Se trata de un texto "Nacido del trueno" (Juan G. Ramírez) y a partir de la conciencia de una materialidad intensa que atraviesa el libro, aunque no se concentre en las temáticas que aquel bosqueja, sino en las derivaciones de una experiencia y la posibilidad de remitirse a afinidades discursivas.
Deleuze
lector de Pasolini
POR JUAN GUILLERMO
RAMÍREZ
En 1945 Merleau-Ponty postula un
acuerdo entre el cine y “la nueva psicología”. Por “cine” entiende aquellos
films cuya “forma temporal” expresa la “conciencia arrojada al mundo” de los
personajes, mientras relativiza el valor fenomenológico de la mirada-cámara y,
correlativamente, de la imagen automática. Si la pintura ofrece un medio idóneo
para una indagación genética de la percepción a partir de la “reflexión” en la
tela del cuerpo intencional del artista que, “prestando su cuerpo al mundo,
cambia el mundo en pintura”, la pantalla cinematográfica no tiene horizontes,
es decir, no reflexiona en la imagen el punto de vista de un cuerpo como su
condición fuera de campo. El film es como un doble de la nueva psicología, pero
la imagen-cine (como la instantánea fotográfica, como el plano geométrico
cartesiano), no es un fenómeno de percepción que sea objeto de la psicología
por sí mismo. La razón es sencilla: la cámara no está en el mundo. Resume
Gilles Deleuze: “Por más que el cine nos acerque o nos aleje de las cosas, y
nos haga girar alrededor de ellas, él suprime el anclaje del sujeto tanto como
el horizonte del mundo, hasta el punto de sustituir las condiciones de la
percepción natural por un saber implícito y una intencionalidad segunda”
(Deleuze). De ahí que este acercamiento fenomenológico al cine sea desde el
punto de vista de la recepción del film y no desde la puesta en escena o
producción de la imagen. Todavía más, recepción no debe entenderse aquí en
términos perceptivos, al menos no directamente, sino como un acto de significación
(intencionalidad segunda) que hunde sus raíces en una percepción primera: Cuando,
en una película, la cámara se centra en un objeto al que se acerca para dárnoslo
en primer plano, podemos recordar que se trata del cenicero o de la mano de un
personaje, pero no la identificamos de manera efectiva. La pantalla no tiene,
claro está, horizontes. Por el contrario, en la visión, apoyo mi mirada en un
fragmento de paisaje, que se anima y despliega, cuando los demás objetos se
sitúan al margen y empiezan a desdibujarse sin dejar de estar allí.
La expresión “la pantalla no tiene
horizontes” implica una concepción del encuadre cinematográfico como un
fragmento “cerrado”, espacial y temporalmente clausurado, tanto respecto al
cuerpo vidente como al horizonte circundante. La condición del film es, como
dice Deleuze, una “intencionalidad segunda” porque es la memoria de los planos
anteriores y el suspense de los planos porvenir lo que completa la imagen, una
imagen indirecta del tiempo, en el sentido de que el espectador lee la relación
de los signos más de lo que ve (y se ve en) la composición material de los
planos y su duración interna: Pudovkin tomó un día un primer plano de Mosjukin
impasible y lo proyectó precedido primeramente por un plato de sopa, seguidamente
de una joven muerta en su ataúd y finalmente de un niño jugando con un osito de
peluche… y el público quedó maravillado por la variedad de sus expresiones,
cuando en realidad el mismo plano había servido tres veces y era completamente inexpresivo.
El sentido de una imagen depende pues de aquellas que la preceden en el film
(Merleau-Ponty).
En consecuencia, Merleau-Ponty, que
parte de los estudios de Lev Kulechov y la escuela soviética, postula la
neutralidad semántica del plano y concibe la génesis del sentido
cinematográfico en las convenciones del montaje. Se trata de otro discurso, una
especie de confirmación salvaje de la moderna fenomenología, en tanto el
espectador lee fenomenológicamente el film (a partir de su propio esquematismo
sensorial y motriz). Por eso el montaje de planos objetivos (Mosjukin es visto)
y subjetivos (lo que Mosjukin ve), puede ser traducido con facilidad al idioma
fenomenológico: el montaje del cuerpo vidente-visible del personaje, como si
estuviera en el mundo. La imagen pictórica, en cambio, no precisa contracampos
para inscribirnos en lo visto como sujetos videntes. Y todo cuadro parece
indicar, reflexivamente, desde dónde ha de ser mirado. Pone en juego el cuerpo
propio del espectador. Nos mira. Pero la cámara está afuera del mundo. Y la
imagen resultante, descentrada con respecto al cuerpo (el cambio de puntos de
vista, la movilidad de los centros, la orientación de los encuadres, está
dislocada con respecto a la posición del espectador en la silla). El cine no
nos devuelve la vista: ¿no será esta, también, su grandeza?
El estilo indirecto libre como
reflexión de la conciencia en la imagen. En discusión con Merleau-Ponty,
Deleuze reclama para el cine una reflexividad específica, postulando una
“conciencia-cámara” que ningún cuerpo puede encarnar: “la única conciencia
cinematográfica no somos nosotros, los espectadores, ni el protagonista: es la
cámara, a veces humana, a veces inhumana o sobrehumana” (Deleuze). Parte de una
lectura de Pier Paolo Pasolini, que había adoptado el concepto de “subjetividad
indirecta libre” para pensar el estatuto de la percepción cinematográfica
alcanzado por el cine que denominaba “de poesía”: “transformaré por lo tanto
momentáneamente la pregunta: ¿es posible en el cine una ‘lengua de poesía’?, en
la pregunta: ¿es posible en el cine la técnica del discurso indirecto libre’?”,
entendiendo por ello: “la inmersión del autor en el ánimo de su personaje y,
por lo tanto, la adopción, por parte del autor, no sólo de la psicología de su
personaje, sino también de su lengua” (Pasolini). El modelo de la literatura le
permite trazar una analogía simplificadora: puede compararse la toma objetiva
con un discurso indirecto (el punto de vista del narrador, exterior al conjunto
narrado) y la toma subjetiva, con un discurso directo (el punto de vista del
personaje, interior al conjunto narrado). Un plano “subjetivo indirecto libre”
compone ambas miradas en un sistema heteróclito, que ya no permite distinguir
tomas objetivas de subjetivas. Dice Deleuze: “la cámara desencadenada… ya no se
contenta con seguir a los personajes, sino que se desplaza entre ellos… no se
confunde con el personaje y tampoco está fuera de él: está con él. Es una suerte
de Mitsein propiamente cinematográfico” (Deleuze). Así decía Pasolini de Michelangelo
Antonioni: “Antonioni ha liberado el propio momento más real: ha podido
finalmente representar el mundo visto con sus ojos, porque ha sustituido, en
bloque, la visión del mundo de una enferma, por su propia visión delirante de
esteticismo: sustitución en bloque justificada por la posible analogía de ambas
visiones” (Pasolini).
Sabemos que en Pasolini las
condiciones de aparición de un discurso indirecto libre en literatura se fundan
en la riqueza polifónica que presenta una lengua, o, mejor dicho, siempre que
en lugar de establecerse conforme a un ‘nivel medio’, se diferencie en lengua
baja y culta. Y que Deleuze ha dicho que la literatura consiste en “crear una
lengua extranjera dentro de la propia lengua”. De ahí la pregunta algo
diabólica y, sin embargo, precisa: “¿Es esta la razón por la cual el cine
moderno necesita tanto de los personajes neuróticos, como si estos hablaran el
discurso indirecto libre o la ‘lengua baja’ del mundo actual?” (Deleuze).
Podría agruparse, en efecto, el cine moderno según este criterio: la
proliferación de miradas afectadas por una anomalía que modifica su percepción
del mundo, pero que no se contrae en las subjetivas del personaje, como en el
cine clásico, que siempre nos devuelve una objetiva normalizadora, sino que
afecta en primer lugar el punto de vista de la narración tanto como la génesis
del mundo narrado. En La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954),
por ejemplo: ¿no es la ventana indiscreta por sí misma antes de que el
personaje abra los ojos y actualice ese rasgo cualitativo? No obstante, la
analogía con la lengua tiene su límite. La codificación del lenguaje
cinematográfico no es a lo visible como la lengua a lo enunciable. Dice
Pasolini: “el autor cinematográfico no posee un diccionario sino una
posibilidad infinita: no toma sus signos (im-signos) del estuche, del bagaje:
sino del caos, donde no son más que meras posibilidades” (Pasolini). En
contraposición con el escritor, considera la operación cinematográfica de autor
como doble: el cineasta debe establecer una mirada, como un estilo que no es la
afectación singular de una lengua previamente codificada, por ejemplo, una
lengua culta afectada por una lengua baja, sino, manteniendo el paralelismo,
debe crear el diccionario que va afectar, esto es, establecer la lengua misma
como operación de estilo, una “lengua escrita de la realidad”, que consiste
ella misma en una anomalía más que en una koiné: “el lin-signo utilizado por el
escritor ya ha sido elaborado por toda una historia gramatical popular y culta:
mientras que el im-signo adoptado por el autor cinematográfico ha sido extraído
idealmente un instante antes, por ningún otro que por él mismo del sordo caos
de las cosas” (Pasolini). Quizá deba reverse esa máxima de sentido común según
la cual el cine moderno de autor, del que se ocupa Pasolini en el texto
comentado (Antonioni, Jean-Luc Godard, Glauber Rocha, entre otros) tenga su
condición en el lenguaje previamente codificado del cine clásico. De la lectura
de los textos de Deleuze, se sigue más bien que ambos cines (clásico y moderno)
remiten (de diversa manera) al mismo sistema perceptivo, el de los esquemas
sensorio-motrices que el cine clásico reproduce como la piel del mundo de los
personajes que lo habitan y el cine moderno cuestiona, dislocando los nexos que
organizan nuestra percepción cotidiana del mundo. Y, sin embargo, mientras el
espacio se vuelve inhabitable para los personajes y los bloques de movimiento devienen
compuestos aberrantes o anómalos para nosotros, una curiosa positividad se
ofrece a nuestra mirada. Una forma de ver. Indiscreta, piadosa, pornológica o
de sentido común: la cosa vista es ya vista. Ver un film es volver a ver algo
ya visto, como decía Hugo Santiago, conclusión inevitable en una época del cine
que se ha acostumbrado a hacer sentir la cámara. Comenta Deleuze: Está bien, en
efecto, que el personaje sea neurótico, para indicar mejor el difícil nacimiento
de un sujeto en el mundo. Pero la cámara no ofrece simplemente la visión del
personaje y de su mundo, ella impone otra visión en la cual la primera se
transforma y refleja. Este desdoblamiento es lo que Pasolini llama una ‘subjetiva
indirecta libre’. No se dirá que siempre ocurre así: en el cine se pueden ver
imágenes que se pretenden objetivas, o bien subjetivas; pero aquí se trata de
otra cosa, se trata de superar lo subjetivo y lo objetivo hacia una Forma pura que
se erija en visión autónoma del contenido (Deleuze).
La “carencia de horizontes” será
evaluada positivamente como un “descentramiento” perceptivo, genéticamente
primero según Deleuze: “se trata de volver a alcanzar el mundo anterior al
hombre, anterior a nuestro propio amanecer” (Deleuze). Aquí encontramos la
diferencia de partida con Merleau-Ponty: ¿posee la percepción encarnada un valor
genético o tan sólo derivado?, ¿es en torno de mi cuerpo que el mundo se abre y
nace, o más bien que se clausura y cierra?, ¿es la percepción cinematográfica
artificial o, en cambio, como decía Henri Bergson, la percepción natural ya es cinematográfica,
esto es, un encuadre sustractivo sobre un plano de materia-movimiento? Ahora
bien, mientras Bergson concibe la percepción cinematográfica como la
consumación técnica de la percepción sustractiva, según Deleuze, el cine
modularía un intervalo diferencial entre dos sistemas de referencia. Uno
orgánico, en tanto las determinaciones del plano toman por referencia las
dimensiones del cuerpo y su horizonte circundante. Sin embargo, es la tendencia
inorgánica la que importa para Deleuze la potencia singular del cine, el
estatuto de la imagen-movimiento: “si el cine no responde en absoluto al modelo
de la percepción natural subjetiva, es porque la movilidad de sus centros, la
variabilidad de sus encuadres, lo inducen siempre a restaurar vastas zonas
acentradas y desencuadradas” (Deleuze). Pero el descentramiento cinematográfico
no concierne a una vocación informalista de remover cualquier sistema orgánico
de representación, al contrario, establece una diferencia de niveles que opera
como un principio de diferenciación de lo empírico (los personajes y su mundo)
y lo genético o trascendental, es decir, la conciencia-cámara que abre un
movimiento-mundo, un nacimiento-mundo, que remite al acto de determinación de una
imagen a partir de un sistema acentrado de la materia en un plano de
inmanencia: “es en este universo o sobre este plano donde recortamos sistemas
cerrados, conjuntos finitos” (Deleuze).
La primera determinación de un
sistema cerrado es el “encuadre”. Ahora bien, un encuadre es tanto un contenido
representado, como una representación. Un acto de determinación implicado en la
forma de la imagen. Por eso, cuando se dice que un encuadre es tanto un
contenido determinado como un acto de determinación que puede deducirse de las
formas del contenido, el cine ha hecho su revolución copernicana. La pregunta
del crítico ya no será qué es esto, sino quién es esto (reflexión). La
indagación crítica toma así el curso de una “deducción metafísica” de la
condición a partir de lo condicionado, de la forma de ver a partir de lo visto,
del encuadre como modulación o sustracción formal de una materia dinámica, a
partir del cuadro como conjunto de todo lo que se ve. De este modo: el cuadro
se ha abierto, a la vez, a una conciencia formal y a un plano material cuyos
valores son organizados en acto, en términos de Pasolini, idealmente, un
instante antes (la “anterioridad” es lógica, de jure). Comenta Pascal Bonitzer:
“el arte del cine es un compuesto inextricable de formas a priori (la cosa
mental que la puesta en escena debe animar en la pantalla) y de imágenes en
bruto que proceden de lo real” (Bonitzer).
Pasolini considera el caso de La
aventura (Antonioni, 1960). Entre los signos de estilo destaca los “encuadres
obsesivos” que subsisten por sí mismos y encuadran “la mirada” que los
personajes actualizarán al entrar en campo y dejarán “disponible” cuando lo
abandonen. Por ejemplo, la mirada al precipicio de la isla, puede (condición)
valer como punto de vista (condicionado) tanto de la desaparecida, Ana (¿se
suicidó?), del novio, Sandro (¿la empujó?) y de Claudia (¿quiso su muerte para
quedarse con Sandro?). No obstante, el precipicio es encuadrado por su cuenta
de una vez y para todas las miradas posibles, las que se actualizan y las que
no, componiendo una visión autónoma del contenido, que es a la vez su condición
de posibilidad, como un sistema de miradas que los precede así como el derecho
precede al hecho y, según la máxima deleuziana, también lo excede, en tanto no
se agota en la mera actualización de lo posible, sino que revela un plexo de
posibilidades incomposibles (o inorgánicas) que ya no puede calcarse de ninguna
mirada empírica ni de ningún mundo dado (“la conciencia no somos nosotros, ni
los personajes”) ya que no sólo compone tres miradas empíricas sin
confundirlas, sino que las articula en un sistema inorgánico de “mundos posibles”
(un poco a la manera de Borges: en uno, Ana se suicida, en otro la matan, en
otro deseaban su muerte, etc.) De este modo, el film policial que reduce muchas
posibilidades a una verdad de hecho (¿quién fue?) cede a la composición de una
Forma Pura (Signo o “Im-signo” según Pasolini) que insiste o subsiste el mismo
para todos los casos, y más allá de ellos, como una fijación obsesiva de la
cámara en una materia líquida que no alimenta el drama, sino la propia vocación
estilística por hacer visible no tanto un fragmento de mar, tal como se ve en
general, objetiva o subjetivamente, como las fuerzas desencadenadas cuya
potencia expresiva presupone una nueva mirada, que se expresa a través de ellas
(el mar como nunca se ha visto). Comenta Bonitzer: Hay un punto de vista que va
más allá del punto de vista meramente humano, encarnado por los protagonistas;
es aquel que, inhumanamente, expresa la cámara: un punto de vista abstracto
sobre los movimientos cualesquiera –explosiones, nubes, movimientos brownianos,
manchas–, sobre el espacio neutro lleno de movimientos cualesquiera, al que
tiende el movimiento de los filmes de Antonioni (Bonitzer).
En otras palabras: tales o cuales
rasgos materiales devienen expresivos (imsigno) de un estilo al volverse
autónomos respecto de los contenidos empíricos del film y de su valor dramático
(por ejemplo, como indicio: la duración obsesiva del plano muestra más que la
información necesaria) para componer problemáticamente las condiciones de
posibilidad del cine: la génesis de un mundo mediante el establecimiento de una
mirada sobre una materia no formada (la inversa vale). El verdadero drama es
poder ver. Desde esta perspectiva se entiende mejor la expresión pasoliniana:
“el autor cinematográfico extrae sus signos del caos y produce un mundo como
estilo.” La noción de “estilo” en cine debe entenderse, así como un
procedimiento de subjetivación que opera una modulación del “sordo caos de las
cosas” según rasgos, ritmos y valores expresivos, que remiten a las formas de
sentir-pensar de ese sujeto-cámara, que opera sobre lo sensible un nuevo
reparto, es decir, que produce un mundo como singularidad o anomalía a partir
de un plano de materia-movimiento descodificado. De allí que la fábula devenga
casi una excusa, dice Pasolini, o mejor, que estos films, llamados entonces “de
autor”, esto es, descodificados con respecto a las matrices narrativas
clásicas, se desarrollen simultáneamente en dos niveles relativamente
autónomos: “el cine de poesía tiene en común por lo tanto la característica de
producir filmes de doble naturaleza. Bajo ese filme, transcurre otro filme –que
el autor habría hecho incluso sin el pretexto de la mímesis visiva de su protagonista:
un filme total y libremente de carácter expresivo-expresionista” (Pasolini). La
noción de ‘mímesis visiva’ no apunta en Pasolini a una copia naturalista de la
realidad, imposibilitada a partir de la denegación de las tomas objetivas (la famosa
“ventana” de Alberti, que con Hitchcock se ha vuelto indiscreta), sino a la
composición heteróclita de dos sistemas de miradas (expresionista-trascendental,
empírico-dramático): “no sólo ambos ven concretamente ‘series diversas’ de cosas”,
dice Pasolini, “sino que una cosa, en sí misma, resulta diversa en las dos
‘miradas’” (Pasolini). La condición no sintética de ambos sujetos reflexiona en
las formas inorgánicas del objeto y se deduce de ellas independientemente de la
cosa en sí: “lo cual le permite llevar la imagen-percepción, o la neurosis de
sus personajes, al nivel de la bajeza y la bestialidad, con los contenidos más
abyectos, reflejándolos a la par en una pura conciencia poética animada por el
elemento místico o sacralizante. Y acaba produciendo con ello una forma
cinematográfica capaz tanto de la gracia como del horror” (Deleuze). Y esto es
así porque el espacio y el tiempo puestos en escena no remiten a una forma de
la sensibilidad en común, o a la interiorización de un sujeto por otro. Si no
más bien a un acto de subjetivación simultánea en dos niveles. Concluye
Deleuze: Se trata del Cogito: un sujeto empírico no puede nacer al mundo sin
reflejarse al mismo tiempo en un sujeto trascendental que lo piensa, y en el
cual él se piensa.
Y del Cogito del arte: no hay
sujeto que actúe sin otro que lo mire actuar, y que lo capte como actuado,
tomando para sí la libertad de que lo desposee. ‘De ahí que existan dos yo
diferentes, uno de los cuales, consciente de su libertad, se erige en
espectador independiente de una escena que el otro representaría en forma
maquinal. Pero este desdoblamiento no llega nunca hasta el final. Es más bien
una oscilación de la persona entre dos puntos de vista sobre sí misma, un ir y
venir del espíritu’ un estar-con (Deleuze). Pensar el cogito como Mitsein implica
radicalizar las paradojas de la reflexividad kantiana en un sentido muy
preciso. El sistema de referencias acentrado que media entre la conciencia y el
personaje no puede reducirse a la forma de la interioridad. La reflexión
siempre da cuenta de un exceso de orden material. Yo es un otro, en tanto al
actualizarse la conciencia-cámara en la mirada-personaje no se identifica con
él (como en una imagen-sueño, donde un personaje se sueña a sí mismo y ve, a la
vez, desde su cuerpo y fuera de él) sino que subsiste (virtualmente, diría
Deleuze) en el tiempo (como hemos visto: la duración de las miradas no es la
misma) y en el espacio (por ejemplo, los espacios en profundidad de campo a
espaldas de los personajes, o en ausencia de ellos). Como en el enunciado didáctico
de Godard: “no es rojo, es sangre”, si bien es sangre para el personaje, es
rojo para la cámara (rasgo expresivo autónomo). Pero también el personaje puede
percibir ese rojo independientemente de su valor dramático. No obstante, en
este caso, da cuenta de un rasgo psicológico que enrarece su mundo (neurosis) y
se compone, pero no se identifica, con la operación estilística que libera un
color del contorno envolvente del objeto, a la manera del barroco. En otras
palabras, lo que define el encuadre como una contracción que compone un espacio
y el plano como una modulación que articula un bloque de tiempo, se dicen como estilo
a partir de la irreductibilidad de las formas de la sensibilidad a las estructuras
puras de una conciencia tanto como a las afecciones empíricas de un personaje.
Forma pura o Im-signo. A partir de esto, es preciso diferenciar, dice Pasolini,
“entre monólogo interior”, teorizado por Sergei Eisenstein, y el discurso
indirecto libre: “el monólogo interior es un discurso revivido por el autor en
un personaje que es al menos idealmente de su tiempo… la lengua puede ser por
tanto la misma” (Pasolini). El ‘indirecto libre’, en cambio, presupone la
heteronomía de ambas lenguas o, mejor, de ambas miradas, y su composición en
una forma espacio-temporal heteróclita.
La discusión con el maestro
soviético permite determinar el sentido eminentemente político del estilo
indirecto libre en Pasolini y el doloroso reconocimiento de su fracaso. En
efecto, Eisenstein es el primero, junto a Jean Epstein, en decir que el cine es
una forma de conciencia y que la imagen es mental. De manera ejemplar: si el
pueblo viene a la imagen como sujeto, dice, es porque el cine político consiste
en la reflexión del pueblo sobre el pueblo, de una conciencia-cámara (cuyo
punto de vista es colectivo) sobre sus propios contenidos (cuya materia es
común). Un monólogo interior que tiene la forma (dialéctica) de la historia,
que ha interiorizado y formalizado la naturaleza, llamada así por Eisenstein la
“no-indiferente”. Pasolini, igual que Rocha, discute la forma de la historia, y
en general, la forma del tiempo entendida como la mediación que sostiene la
identidad de los dos sujetos en la reflexión, bajo la forma de un hay: hay
pueblo, presupuesto empírico o naturalista de la subjetivación cinematográfica,
que consiste en la interiorización del ahí por un Yo pienso, es decir, yo –el
pueblo– monto mi propia historia desde el punto de vista de mi conciencia
histórica. Por eso cuando Pasolini revisa su filmografía de la década del ‘60 e
inicios de los ‘70, que define por la vocación de “aumentar las posibilidades
de lo representable”, no presupone la cosa a ser representada (un pueblo) ni la
forma de la representación (una conciencia colectiva). Se trata más bien de una
composición singular, o si se quiere, de una auto afección que modifica
cualitativamente los términos de partida, de un movimiento intensivo entre-dos
que produce una nueva Forma y en este sentido “amplía las posibilidades de lo
representable”. Sigue Pasolini: “para un director como yo, que hubiese intuido
que la cultura (en que se había formado) estaba acabada, que ya no representaba
nada, sino precisamente (quizá) la realidad física, era consecuencia natural que
tal realidad física se identificase con la realidad física del mundo popular”
(Pasolini). Lo primero es la diferencia de los mundos: alto y bajo. Luego la
producción de un signo por composición: “el signo de la realidad corpórea”,
dice, “es en efecto el cuerpo desnudo: es, de modo todavía más sintético, el
sexo” (Pasolini). Ahora bien, tal signo no existe antes ni fuera del gesto
estilístico que lo expresa y que modifica en bloque tanto el punto de vista
(una cultura muerta, revive) como el cuerpo desnudo. Así el pueblo viene a la
imagen como primer plano del sexo, que no remite ya al cuerpo popular y
empírico sobre el que se realiza la toma (sino que es un rasgo expresivo
autónomo). Porque sólo la perspectiva de una cultura que agoniza (como define
Pasolini su punto de vista) es capaz de revelar el carácter político del sexo,
es decir, de transfigurarlo mediante el encuadre, la duración del plano y la
insistencia obsesiva del montaje, en un signo político: signo de la resistencia
del cuerpo a la normalización capitalista, pero también acto de resistencia de
una cultura a su muerte. En otras palabras: reconocemos el estilo-Pasolini en
esos primeros planos, mucho más que una grosera objetivación de genitales. No
es una pornografía, sino una porno-logía. Pero el Logos en cuestión no está en
la naturaleza, ni en la conciencia: sino en la expresión singular que las
compone en una Forma Pura (el presente de unos cuerpos y el pasado de una
cultura como signo de lo posible: la resistencia). La producción de signos estilísticos
se opone, así, al capitalismo como máquina de producir clichés eróticos,
codificaciones que organizan los cuerpos y los movimientos del deseo, primero,
en la dirección de la producción o reproducción de la fuerza de trabajo, luego,
en la dirección del consumo: “ningún poder ha tenido tanta posibilidad y
capacidad de crear modelos humanos e imponerlos como este que no tiene rostro
ni nombre. En el campo del sexo, por ejemplo, el modelo que tal poder crea e
impone consiste en una moderada libertad sexual que incluya el consumo de todo
lo superfluo considerado necesario para una pareja moderna… La ansiedad
conformista de ser sexualmente libres, transforma a los jóvenes en míseros
erotómanos eternamente insatisfechos precisamente porque su libertad sexual fue
recibida y no conquistada” (Pasolini, 1998: 101). Cuerpos sin estilo,
normalizados, codificados, que sólo a una mirada desatenta se le aparecen como
conciencias arrojadas al mundo, cuando se trata más bien, como decía Godard, de
que el mundo se ha vuelto un mal film. Sólo en nombre de esta política de la sensación
se justifica estéticamente, en el plano de los contenidos, la salida del capitalismo
en los films que componen la trilogía de la vida: El Decamerón (Pasolini,
1971), Las Mil y una noches (Pasolini, 1974), los Cuentos de
Canterbury (Pasolini, 1972), como si rodeara al capitalismo histórica y
geográficamente para trazar en el vacío su figura negativa. En otras palabras, para
poner a sus héroes fuera de la “normalización” sexual burguesa, que es la imposición
del sexo como libertad obligada, antes que alcanzada como gesto de resistencia,
se debe partir de la composición sensorial de un im-signo, que es la reflexión
de un estilo, antes que un monólogo interior: el sexo no está en la cabeza del
autor como una idea fija. Ni está en el mundo como una especie de buen salvaje
o erotismo ingenuo que nos vendrá a liberar, como algunos se apuraban a decir.
Pasolini tiene muy claro el carácter anómalo o perverso de la composición
(“empirismo herético”), es decir, que el estilo es una perversión de lo real,
producto de encuentros y auto-afecciones recíprocas con los cuerpos que
frecuentaba como vida a ser expresada: “era claro que estaba haciendo experiencia
de una forma de vida con el fin de expresarla” (Pasolini). Así una vida se dice
como estilo cuando se expresa en la afección de las cosas y en la potencia de
ser afectado por ellas y de auto-afectarse a través de ellas. Condición que se
ha vuelto imposible en el tiempo de la imagen capitalista del mundo: “si
quisiera continuar con películas como El Decamerón no podría hacerlas,
porque ya no encontraría en Italia –especialmente en los jóvenes– la realidad
física (cuyo estandarte es el sexo en su gloria) que es el contenido de esas
películas” (Pasolini). No sólo “mi cultura”, sino el cuerpo “el cuerpo popular,
también ha desaparecido” (Pasolini). Es una desaparición simultánea y
recíproca, de la conciencia y del personaje, que se expresa en los films
tardíos, por ejemplo, Saló o los 120 días de Sodoma (Pasolini, 1975),
donde el sexo es neutralizado sensorialmente por una codificación fetichista
del primer plano, una suerte de castración, que hace posible una objetivación
sádica en el plano de los contenidos. Es el triunfo del vacío, la inversión del
signo en cliché, como era el desierto en Teorema (Teorema, Pier Paolo
Pasolini, 1967), ese vacío formal y quizá premonitorio donde derivaba a la vez la
fábula ingenua de la liberación erótica y la desnudez inexpresiva del cuerpo
capitalista: “me arrepiento de la influencia liberalizadora que mis películas eventualmente
puedan haber tenido en las costumbres sexuales de la sociedad italiana. Han contribuido,
en la práctica, a una falsa liberalización, en realidad querida por el nuevo
poder reformador permitido, que es el poder más fascista que recuerda la historia”
(Pasolini). La desaparición del cuerpo como signo de una cultura que encontraba
su sede en el cuerpo eróticamente transfigurado, alcanza por fin el espacio
vacío de una mirada que ya no puede componerse con los cuerpos, ni producir
signos que transfiguren el espacio y el tiempo. Un encuadre, en suma, que sólo
puede ser llenado por fantasmas: Yo soy una fuerza del Pasado. / Sólo en la
tradición está mi amor. / Vengo de las ruinas, de las iglesias, / de los retablos
de altar, de los pueblos abandonados / sobre los Apeninos o los Prealpes /
donde vivieron los hermanos. / Doy vueltas por la Tuscolana como un loco, / por
la Appia como un perro sin amo. / O miro los crepúsculos, las mañanas / sobre
Roma, sobre el mundo, / como los primeros actos de la Poshistoria / a los que
asisto, por privilegio de nacimiento, / desde el borde extremo de alguna edad
enterrada. / Monstruoso es quien ha nacido / de las vísceras de una mujer
muerta. / Y yo, feto adulto, doy vueltas / más moderno que todos los modernos /
buscando unos hermanos que ya no están (Pasolini).