de una cultura a su muerte. En otras palabras: reconocemos el estilo-Pasolini en esos primeros planos, mucho más que una grosera objetivación de genitales. No es una pornografía, sino una porno-logía. Pero el Logos en cuestión no está en la naturaleza, ni en la conciencia: sino en la expresión singular que las compone en una Forma Pura (el presente de unos cuerpos y el pasado de una cultura como signo de lo posible: la resistencia). La producción de signos estilísticos se opone, así, al capitalismo como máquina de producir clichés eróticos, codificaciones que organizan los cuerpos y los movimientos del deseo, primero, en la dirección de la producción o reproducción de la fuerza de trabajo, luego, en la dirección del consumo: “ningún poder ha tenido tanta posibilidad y capacidad de crear modelos humanos e imponerlos como este que no tiene rostro ni nombre. En el campo del sexo, por ejemplo, el modelo que tal poder crea e impone consiste en una moderada libertad sexual que incluya el consumo de todo lo superfluo considerado necesario para una pareja moderna… La ansiedad conformista de ser sexualmente libres, transforma a los jóvenes en míseros erotómanos eternamente insatisfechos precisamente porque su libertad sexual fue recibida y no conquistada” (Pasolini, 1998: 101). Cuerpos sin estilo, normalizados, codificados, que sólo a una mirada desatenta se le aparecen como conciencias arrojadas al mundo, cuando se trata más bien, como decía Godard, de que el mundo se ha vuelto un mal film. Sólo en nombre de esta política de la sensación se justifica estéticamente, en el plano de los contenidos, la salida del capitalismo en los films que componen la trilogía de la vida: El Decamerón (Pasolini, 1971), Las Mil y una noches (Pasolini, 1974), los Cuentos de Canterbury (Pasolini, 1972), como si rodeara al capitalismo histórica y geográficamente para trazar en el vacío su figura negativa. En otras palabras, para poner a sus héroes fuera de la “normalización” sexual burguesa, que es la imposición del sexo como libertad obligada, antes que alcanzada como gesto de resistencia, se debe partir de la composición sensorial de un im-signo, que es la reflexión de un estilo, antes que un monólogo interior: el sexo no está en la cabeza del autor como una idea fija. Ni está en el mundo como una especie de buen salvaje o erotismo ingenuo que nos vendrá a liberar, como algunos se apuraban a decir. Pasolini tiene muy claro el carácter anómalo o perverso de la composición (“empirismo herético”), es decir, que el estilo es una perversión de lo real, producto de encuentros y auto-afecciones recíprocas con los cuerpos que frecuentaba como vida a ser expresada: “era claro que estaba haciendo experiencia de una forma de vida con el fin de expresarla” (Pasolini). Así una vida se dice como estilo cuando se expresa en la afección de las cosas y en la potencia de ser afectado por ellas y de auto-afectarse a través de ellas. Condición que se ha vuelto imposible en el tiempo de la imagen capitalista del mundo: “si quisiera continuar con películas como El Decamerón no podría hacerlas, porque ya no encontraría en Italia –especialmente en los jóvenes– la realidad física (cuyo estandarte es el sexo en su gloria) que es el contenido de esas películas” (Pasolini). No sólo “mi cultura”, sino el cuerpo “el cuerpo popular, también ha desaparecido” (Pasolini). Es una desaparición simultánea y recíproca, de la conciencia y del personaje, que se expresa en los films tardíos, por ejemplo, Saló o los 120 días de Sodoma (Pasolini, 1975), donde el sexo es neutralizado sensorialmente por una codificación fetichista del primer plano, una suerte de castración, que hace posible una objetivación sádica en el plano de los contenidos. Es el triunfo del vacío, la inversión del signo en cliché, como era el desierto en Teorema (Teorema, Pier Paolo Pasolini, 1967), ese vacío formal y quizá premonitorio donde derivaba a la vez la fábula ingenua de la liberación erótica y la desnudez inexpresiva del cuerpo capitalista: “me arrepiento de la influencia liberalizadora que mis películas eventualmente puedan haber tenido en las costumbres sexuales de la sociedad italiana. Han contribuido, en la práctica, a una falsa liberalización, en realidad querida por el nuevo poder reformador permitido, que es el poder más fascista que recuerda la historia” (Pasolini). La desaparición del cuerpo como signo de una cultura que encontraba su sede en el cuerpo eróticamente transfigurado, alcanza por fin el espacio vacío de una mirada que ya no puede componerse con los cuerpos, ni producir signos que transfiguren el espacio y el tiempo. Un encuadre, en suma, que sólo puede ser llenado por fantasmas: Yo soy una fuerza del Pasado. / Sólo en la tradición está mi amor. / Vengo de las ruinas, de las iglesias, / de los retablos de altar, de los pueblos abandonados / sobre los Apeninos o los Prealpes / donde vivieron los hermanos. / Doy vueltas por la Tuscolana como un loco, / por la Appia como un perro sin amo. / O miro los crepúsculos, las mañanas / sobre Roma, sobre el mundo, / como los primeros actos de la Poshistoria / a los que asisto, por privilegio de nacimiento, / desde el borde extremo de alguna edad enterrada. / Monstruoso es quien ha nacido / de las vísceras de una mujer muerta. / Y yo, feto adulto, doy vueltas / más moderno que todos los modernos / buscando unos hermanos que ya no están (Pasolini).

 


Juan Guillermo Ramírez es docente, investigador y crítico de cine. Realizó estudios de filosofía en la Universidad Nacional. Ha sido redactor cultural, periodista radial y de prensa escrita, así como colaborador especializado de revistas como Cinemateca, Kinetoscopio y Cine Cubano. También ha sido docente de Historia del cine, Estética fílmica y Teoría cinematográfica en las universidades: Unitec, Central, Lumiére, Externado, Javeriana, Tadeo Lozano, Rosario, Unimagdalena, entro otras.