6/11/2008

Variaciones de la forma 2



Fahrenheit 451

Con el ánimo de exaltar la trascendencia del libro como generador de territorialidades culturales y de mostrar que también el cine ha estado preocupado por las relaciones intertextuales para la configuración de su propuesta estética, hemos escogido para recordar en esta columna el filme Fahrenheit 451 de François Truffaut (París, 1932-1984), inspirado en la novela de Ray Bradbury (EUA, 1920), el cual gira en torno al tema de los libros y su incierto futuro.

Conciente de que su opción preferencial era por el “reflejo de la vida”, desde los once años Truffaut decidió construir ese propósito a través de los libros y del cine. Al tomar dicha opción, la escuela se convertiría en un obstáculo para dejarse llevar por los caminos de la ensoñación artística, y fue así como decidió abandonarla para convertirse en un autodidacta.

A los 15 años fundó el cine club “Círculo Cinémano”, en el que podía ver la misma película 6, 7 o más veces. Esa rigurosidad y respeto por la obra cinematográfica lo acompañó siempre. En alguna entrevista anotaba: “El cine, su historia, su pasado y su presente, se aprenden en la cinemateca. Sólo se aprende allí. Es un aprendizaje perpetuo. Formo parte de esas gentes que tienen necesidad de volver a ver sin parar las viejas películas, las mudas, las primeras habladas”.

En 1948 conoció a André Bazin, quien le proporcionó el primer trabajo ligado al cine, y podría decirse que desde ese momento, lo hizo su “hijo adoptivo”, enseñándole a escribir, corrigiéndole sus críticas, vinculándolo con Le cahiers du Cinéma y llevándolo a convertirse en director.

Como crítico, Truffaut realizó una juiciosa labor, pues consideraba que era pretencioso escribir sobre una película que solamente se había visto tres veces, de ahí su insistencia en que la labor del crítico es un acto de responsabilidad frente al público y frente al director. Su pasión por el cine de Hitchcock lo llevó a acercarse a este director en una larga conversación de cincuenta horas preparada sobre un cuestionario de quinientas preguntas. Como resultado de ese encuentro, publicaría luego el libro, El cine según Hitchcock, en el cual se nos cuentan las circunstancias que rodearon el nacimiento de cada film, la elaboración de los guiones, los problemas de la puesta en escena y la valoración del resultado comercial de las películas. Truffaut aclara que él sólo fue el “provocador” de dicho texto.

Como director, Truffaut se preocupó por mostrar el terreno afectivo (las relaciones entre los enamorados, las relaciones entre padres e hijos). Siempre quiso que sus filmes fueran comprensibles por todo el público, por eso se propuso desnudar sentimientos cotidianos. Las mujeres y los niños fueron los personajes preferidos que buscó representar en historias con finales a menudo ambiguos. Esperaba y creía intuir que el cine posterior sería más personal (una especie de confesión): “La película del mañana será un acto de amor”.





Los libros: esos caminos que nos recorren

“Si os dan papel pautado,
escribid por el otro lado”

Juan Ramón Jiménez

En algún país del futuro, una particular brigada de bomberos ya no se ocupa de apagar incendios sino de provocarlos para quemar libros. En dicho lugar, se han seguido las normas anti-incendio en construcciones, por tanto, la labor de los bomberos ha tenido ese extraño giro. Las personas del lugar están muy preocupadas por conseguir la felicidad, y consideran que los libros son los más grandes enemigos para ese logro, por cuanto, su lectura, supone ejercer la posibilidad de pensar. Eso quiere decir que allí está prohibido pensar.

Los lineamientos para la convivencia están determinados por una “hermandad” creada a través de la televisión, en la cual pueden participar todas las personas desde su casa, como actores que realizan una aparente labor para la toma de decisiones. Por medio de aquella organización, en la que todos se llaman “primos”, se proclama el prototipo de persona que se quiere llegar a ser, incluso, en lo físico, se pretende que todos sean rubios y de ojos azules.

Montag, un miembro de la brigada de bomberos, empieza a interrogarse por su labor, luego de conocer a Clarisse, una joven maestra, quien le pregunta si alguna vez ha sentido curiosidad por saber qué dice alguno de los libros que quema. En adelante, Montag descubrirá el valor que aún conserva esa palabra escrita y se convertirá en un amante y defensor de los libros, hasta llegar a ser ajusticiado por sus propios compañeros.

Por fortuna, un grupo de vagabundos que no han estado de acuerdo con la práctica horrorosa de incinerar los libros, escogen como “acción de resistencia” memorizar los libros para continuar trasmitiéndolos de forma oral a las futuras generaciones. Ese grupo de vagabundos será el destino final de Montag, quien memorizará y empezará a llamarse “Cuentos de amor y misterio” de Edgar Allan Poe.

En este filme, Truffaut confirma su cercano vínculo con la literatura, al realizar una adaptación casi íntegra de la novela de Bradbury. Desde muy temprano, Truffaut comenzó la lectura de clásicos como Balzac, Sthendal, Víctor Hugo, Henry James, entre muchos otros, lo cual le fortaleció el espíritu creador y le permitió construir interesantes historias para ser llevadas a la pantalla. Y fue precisamente con Fahrenheit 451 que nos confirmó su amor por esos libros que le habían acompañado, dándoles la dimensión honorífica de entes vivos, a través de los “hombres libro”.

La novela de Bradbury se compone de tres partes (Era estupendo quemar – La criba y la arena – Fuego vivo), las cuales guardan la continuidad del relato y una tradicional forma narrativa. Las descripciones que hace de los escenarios (futuristas) son bastante adecuadas para el desarrollo de la historia. Esto será muy tenido en cuenta por Truffaut en la producción de su filme, aunque mantiene una clara disposición por hacer del filme una nueva experiencia frente al mismo tema. En efecto, establece nuevas asociaciones a partir de las posibilidades que le brinda el dispositivo cinematográfico para que el espectador participe activamente en la construcción de sentido.

En los planos iniciales (con filtro rojizo), bruscos movimientos de zoom encuadran antenas para transmisión de señal televisiva, como indicando la dependencia de dicho medio para la configuración cultural de las personas en ese lugar del futuro. Más adelante nos enteraremos de que en las casas donde aún tienen libros, no hay antena de televisión, es decir, el tiempo que otros le dedican a la “pantalla perversa”, ellos lo dedican a la lectura.

Cada aparición de los bomberos en su labor de “limpieza” está desarrollada en secuencias con rápido desplazamiento de la máquina de bomberos – la cual, curiosamente, no parece muy futurista sino más bien de mediados del siglo XX –, acompañadas de una música angustiante, quizás, heroica, con cierta presencia de suspenso en el ritual de la búsqueda e incineración de los libros. Queda así, exaltada la acción de los salvaguardas del orden en su “honrosa” práctica. Ellos creen estar liberando a la sociedad de la infelicidad que les propicia la lectura, pues asumen que los libros “no tienen nada que decir” salvo basura y confrontaciones vacías entre los autores. Por tanto, el mejor espectáculo que pueden presenciar es un incendio de libros ya que han encontrado en ellos la encarnación del mal y el enemigo inmediato que se debe destruir.



Hay otras dos secuencias que logran adentrarse en la memoria fílmica universal. En primer lugar, aquella en que los bomberos encuentran una enorme biblioteca en la casa de una anciana, quien decide morir felizmente junto a sus libros – ellos son su familia –. La anciana cae lentamente y, el plano siguiente, nos muestra un libro con la imagen de una mártir que es consumida por el fuego. Evidentemente, un acierto notable del montaje, encadenando la muerte del momento con tantas otras muertes del pasado por defender las cusas libertarias. La otra secuencia trascendente es la que podríamos entender como epílogo, cuando Montag encuentra el campamento de los “hombres libro” – “Una minoría de indeseables que gritan en el páramo” –. A través de ellos podrá escuchar a Platón, Sthendal, Schopenhauer, Darwin, Einstein, Aristófanes, Buda, Confucio, y muchos otros que arriesgaron su vida escribiendo “con sangre”. Hombres de todas la razas desfilan, y en todas las lenguas, repiten el libro que cada cual ha aprendido, mientras asisten a la llegada del Invierno, de la límpida nieve que los arropa.

La dirección artística y la producción escenográfica se esfuerzan por mostrar ese extraño territorio en el que todos buscan ser iguales. Se exaltan objetos que demuestran el logro alcanzado por los mundos de la publicidad y del diseño, en tanto constructores de referentes simbólicos directos que determinan las prácticas sociales y subjetivas. El casco de los bomberos tiene la inscripción “Fahrenheit 451” (la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde). El sitio más importante de las casas es una enorme pantalla que ocupa toda una pared, en la cual se desarrolla la televisión interactiva, con participación de las “amas de casa” como confirmadoras de los discursos previamente elaborados. Un “sabueso” robotizado es el que coordina el dispositivo para el buen uso del lanzallamas y, de igual forma, el encargado de detectar los movimientos extraños de cualquier sospechoso que insista en poseer libros. También es notoria la presencia del color rojo como un intento adicional de uniformizar todo. Son rojos, el carro de los bomberos, las paredes y las puertas de la estación, el logotipo que identifica los bomberos, el buzón donde se recibe la información de quienes ponen en peligro el orden establecido. En fin, un rojo que parece devorar los ojos del espectador, como el fuego que le quita la luz a la palabra escrita.

El tono apocalíptico que nos propone Bradbury respecto de los libros, es aprovechado por Truffaut para introducirnos en el debate sobre las posibilidades que tienen aquellos de seguir existiendo en medio de un mundo masificado y mediatizado, en el que las mayorías ya no tienen tiempo para algo que suponga cierto esfuerzo, mucho menos para sufrir el desplazamiento interno que surge tras el encuentro con un libro. “Ahora la vida es inmediata, el empleo cuenta, el placer lo domina todo después del trabajo ¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?”. El aumento de velocidades ha llevado a que muchas cosas fundamentales como los libros, las queramos condensadas. Resulta más cómodo leer resúmenes o escuchar las anécdotas de lo que otros han entendido o seguir un programa radiofónico de 15 minutos o leer los 20 renglones que sobre la materia dice una enciclopedia o aprender todo sobre un autor “en 90 minutos”.

Los valores han virado hacia lo práctico, lo masivo, lo sencillo, lo que puede uniformizarse. En este marco, los libros son tenidos como peligrosos porque muestran “los poros del rostro de la vida”, porque crean mundos fantásticos que le dan cabida a los sueños de cada individuo y lo invitan a volar más allá de sí mismo. ¡La palabra es un arma eficaz que lucha por liberar todo su entorno, y el cantor es su estandarte!


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