7/30/2017

Miklós Jancsó: un cine del movimiento


¡Oh, máquinas, pájaros, frondas, y estrellas!,
nuestra estéril madre pide a gritos parir.
Querido amigo, cariñoso amigo, 
puede resultarte terrible o maravilloso, pero 
no soy yo quien grita, es la tierra que ruge.
Attila József

La muerte del director húngaro Miklós Jancsó, ocurrida el 31 de enero de 2014, me sorprendió justamente cuando iniciaba un recorrido por su filmografía, especialmente por la más representativa – aquella realizada entre 1960 y 1980 –, atraído por la radicalidad de su propuesta estética. Ante el interés creciente que he mantenido por la obra de ese otro gran director del mismo país, Bela Tarr, fue preciso recurrir a las fuentes de donde este importante creador contemporáneo tomó lo más depurado para darle vida a una obra mayor (esa misma que anunció cerrar en el 2013, luego de presentar El caballo de Turín). En efecto, Tarr ha reconocido en varias ocasiones que una de sus principales influencias es el estilo creado desde los años sesenta por su compatriota, el “Tío Miki”, como cariñosamente se empezó a llamar a Jancsó en los últimos años.

Al aproximarme a una obra tan importante como la de Miklós Jancsó, no podía pasar por alto la importante tradición cinematográfica que ha tenido el país magiar desde las primeras décadas del siglo XX y por ello considero oportuno recordar algunos eventos importantes de dicha cinematografía. En los primeros años del cine silente, este país ya tuvo un rico desarrollo en experiencias y exploraciones fílmicas. Hay referencias de que entre 1912 y 1919 se vivió una primera “época de oro” con los trabajos iniciales realizados por importantes figuras, que luego serían reconocidas mundialmente tras su llegada a Estados Unidos y al Reino Unido. Entre ellos se destacó Sándor Korda, quien realizó veinticinco filmes antes de 1919 y además publicó las primeras revistas donde aparecían artículos relacionados con el cine, firmados por importantes escritores del momento. El primer filme de ficción del cual se tiene referencia es Hoy y mañana, de Mihály Kertész, realizado en 1912, año en el que también se creó el primer estudio cinematográfico. El mismo Kertész realizaría 38 filmes entre 1915 y 1919[1].

Por otra parte, es importante resaltar la incidencia que tuvieron algunas personalidades del entorno cinematográfico húngaro en el desarrollo de los grandes estudios, tanto de Hollywood como del Reino Unido. En el campo de la producción, en Hollywood se destacaron: Adolph Zukor, fundador de la Paramount Pictures, y William Fox, iniciador de la Fox Film Corporation, mientras que en el Reino Unido fue muy importante la labor de Alexander Korda como productor independiente, quien, después de haber rodado un considerable número de filmes en su país y en otros de Europa, le dio vida a la London Film Productions. Asimismo, fue muy valioso el aporte de los directores húngaros Charles Vidor, Alexander Korda y Michel Curtiz en su paso por Hollywood, donde dejaron una huella imborrable, junto con los actores, también de origen húngaro, Béla Lugosi y Zsazsa Gábor, además del director musical Miklós Rózsa. En más de 8 países de Europa, especialmente en España, es inolvidable igualmente la labor del director Ladislao Vajda, especialmente entre 1940 y 1950. Y para terminar este recuento de los más importantes personajes húngaros que hicieron aportes al desarrollo de la cinematografía mundial en la primera mitad del siglo XX, reseña al teórico, dramaturgo, guionista y poeta Béla Baláz, quien por primera vez propuso el análisis del cine como “lenguaje”, lo cual implicaba la necesidad de definirle una gramática para su estudio. Asimismo, Baláz exaltaba la importancia de ampliar los análisis fílmicos con referentes psicológicos y sociológicos.

Todos los personajes que acabamos de citar tienen en común el haber salido de su país para darle escape a su deseo creativo. Sin embargo, otros se quedaron en su territorio y, desde allí, empezaron a realizar su aporte para la construcción de la cinematografía nacional; algunos, incluso, han alcanzado a dejar su impronta en la Historia del cine mundial, como ocurre con Miklós Jancsó, Itsván Szabó y Bela Tarr.

Hacia 1948, después de la Segunda Guerra Mundial, se nacionalizó la industria cinematográfica húngara bajo el régimen comunista de Matyas Rákosi, quien estaría en el poder desde 1945 hasta 1956. Durante ese periodo se creó una escuela nacional de cine que empezaría a concentrar y delinear los supuestos para darle vida a un cine propio. Debido a la influencia política del momento, se implantó como criterio estético central el “realismo socialista”, el cual recibiría algunas influencias del neorrealismo al comienzo de la década del 50. Sin embargo, luego de la muerte de Stalin y con la llegada al poder de János Kádár hacia 1956 (quien ejercería hasta 1988 como primer Secretario del Partido Obrero Socialista Húngaro), se empezó a generar una cierta apertura hacia los entornos del mundo occidental, con el cine como uno de los escenarios que se servirían de esa amplitud de criterios. El filme Pequeño carrusel nocturno (1955) de Zoltan Fabri, podría considerarse como el iniciador de una nueva línea en la cinematografía del país centroeuropeo, por la manera como anuncia las nuevas aspiraciones y los nuevos sentimientos, que empiezan a apartarse del arraigado entorno patriarcal. Hacia 1960, el cine empieza a tomarse como un espacio idóneo de reflexión para las cuestiones sociopolíticas. Poco a poco se fue afianzando la gran productora nacional Mafilm y la distribuidora internacional Húngaro Film. Al mismo tiempo, en las nuevas películas empieza a abrirse campo las reflexiones filosóficas, los experimentalismos artísticos y las propuestas de autor; de ello dan cuenta las dos importantes revistas especializadas que surgen en esos años: Filmvilág en 1958 y Filmkulturá en 1965. En el mismo periodo se propicia igualmente la apertura para realizar coproducciones con Checoslovaquia, la Unión Soviética, Francia y Estados Unidos. A partir de 1965, se organiza el Festival de Cine Húngaro, que contaba con el apoyo económico y el favorecimiento del Estado. Por estas y otras razones, se considera a la década de los sesenta como la época de oro del cine húngaro, que ha sido señalada por los estudiosos de la materia, junto con la de la cinematografía checa, como la más importante de ese lapso en los países del Este europeo. Con estos antecedentes surgió hacia finales de la misma década la Nueva Ola del cine húngaro, con noveles directores y sus primeras películas representativas: Itsván Gaál (Los Halcones, 1970), István Szabó (Film de amor, 1970), András Kovács (Días fríos, 1968) y Peter Bacsó (El testigo, 1969). Este último filme es emblemático por ser el primero que critica frontalmente a la burocracia comunista, al mostrar la manera como se negociaban ciertos cargos en los días de posguerra, cuando Rákosi llegaba al poder.

Un poco antes de esa época, hacia 1958, también es importante reseñar el surgimiento del Estudio Béla Balázs, creado informalmente por estudiantes de cine que realizaban el trabajo con sus propios recursos. Esto les daba la oportunidad de abrirse al mundo de lo experimental y lo vanguardista, con lo cual se sobreponían a los intereses de censura que pudiera presentarles el Comité de las Artes Cinematográficas, que respondía a la lógica estatal.

También fueron destacadas en esos años las directoras Márta Mészáros y Judit Elek. Ellas recibirían una mayor influencia del neorrealismo y del Cinéma Verité, y por eso le apostaron a construir un “cine realista”, que precisamente no encuadraba en la peligrosa idealización que se venía haciendo de los procesos socio-políticos. En este marco surge Miklós Jancsó, para empezar a construir ese sello estilístico que lo haría inolvidable y que nos lleva en esta ocasión a indagar más sobre su obra. Márta Mészáros estuvo casada con Jancsó entre 1960 y 1973. Es preciso mencionar además al más internacional de los autores húngaros, István Szabó, quien aportó el gran éxito a la cinematografía de su país: el Oscar de la Academia en 1982 por su película “Mefisto”.


Pasión por la historia y reivindicación de los marginados

¿Dónde, dónde están mis amos?
En el pasado aparecían sin siquiera ser llamados.
Venían antes del primer repique de las campanas,
a través de yermos parajes: locos, poetas,
santos alcohólicos; venían desde los pantanos de la noche,
sosteniendo la peonía rota de Hungría en sus manos.

Sándor Csoori


Miklós Jancsó nació hacia 1921 en Vác, población al norte de Budapest. Sus orígenes se remontan a la región de Transilvania, donde había nacido su padre, mientras que su madre provenía de Rumania. Creció en medio de dos tradiciones que pretendían ser dominantes y que convocaban hacia sus propios entornos culturales, aunque finalmente Jancsó se quedaría en Hungría, donde desarrolló la mayor parte de su obra, sin dejarse tocar por ese nacionalismo que mistifica y convoca a cerrar las fronteras. Antes bien, Jancsó retornó con frecuencia al pasado húngaro, pero para desnudar la herida y mostrar quiénes han sido las verdaderas víctimas a lo largo de los años.

Durante su adolescencia, Jancsó interactuó con diversos grupos humanos asentados en Transilvania (sajones, armenios, judíos, rumanos) y recorrió, cuando era boy scout, pueblos  húngaros que tenían como característica común la resistencia al influjo de la tradición alemana. Ese acercamiento con las expresiones populares de su entorno le generó un gran interés por la etnología, al tiempo que se empezaba a solidarizar con las luchas de los pueblos que defendían su cultura. Aquellos fueron los años en que surgió su interés por el estudio de las artes dramáticas, aunque finalmente se matricularía para estudiar Derecho, carrera que terminó pero no ejerció. En 1945, cuando buscaba ingresar a la Academia de cine y teatro en Budapest, conoció a Béla Balázs, quien lo persuadió para que optara por el estudio del cine. Desde ese momento empezó un acercamiento con el gran teórico y crítico, quien por esos días empezaba a recopilar los archivos de películas húngaras. Finalmente, Jancsó se graduaría en la Escuela Superior de Arte Dramático y Cine hacia 1950. Durante el mismo tiempo, alternó sus estudios con los de etnografía e historia del arte. Y aunque se dedicó al cine, no pudo abstraerse de ese rico caudal de conocimientos que lo alimentó, tal como lo vemos en sus filmes, llenos de alegorías simbólicas y de exaltaciones a las prácticas propias de los pueblos, así como de una particular relación con los actores. Su interés por el teatro se fortalecería en la década de los setenta cuando dirigió algunas obras, de las cuales no se tiene mucha referencia, puesto que se presentaron en círculos muy cerrados.

El debut de Jancsó como realizador cinematográfico estuvo centrado en la producción de documentales y noticiarios. Él no las considera grandes piezas, pero rescata de ellas la oportunidad que le brindaron para aprender el oficio de hacer cine y para recorrer el país y ver la realidad de lo en él acontecía, aunque no tenía ninguna pretensión de “mostrar” la realidad a través de sus trabajos, pues no creía que el cine siempre pudiera hacerlo. Antes bien, Jancsó sentía que con los noticiarios que organizaba ya estaba entrando en los terrenos de la ficción; de ahí que su paso a la realización de largometrajes de ficción no fue nada difícil. Este tránsito tuvo lugar en 1958 con Las campanas se han ido a Roma, filme que se inscribe en la tendencia del realismo socialista. Es el momento de anotar que en 1945 Jancsó se había afiliado al Partido Comunista de Hungría y que sus primeros trabajos respondían a la lógica estética que se marcaba desde el Partido; luego de los sucesos de 1956, cuando el gobierno comunista controló a sangre y fuego el levantamiento popular, se desencantaría de sus procedimientos y se desafiliaría de esa organización. Ya hacia 1965, cuando tuvo su primera gran aparición internacional, se podría decir que Jancsó estaba bastante alejado del entorno comunista, aunque seguía reivindicando su pensamiento de izquierda, utópico pero realista, antiautoritario y escéptico.

Se puede considerar a Cantata (1963) como la primera obra “personal” de Jancsó, con un sello de autor que empezaba a delinearse. Este filme es un homenaje a Antonioni, su primer gran inspirador; del cual retomó las tomas largas, los encuadres en continua reconstrucción, los personajes en permanente movimiento y la narrativa deslizándose hacia lo poético; el bello cierre del filme así lo confirma: “Si la luz del cielo ciega tu vista / no culpes al sol, sino a tus ojos”. Esta hermosa cita, extraída de la novela Oldas és Kötés, de Jozsef Lengyel, le sirvió como base para el guion. Aunque posteriormente Jancsó se alejaría del tratamiento psicológico de los personajes, en esta primera obra alcanza a desarrollar una cierta introspección en los mundos complejos de los sujetos. Su siguiente largometraje, Mi regreso a casa (1964) tiene un matiz autobiográfico y sirve como introducción a los temas políticos e históricos, recurrentes en sus filmes de las décadas de los años sesenta y setenta. En cierta forma, Jancsó recuerda los días de cautiverio que padeció el autor mismo durante la Segunda Guerra Mundial, pero nos propone un tono optimista, expresado en la amistad que surge entre el cautivo y quien lo vigila. En este trabajo, Gyula Hernádi comienza a ser el guionista de Jancsó, actividad que desarrolló hasta comienzos del siglo XXI.

El año 1965 marca el momento en que Miklós Jancsó se da a conocer ante el mundo cinematográfico: es en este punto cuando comienza una carrera ascendente que mantuvo su regularidad durante por lo menos dos décadas.
Se pueden distinguir en la obra de Jancsó dos importantes trilogías: la de la historia y la de los filmes-ballet. La primera comienza con Los desesperados (1965), filme que sirve como punto de partida para una reflexión sobre la manera como el cine puede llegar a ver la historia.

Hay un año emblemático en la historia de Hungría, el de 1848, cuando estalló la revolución contra la monarquía de los Habsburgo. En realidad, esta era una revolución burguesa liberal de carácter nacionalista que contó con el apoyo del campesinado, pero que finalmente fracasó, aunque dejó la inquietud sobre la importancia de romper el atraso feudal y las relaciones coloniales. Es importante tener en cuenta que la Hungría de esa época era un país con más de la mitad de la población compuesta por minorías étnicas; era, asimismo, eminentemente agrícola, atrasado y con una nobleza que poseía gran parte de las tierras. Después de 1848 empiezan a aparecer en el país las relaciones de producción capitalista, con lo cual surge una clase obrera que empezará a organizarse y a luchar por sus derechos. Hacia 1867 aparece la primera organización obrera, formada por socialistas y anarquistas. Y precisamente, la historia de Los desesperados se ubica en la Revolución de 1848, pero no  para contarnos hechos grandilocuentes ni para decirnos acerca del bando triunfador o del héroe que se debe inmortalizar, sino para mostrarnos pequeñas situaciones  que suceden en una especie de campo de concentración ubicado en medio de la nada (la vasta llanura húngara), donde las tropas húngaras mismas ajustician a unos pobres desarrapados a los que consideran bandidos. El discurso político del momento es visto desde la óptica de Jancsó como algo vacío que termina justificando el autoritarismo, pues como los problemas sociales continuaban (“Los pobres muchachos… siguen asaltando y generando desorden” se nos dice en el prefacio de la película, y por tanto “el estamento gubernamental debe controlar los desmanes, las bandas…”, con la represión, por supuesto). Este es el postulado político-discursivo de donde arranca el filme, que se irá desnudando para mostrarnos que lo más importante de corroborar es que siguen existiendo ajusticiamientos, persecuciones, delaciones, suicidios, asesinatos con el fin de escarmentar, y presiones para convertir a los paisanos en informantes. Más allá de querer mostrar las agresiones a una ideología salvadora o el sacrificio de algún mártir que representa el modelo, Jancsó quiere enrostrarnos algo que permanece: las dinámicas carcelarias, las amañadas formas de juzgar y las estrategias para burlar las penas (en el filme, el número de muertos que cada prisionero carga a sus espaldas determina un juego acusatorio perverso para salvarse de la horca, pues “necesariamente” habrá otro que tenga más crímenes a cuestas, y a ese que se debe ubicar para luego señalarlo). Al final, apelando a cierto tono kafkiano, se imponen la quietud, la espera, el agobiante sol, la humillación y la demostración del poderío militar encarnado en sus símbolos – la marcha, la milicia, el acento.
Cuando repetidas veces se le preguntó a Jancsó si el mensaje cifrado que había tras la película aludía a los hechos de 1956, antes que responder favorable o desfavorablemente, reiteraba que su verdadero interés era mostrar que “hay personas que quieren ser libres y hay quienes los reprimen”; por supuesto, esto va más allá de los sucesos de aquel año y se dirige hacia todos los lugares donde haya represión.

En coproducción con la Unión Soviética y para conmemorar el 50 aniversario de la Revolución de Octubre, Jancsó rodó en 1967 Los rojos y los blancos. La particular mirada del director logra sobrepasar la exaltación que pretendía dársele desde el lado soviético, pues, para empezar, ubica la historia en la estepa del sur de Ucrania hacia 1919 (este año alude, ante todo, a la instauración de la primera república comunista húngara bajo el mando de Béla Kun) y muestra una brigada internacionalista conformada por gran número de húngaros que luchan junto a los bolcheviques en la guerra civil rusa que tenía lugar desde 1917, y que enfrentaba a las fuerzas zaristas (blancos) que buscaban reconquistar el poder – con los comunistas (rojos) que pretendían expandir la efervescencia revolucionaria por toda Europa.

Es notable la manera como el director, con libertad creativa y pericia analítica, se aproxima a unos hechos tan complejos y los revivifica para exaltar la lucha popular, pero sin negar las fisuras que permean a las dos fuerzas en contienda. Así, al principio del filme no es muy clara la identificación de los blancos y los rojos, ni por su atuendo ni por sus actuaciones. Todos parecen utilizar los mismos métodos y los mismos recursos, para humillar y desprestigiar al enemigo e incluso a sus propios copartidarios. Hay reclutamientos, persecuciones, deseos de borrar de la memoria al otro y, finalmente, asesinatos, que además son rituales macabros. Una secuencia de extrema crueldad nos muestra el asesinato de un rojo, luego de obligarlo a cantar un himno zarista, supuestamente para que se le concediera la libertad. Pero también hay una bella variación de tempo (aunque la temática gira en torno a la humillación) en aquella secuencia que tiene lugar en medio de un espléndido bosque, cuando obligan a las enfermeras a bailar un vals entre ellas, vestidas elegantemente, y con el asedio de la muerte en cada paso; es ese el mismo momento en que irrumpe (casi que por única vez) una música popular que exalta el idílico paisaje y le suma profundidad a la miseria. Finalmente, antes que elogiar el proceso de la guerra, la película reafirma su absurdo. Las palabras de una enfermera nos reitera que con la guerra seguimos sembrando en la sombra: “Debemos grabarnos los nombres de los muertos… por sus familias”; en otras palabras, al final, los muertos ni siquiera pueden aspirar a un nombre.

Silencio y grito, de 1968, cierra la Trilogía de la historia. Esta película se ubica, al igual que la anterior, en 1919, año en que se intentaba crear una república comunista húngara (República de los Consejos), independiente del gobierno soviético. Las líneas comunes de Jancsó en su forma de apropiarse la historia muestran aquí su continuidad, aunque en este caso reducen el relato a una historia personal: un joven militante del proyecto político en ciernes se refugia en una casa campestre, con la complicidad de un comandante militar y de dos hermanas que lo acogen. Las peripecias para mantenerse incógnito resultan menos representativas que el conflicto moral al que se enfrenta cuando descubre los actos criminales de las hermanas, pues delatarlas significaría el ajusticiamiento de todos. De nuevo, el director pone sobre la mesa las dinámicas del poder, para interrogar los acontecimientos de 1919, ese año tan particular y complejo para el país magiar.

Es importante anotar que con Silencio y grito se cierran los trabajos en blanco y negro de Jancsó, al tiempo que se inicia el trabajo fotográfico de János Kende, quien alcanzaría sus máximos logros en los filmes de los setenta. Hasta ese momento Tamás Somló había trabajado como director de fotografía, y era él quien le había dado a los filmes de Jancsó ese sello particular al desplazar la cámara como trazando pinceladas para mantener equilibrados los encuadres durante largos planos abiertos, con la exaltación, asimismo, del claroscuro, la iluminación natural y la profundidad de campo. Son pocos los primeros planos que se observan en esos trabajos inaugurales, pero tienen cierta intensidad (más por la desesperación que transmiten), mientras que algunos picados sirven para empequeñecer a las masas y al mismo tiempo redimensionarlas en su potencial poderío.

Con su siguiente película, La confrontación (1968), Jancsó incluye (además del color) la danza y la canción populares como algo representativo del relato, así como las alegorías y los rituales. Por esos mismos años, el director empezó a realizar algunos trabajos fuera de su país, debido principalmente a la relación afectiva que entabló con la guionista italiana Giovanna Gagliardo, con quien rodó en el país itálico cinco películas durante la década de los setenta. Sirocco en invierno (1969) que contó con producción francesa, y La pacifista (1970), realizada en Italia, son dos trabajos que tienen un cierto espíritu heredero de Mayo del 68, puesto que exalta acciones emprendidas por militantes de izquierda no comunistas; en la primera, es un anarquista el que concita a la unidad entre varios prisioneros; y en la segunda, un guardia rojo de carácter pacifista es asesinado por sus propios compañeros.

Finalmente, es importante resaltar que aunque en Jancsó hay una pasión por la historia, gracias a los micro-acontecimientos que se engrandecen y le dan vida a los “hechos relevantes”, él  reconoce no hacer películas históricas. En efecto, lo que quiere Jancsó es expresar su punto de vista sobre el mundo y para ello recurre a hechos históricos de los cuales se puedan sacar reflexiones que permanezcan.


El ritual del movimiento

“El espacio recorrido es pasado, el movimiento es presente, es el acto de recorrer. El espacio recorrido es divisible, e incluso infinitamente divisible, mientras que el movimiento es indivisible, o bien no se divide sin cambiar, con cada división, de naturaleza”
Gilles Deleuze[2]

Retomando algunos de los elementos trabajados por Gilles Deleuze (aunque en su magna obra no encontremos referencias a Jancsó), podemos aproximarnos al trabajo realizado por el director húngaro (desde los primeros filmes ya mencionados, pero especialmente en tres de los realizados en los años setenta) y considerarlo como cine del movimiento o filmes-movimiento que desarrollan esa primera tesis bergsoniana, la cual nos anuncia el movimiento como algo presente, cuya naturaleza reside en el recorrer permanente. De ahí que los cortes generados por los planos adquieran en el cine movilidad, heterogeneidad, dinámica; nunca quietud ni atemporalidad.

Pocos directores como Jancsó tuvieron tanta claridad acerca de lo que suponía liberar la cámara, darle esa apertura hacia la temporalidad que atraviesa los espacios delimitados por el encuadre y nos pone frente a nuevas posibilidades perceptuales. La cuestión de moral a la que aludía Godard cuando pensaba en los travellings se convierte en Jancsó en una propuesta estilística, desafiante, marginal, pero llena de insinuaciones para la producción audiovisual. El uso del plano-secuencia que se venía afianzando con las nuevas olas de la época, en Jancsó también tenía su particularidad: buscaba ante todo aproximarse a la realidad siguiendo el comportamiento de los actores, pues consideraba que era en los planos largos donde se podría gozar de cierta libertad para expresar un gesto, un caminar, una manera de desplazamiento. Era, además, un intento de imitar la vida en sus maneras más simples. Sin embargo, no se puede tildar la obra de Jancsó como una apuesta ingenua por el naturalismo; él va mucho más allá y propone otra manera de trabajar tanto el realismo como el naturalismo. Su distancia frente al montaje expresaba resistencia a una forma de narrar, de manejar las emociones, de estructurar un filme. Con esta postura se apartaba de las dinámicas predominantes impuestas desde Hollywood, pero también de ese legado a favor del montaje, tan promulgado por el realismo socialista, en el que había inscrito sus primeros trabajos. Claro que el director también manifestaba tener una dificultad  para hacer los cortes en las secuencias (confesaba, por ejemplo, nunca entender el plano contra plano) y por eso prefería reemplazarlos por movimientos de cámara; además, sostenía que esto le resultaba más rápido y económico. Las secuencias largas las filmaba con la cámara en movimiento sobre rieles de setenta a cien metros. Construía la escena en función de los rieles, siempre improvisando los movimientos, sin repetir más de dos o tres veces la misma situación[3].

La denominada Trilogía de los filmes-ballet está compuesta por Agnus Dei (1970), Salmo rojo (1971) y Electra, mi amor (1974), todas ellas fueron realizados en Hungría. Son los filmes estéticamente más arriesgados y radicales; todos tienen en común la economía de planos (no sobrepasan los veinte), la danza de la cámara alrededor de los personajes, el movimiento incesante de los actores, las danzas, los cánticos, las alegorías, los rituales. La más enigmática de las tres películas es Agnus Dei, cuyo nombre remite al ritual católico donde se le canta al “cordero de Dios”. Ubicada nuevamente en 1919, ahora es el tono apocalíptico el que se cierne sobre los personajes en pugna: blancos y rojos representan la lucha entre Dios y Satán. Hay un marcado interés del director por desacralizar el credo católico; así, apelando a la simbología propia de dicho entorno, logra desnudar la falsa mansedumbre, el apego al poder, la condena del diferente, y el camino del sacrificio que desemboca en la muerte. Asistimos pues a una representación del Juicio Final, lo cual dice mucho de un país que, para el momento en que se ubica la película, no sabe hacia dónde va.

Salmo rojo es quizá el trabajo más recordado de Jancsó, no solo por haber ganado en Cannes el premio a mejor director, sino por la fuerza de la puesta en escena, que revive los momentos de efervescencia en que surgieron los movimientos campesinos durante el siglo XIX. El guionista Gyula Hernádi, tras haber encontrado en la Biblioteca Nacional un cuaderno con unos antiguos salmos socialistas, se propuso elaborar un relato a partir de ellos, y le dio a la presencia femenina un lugar central en la expresión del sentimiento revolucionario. La estructura narrativa está apoyada por las letras de los cánticos. Así, desde el inicio  y a lo largo de todo el filme, alternadamente se escuchan distintas versiones de La Marsellesa y de La Varchavianka[4], aderezadas con la envolvente voz de Tamás Cseh, el gran cantautor húngaro que a partir de esta película acompañaría a Jancsó en algunos de sus trabajos. Las proclamas campesinas abogan por “derechos para el pueblo”, se afianzan con la declaración de permanecer “todos juntos” y vislumbran un mañana en el que “serán hombres libres”(Sobre nuestras cabezas la tempestad resuena / con los rayos malditos del infierno / hoy empieza la lucha final”). Alegorías de toda suerte circulan desafiando y confrontando los poderes, pero, al final, el escepticismo de Jancsó vuelve a expresarse a través de la emotiva y poética canción de Cseh, una  de esas referencias musicales que logran hacerse inolvidables:
“¿Cuáles son las tres reglas de la muerte? / Primero la carreta roja /después la verde hierba / y después la ciega locura / Janós Szanto ha muerto / y siempre hasta el final / hasta el final del final. / Es bien cierto, es así, / la piedra será dura / la mantequilla blanda”.

Jancsó nos regala un bello filme, no exento de críticas de ciertos sectores, que lo consideraron manierista, almibarado y fuera de contexto. Sin embargo, el paso de los años ha servido para confirmarnos que este trabajo permanece con gran fuerza y siempre logra revivir esa utopía exaltada desde el esperanzador siglo XIX, como un camino aún por recorrer.

Con Electra, mi amor, Jancsó hace su trabajo formal aún más depurado. En solo doce planos logra revivir la tragedia de Electra sin ningún escenario, solamente apropiándose de un gran espacio: la puszta (llanura húngara), el lugar preferido por el director hasta los años ochenta, cuando dirigió su mirada hacia los entornos urbanos. Es la misma envolvente llanura que tan bellamente cantó el poeta Sándor Petofi: “Es en el llano extenso como el mar / donde mi hogar está/ y mi alma libre vuela como un águila/ por la estepa infinita”. Tal como en el texto griego, Electra (“la que no olvida”) vuelve a ser adalid de la ley y la justicia, y con furia y desparpajo arremete contra los tiranos: “Malditos sean los tiranos y bendito sea cada hombre que resiste a la tiranía”. El pueblo es convocado por Electra para vencer el miedo que los ata al tirano y por eso les recuerda que tienen la fuerza para volver a empezar cada día. Con una sugestiva presencia al final del filme (un helicóptero rojo al que se sube Electra junto a Orestes) se evoca el pájaro de fuego que debe morir cada día para renacer al siguiente con el espíritu de libertad. La salmodia roja termina cuando el tirano ha muerto y se puede pronunciar la nueva alocución: “Bendito sea su nombre, ¡Revolución!”. La Electra de Jancsó es un personaje que se mueve continuamente y sus pasos coreografiados se inscriben en la radicalidad del movimiento que el director ha llevado a su límite. Su más importante apuesta es por darle vida a un cine del movimiento. Desde antes, Jancsó ya nos había dicho que “las secuencias largas son la verdadera expresión del filme: son el filme mismo”[5]. Y también había sostenido en alguna ocasión que “la vida parece un movimiento continuo” y que este movimiento es “físico y también filosófico: la contradicción se basa en el movimiento, el movimiento de ideas, el movimiento de las masas”. Esa materialidad de las imágenes coincide con lo planteado por Deleuze, cuando asevera que el cine es capaz de liberar el movimiento, puesto que forma  parte de las imágenes materiales (inmanentes) que no siempre dependen de la mirada humana (subjetividad)[6].

Considero que Electra, mi amor es el filme de Jancsó que marca un punto de llegada. Con él cierra un camino de exploración que lo puso en un lugar estético y formal muy alto, y que sirvió como referencia para directores como Angelopoulos, Tarr y Sokurov. El director mismo presentía que no podía ir más allá, que la exploración debía ya tomar otro rumbo. Tras la realización de este filme, Jancsó declaraba: “Empiezo a sentir miedo de mi propio lenguaje. Creo que mi universo se ha cerrado demasiado. No me gustan los universos cerrados y si aceptase encerrarme en el mío entraría en contradicción conmigo mismo, con mis convicciones”[7]. Quizás por esa razón, emprendió la realización de sus películas en Italia, donde tuvo su mayor éxito con Vicios privados, públicas virtudes (1976), la cual tuvo gran circulación internacional, debido principalmente a la presencia de la temática erótica, que por esos años empezaba a inundar las pantallas del mundo.
 
Con este breve recorrido por una parte de la obra de Jancsó, además de rendirle un homenaje al director, busco revivir sus propuestas estilísticas y sacar del olvido una obra muy rica para el estudio cinematográfico. Es muy difícil de olvidar, además, el manejo actoral que le dio a sus películas. Con los actores tenía poco diálogo, había poca explicación, pues buscaba que ellos asumieran el riesgo de seguir al director en sus indicaciones generales (es decir, que tuvieran un acto de confianza, de entrega, como consecuencia del oficio de actor). Es común encontrar secuencias largas en las que los actores hablan poco, pero en cambio se mueven mucho. Se prioriza y se intensifica el lenguaje corporal, con lo cual se genera un gran vínculo con el universo teatral, aunque casi todo era improvisado durante los rodajes. Jancsó les pedía a los actores que comprendieran las situaciones y las confrontaciones (tensiones) mientras se estaba filmando. Por su puesto, esto requería de humildad y contemplación por parte del actor (es preciso anotar que muchos de ellos eran amigos personales de Jancsó,  con quienes había establecido un equipo de trabajo). De esta manera, el actor era indiferente, frío, no participaba en el personaje del filme. Se presenta así un doble juego de distanciamiento: un no sentir del actor, una ausencia de psicología y, por tanto, de tragedia. Por eso es común ver más presencia de grupos que de personajes individuales. El director no pretende hacer filosofía ni psicología con sus trabajos. Para él existen los movimientos de los actores como material natural. Debido al gusto que tenía por los westerns de Jonh Ford, había optado por preferir la acción y la reciedumbre de los personajes a su psicologización. También es muy común en sus filmes el desnudo, pero sin connotaciones eróticas, aunque sí elegía cuerpos bellos y paisajes claros (por un cierto gusto clasicista que él mismo reconoció). Disfrutaba el movimiento de los cuerpos jóvenes integrados con la naturaleza. El cuerpo era tratado como extensión de la naturaleza en su expresión más auténtica, aunque, en algunos filmes, la desnudez hacía referencia a la humillación.

En Jancsó encontramos una síntesis de Antonioni (en las composiciones amplias para pantallas gigantes y en los paisajes que, aunque austeros, están llenos de alegorías); de Bresson (con esos actores impasibles y con la exageración en el diseño del sonido); de Welles (a través de los travellings exuberantes que bordean los espacios y construyen finas coreografías); y del teatro del absurdo (por momentos, los personajes, en una suerte de pesimismo desolado, parecen dirigirse hacia un mundo vacío, con una fe ciega en la historia y la revolución). Desde sus inicios como documentalista, Jancsó jamás negó  su preocupación por lo político y por la realidad. Su postura política a favor del socialismo está expresada en casi todas las películas de estos primeros años. Hacía 1972 sostenía que “el peor socialismo es mejor que el mejor capitalismo” y que el poder “siempre era del pueblo”[8]. No hay que desconocer que estas declaraciones se daban en el entorno de un país socialista, en un momento de grandes aperturas a la crítica y la reflexión, y en el que el Estado cubría la mayor parte del proceso productivo cinematográfico. Su discurso no era partidista, pero sí se alineaba con los marginados y las luchas populares. Además, Jancsó no tenía reparos en denunciar los regímenes autoritarios: “Cuando hay opresión, siempre hay quienes se rebelan, aunque sepan que les espera la muerte”.

Al recordar a Jancsó es imposible renunciar a la contemplación de su tratamiento delicado de la forma: “Lo que me interesa es la forma y si busco constantemente la mayor sobriedad formal es precisamente para intentar eliminar el romanticismo sentimental del que tanto hemos abusado”[9]. Por eso utiliza los materiales con un sentido realista. El director es contundente al afirmar que la imagen no significa más que ella misma. Los decorados son naturales, la luz es natural, los actores tienen un comportamiento libre. Y no es precisamente la narración lo que más le interese, pues los personajes pueden confundirse fácilmente unos con otros; usualmente no tienen nombre ni una caracterización particular, son más bien presencias simbólicas (un tirano, un idealista, un trovador, un libertador, un sometido) que van acompañadas de sus respectivas alegorías: uniformes, fuego, humillación, desnudez, caballos, velas, cánticos populares, danzas, espadas, aves, entre otras.

Volver sobre la obra de Jancsó es asistir de nuevo a la fascinación de los espacios abiertos,  de la pantalla ancha, de la plasticidad en las escenas, de la acción fuera de campo, de la recomposición sutil de los encuadres, de la coreografía escéptica; de la austeridad en la psicología, en el montaje, en los efectos extraordinarios y en la música incidental. Eso implica dejarnos llevar por ese cine ritual y poético que no deja de convocarnos.

Finalmente, quiero remitir a la web Kinoeye[10], donde se encuentra un exhaustivo estudio sobre la obra de Miklós Jancsó, coordinado por Andrew James Horton, uno de los mayores especialistas en el estudio de la cultura y los cines del centro europeo.


Bibliografía

Alberó, P. (2006). Vientos del Este: los nuevos cines en los países socialistas europeos (1955-1975). Valencia: Ediciones de la Filmoteca.
Deleuze, G. (1984). La imagen movimiento. Estudios sobre cine 1. Buenos Aires: Paidós.
Jancsó, M. (1972). Entrevista a Miklós Jancsó. Primer Plano, 1
Labarrére, A. (2009). Atlas del cine. Madrid: Akal.
Zunzunegui, S. (2006). Vientos del Este: los nuevos cines en los países socialistas europeos (1955-1975). Valencia: Ediciones de la Filmoteca.




[1]André Z. Labarrére, Atlas del cine, Madrid, Akal, 2009.
[2]Deleuze Gilles, La imagen movimiento – Estudios sobre cine 1, Buenos Aires, Paidós, 1984.
[3] Entrevista a Miklós Jancsó, Revista de cine Primer Plano, Vol. 1 No. 4, Valparaíso, Ediciones Universitarias, 1972.
[4]La Varchavianka, también conocida como la Varsovienne, es una composición polaca de 1831, que exaltaba las luchas obreras mundiales. Inspirado en la Insurrección Polaca de Noviembre de 1830, el poeta francés Casimir Delavigne, compuso la letra original, la cual sería posteriormente traducida al polaco y desde ahí, a otros varios idiomas con sus propias versiones. En español es muy conocida la versión de Valeriano Orobón, que luego se convirtió en el himno A las barricadas, el cual ha sido retomado por diversos sectores anarcosindicalistas españoles.
[5]Entrevista a Miklós Jancsó, Ibídem.
[6]Deleuze, Gilles, Ibídem.
[7]Jancsó, Miklós, citado por Santos Zunzunegui en Vientos del Este: los nuevos cines en los países socialistas europeos (1955-1975), Valencia, Ediciones de la Filmoteca, 2006.
[8]Entrevista a Miklós Jancsó, Ibídem.
[9]Jancsó, Miklós, citado por Pere Alberó en Vientos del Este: los nuevos cines en los países socialistas europeos (1955-1975), Valencia, Ediciones de la Filmoteca, 2006.
[10] Kinoeye fue un diario en línea sobre el cine europeo, que circuló entre 2001 y 2004. El editor en Jefe fue Andrews James Horton. La siguiente es la dirección donde se encuentra el estudio sobre Miklós Jancsó: http://www.kinoeye.org/index_03_03.php

1 comentario:

  1. Excelente texto e interesante conocer la obra de este director. Un saludo

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