¡Oh,
máquinas, pájaros, frondas, y estrellas!,
nuestra estéril madre pide a gritos parir.
Querido amigo, cariñoso amigo,
puede resultarte terrible o maravilloso, pero
no soy yo quien grita, es la tierra que ruge.
nuestra estéril madre pide a gritos parir.
Querido amigo, cariñoso amigo,
puede resultarte terrible o maravilloso, pero
no soy yo quien grita, es la tierra que ruge.
Attila József
La muerte del
director húngaro Miklós Jancsó,
ocurrida el 31 de enero de 2014, me sorprendió justamente
cuando iniciaba un
recorrido por su filmografía, especialmente por la más representativa – aquella realizada entre 1960 y
1980 –, atraído por la radicalidad de su propuesta estética. Ante el interés creciente
que he mantenido por la obra de ese otro gran director del mismo país, Bela
Tarr, fue preciso recurrir a las fuentes de donde este importante creador
contemporáneo tomó lo más depurado para darle vida a una obra mayor (esa misma
que anunció cerrar en el 2013, luego de presentar El caballo de Turín). En efecto, Tarr ha
reconocido en varias ocasiones que una de sus principales influencias es el
estilo creado desde los años sesenta por su compatriota, el “Tío Miki”, como cariñosamente se
empezó a llamar a Jancsó en los últimos años.
Al aproximarme a una obra tan importante
como la de Miklós Jancsó, no podía pasar por alto la importante tradición cinematográfica que ha
tenido el país magiar desde las primeras décadas del siglo XX y por ello
considero oportuno recordar algunos eventos importantes de dicha
cinematografía. En los primeros años del cine silente, este país ya tuvo un rico desarrollo en
experiencias y exploraciones fílmicas. Hay referencias de que entre 1912 y 1919
se vivió una primera “época de oro” con los trabajos iniciales realizados por
importantes figuras,
que luego serían reconocidas mundialmente tras su llegada a Estados Unidos y al
Reino Unido. Entre ellos se destacó Sándor Korda, quien realizó veinticinco filmes antes de
1919 y además publicó las primeras revistas donde aparecían artículos
relacionados con el cine, firmados por importantes escritores del momento. El
primer filme de ficción del cual se tiene referencia es Hoy y mañana,
de Mihály Kertész, realizado en 1912, año en el que también se creó el primer
estudio cinematográfico. El mismo Kertész realizaría 38 filmes entre 1915 y 1919[1].
Por otra parte,
es importante resaltar la incidencia que tuvieron algunas personalidades del
entorno cinematográfico húngaro en el desarrollo de los grandes estudios, tanto de Hollywood como
del Reino Unido. En el campo de la producción, en Hollywood se destacaron:
Adolph Zukor, fundador de la Paramount Pictures, y William Fox, iniciador de la Fox
Film Corporation, mientras que en el Reino Unido fue muy importante la labor de
Alexander Korda como productor independiente, quien, después de haber rodado
un considerable número de filmes en su país y en otros de Europa, le dio vida a
la London Film Productions. Asimismo, fue muy valioso el aporte de los
directores húngaros Charles Vidor, Alexander Korda y Michel Curtiz en su paso
por Hollywood, donde dejaron una huella imborrable, junto con los actores, también de
origen húngaro, Béla Lugosi y Zsazsa Gábor, además del director musical Miklós Rózsa. En más de 8 países de
Europa, especialmente en España, es inolvidable igualmente la labor del director
Ladislao Vajda, especialmente entre 1940 y 1950. Y para terminar este recuento
de los más importantes personajes húngaros que hicieron aportes al desarrollo
de la cinematografía mundial en la primera mitad del siglo XX, reseñaré al teórico, dramaturgo,
guionista y poeta Béla Baláz, quien por primera vez propuso el análisis del cine como “lenguaje”, lo cual implicaba la
necesidad de definirle una gramática para su estudio. Asimismo, Baláz exaltaba la
importancia de ampliar los análisis fílmicos con referentes psicológicos y
sociológicos.
Todos los personajes que acabamos de citar tienen
en común el haber salido de su país para darle escape a su deseo creativo. Sin
embargo, otros se quedaron en su territorio y, desde allí, empezaron a realizar su aporte para la construcción de la
cinematografía nacional; algunos, incluso, han alcanzado a dejar su impronta en
la Historia del cine mundial, como
ocurre con Miklós Jancsó, Itsván Szabó y Bela Tarr.
Hacia 1948,
después de la Segunda Guerra Mundial, se nacionalizó la industria
cinematográfica húngara bajo el régimen comunista de Matyas Rákosi, quien
estaría en el poder desde 1945 hasta 1956. Durante ese periodo se creó una
escuela nacional de cine que empezaría a concentrar y delinear los supuestos
para darle vida a un cine propio. Debido a la influencia política del momento,
se implantó como criterio estético central el “realismo socialista”, el cual
recibiría algunas influencias del neorrealismo
al comienzo de la
década del 50. Sin embargo, luego
de la muerte de Stalin y con la llegada al poder de János Kádár hacia 1956 (quien
ejercería hasta 1988
como primer Secretario del Partido Obrero Socialista Húngaro), se empezó a generar una cierta
apertura hacia los entornos del mundo occidental, con el cine como uno de los escenarios que se
servirían de esa amplitud de criterios. El filme Pequeño carrusel nocturno (1955) de
Zoltan Fabri, podría considerarse como el iniciador de una nueva línea en la cinematografía del país centroeuropeo,
por la manera como anuncia las nuevas aspiraciones y los nuevos sentimientos, que empiezan a apartarse
del arraigado entorno patriarcal. Hacia 1960, el cine empieza a tomarse como un
espacio idóneo de reflexión para las cuestiones sociopolíticas. Poco a poco se
fue afianzando la gran productora nacional Mafilm y la distribuidora
internacional Húngaro Film. Al mismo tiempo, en las nuevas películas empieza a
abrirse campo las reflexiones filosóficas, los experimentalismos artísticos y
las propuestas de autor; de ello dan cuenta las dos importantes revistas
especializadas que surgen en esos años: Filmvilág
en 1958 y Filmkulturá en 1965. En el
mismo periodo se propicia
igualmente la apertura para realizar coproducciones con Checoslovaquia, la Unión Soviética, Francia
y Estados Unidos. A partir de 1965, se organiza el Festival de Cine Húngaro, que contaba con el apoyo económico y el
favorecimiento del Estado. Por estas y otras razones, se considera a la década
de los sesenta como la época de oro del
cine húngaro, que
ha sido señalada por
los estudiosos de la materia, junto con la de la cinematografía checa, como la más importante de ese lapso
en los países del Este europeo. Con estos antecedentes surgió hacia finales de la misma década
la Nueva Ola del cine húngaro, con noveles directores y sus primeras películas
representativas: Itsván Gaál (Los
Halcones, 1970), István Szabó (Film de amor, 1970), András Kovács (Días fríos, 1968) y Peter Bacsó (El testigo,
1969). Este último filme es emblemático por ser el primero que critica
frontalmente a la
burocracia comunista, al mostrar la manera como se negociaban ciertos
cargos en los días de posguerra, cuando Rákosi llegaba al poder.
Un poco antes de
esa época, hacia 1958, también es
importante reseñar el surgimiento del Estudio Béla Balázs, creado informalmente
por estudiantes de cine que realizaban el trabajo con sus propios recursos. Esto les daba la oportunidad
de abrirse al mundo de lo experimental y lo vanguardista, con lo cual se sobreponían a los
intereses de censura que pudiera presentarles el Comité de las Artes Cinematográficas, que respondía a la lógica estatal.
También fueron
destacadas en esos años
las directoras Márta Mészáros y Judit Elek. Ellas recibirían una mayor influencia del neorrealismo y del Cinéma Verité, y por eso le apostaron a construir un “cine
realista”, que
precisamente no encuadraba en
la peligrosa idealización que se venía haciendo de los procesos socio-políticos.
En este marco surge Miklós Jancsó, para empezar a construir ese sello estilístico que lo haría
inolvidable y que nos lleva en esta ocasión a indagar más sobre su obra. Márta
Mészáros estuvo casada con Jancsó entre 1960 y 1973. Es preciso mencionar además
al más internacional de los autores húngaros, István Szabó, quien aportó el
gran éxito a la cinematografía de su país: el Oscar de la Academia en 1982 por
su película “Mefisto”.
Pasión por la historia y reivindicación de los marginados
¿Dónde, dónde están mis amos?
En el pasado aparecían sin siquiera ser
llamados.
Venían antes del primer repique de las
campanas,
a través de yermos parajes: locos, poetas,
santos alcohólicos; venían desde los
pantanos de la noche,
sosteniendo la peonía rota de Hungría en sus
manos.
Sándor
Csoori
Miklós Jancsó
nació hacia 1921 en Vác, población
al norte de Budapest. Sus orígenes se remontan a la región de Transilvania, donde había nacido su
padre, mientras que su madre provenía de Rumania. Creció en medio de dos tradiciones
que pretendían ser dominantes y que convocaban hacia sus propios entornos
culturales, aunque
finalmente Jancsó se
quedaría en Hungría, donde desarrolló la mayor parte de su obra, sin dejarse
tocar por ese nacionalismo que mistifica y convoca a cerrar las fronteras.
Antes bien, Jancsó retornó
con frecuencia al pasado húngaro, pero para desnudar la herida y mostrar quiénes han sido las
verdaderas víctimas a lo largo de los años.
Durante su
adolescencia, Jancsó interactuó con diversos grupos humanos asentados en
Transilvania (sajones, armenios, judíos, rumanos) y recorrió, cuando era boy scout, pueblos húngaros que tenían como característica común
la resistencia al
influjo de la tradición alemana. Ese acercamiento con las expresiones populares
de su entorno le generó
un gran interés por la etnología, al tiempo que se empezaba a solidarizar con
las luchas de los pueblos que
defendían su cultura. Aquellos
fueron los años en que surgió su interés por el estudio de las artes dramáticas, aunque
finalmente se matricularía para estudiar Derecho, carrera que terminó pero no
ejerció. En 1945, cuando buscaba ingresar a la Academia de cine y teatro en
Budapest, conoció a Béla Balázs, quien lo persuadió para que optara por el
estudio del cine. Desde ese
momento empezó un acercamiento con el gran teórico y crítico, quien por
esos días empezaba a recopilar los archivos de películas húngaras. Finalmente,
Jancsó se graduaría en la Escuela Superior de Arte Dramático y Cine hacia 1950.
Durante el mismo tiempo, alternó sus estudios con los de etnografía e historia
del arte. Y aunque se dedicó al cine, no pudo abstraerse de ese rico caudal de
conocimientos que lo alimentó, tal como lo vemos en sus filmes, llenos de
alegorías simbólicas y de exaltaciones a las prácticas propias de los pueblos,
así como de una particular relación con los actores. Su interés por el teatro
se fortalecería en la década de los setenta cuando dirigió
algunas obras, de las cuales no se tiene mucha referencia, puesto que se presentaron en círculos
muy cerrados.
El debut de
Jancsó como realizador cinematográfico estuvo centrado en la producción de
documentales y noticiarios. Él no las considera grandes piezas, pero rescata de ellas la
oportunidad que le brindaron para aprender el oficio de hacer cine y para
recorrer el país y ver la realidad de lo en él acontecía, aunque no tenía ninguna pretensión de “mostrar”
la realidad a través de sus trabajos, pues no creía que el cine siempre pudiera
hacerlo. Antes bien, Jancsó sentía que con los
noticiarios que organizaba ya estaba entrando en los terrenos de la ficción; de ahí que su paso a la
realización de largometrajes de ficción no fue nada difícil. Este tránsito tuvo
lugar en 1958 con Las campanas se han ido
a Roma, filme que se inscribe en la tendencia del realismo socialista. Es el momento de anotar que en 1945 Jancsó se
había afiliado al Partido Comunista de Hungría y que sus primeros trabajos
respondían a la lógica estética que se marcaba desde el Partido; luego de los sucesos de 1956, cuando el gobierno comunista
controló a sangre y fuego el levantamiento popular, se desencantaría de sus
procedimientos y se desafiliaría de esa organización. Ya hacia 1965, cuando tuvo su primera gran
aparición internacional, se podría decir que Jancsó estaba bastante alejado del
entorno comunista,
aunque seguía reivindicando su pensamiento de izquierda, utópico pero realista,
antiautoritario y escéptico.
Se puede
considerar a Cantata (1963) como la
primera obra “personal” de Jancsó, con un sello de autor que empezaba a delinearse.
Este filme es un homenaje a Antonioni, su primer gran inspirador; del cual retomó las tomas
largas, los encuadres en continua reconstrucción, los personajes en permanente
movimiento y la narrativa deslizándose hacia lo poético; el bello cierre del
filme así lo confirma: “Si la luz del cielo ciega tu vista / no culpes al sol,
sino a tus ojos”. Esta
hermosa cita,
extraída de la novela Oldas és Kötés, de Jozsef Lengyel, le sirvió como base para el
guion. Aunque posteriormente Jancsó se alejaría del tratamiento psicológico de
los personajes, en esta primera obra alcanza a desarrollar una cierta
introspección en los mundos complejos de los sujetos. Su siguiente
largometraje, Mi regreso a casa
(1964) tiene un matiz autobiográfico y sirve como introducción a los temas
políticos e históricos,
recurrentes en sus filmes de las
décadas de los años sesenta y setenta. En cierta forma, Jancsó recuerda los días de cautiverio
que padeció el autor mismo
durante la Segunda Guerra Mundial, pero nos propone un tono optimista,
expresado en la amistad que surge entre el cautivo y quien lo vigila. En este
trabajo, Gyula Hernádi comienza a ser el guionista de Jancsó, actividad que
desarrolló hasta comienzos del
siglo XXI.
El año 1965 marca el momento en que
Miklós Jancsó se da a
conocer ante el mundo cinematográfico: es en este punto cuando comienza una carrera ascendente que
mantuvo su regularidad durante por
lo menos dos décadas.
Se pueden
distinguir en la obra de Jancsó dos importantes trilogías: la de la historia y la de los
filmes-ballet. La primera comienza con Los
desesperados (1965), filme que sirve como punto de partida para una
reflexión sobre la manera como el cine puede llegar a ver la historia.
Hay un año
emblemático en la historia de Hungría, el de 1848, cuando estalló la revolución contra la monarquía de los Habsburgo. En
realidad, esta era una
revolución burguesa liberal de carácter nacionalista que contó con el apoyo del
campesinado, pero que
finalmente fracasó,
aunque dejó la inquietud sobre la importancia de romper el atraso feudal y las
relaciones coloniales. Es importante tener en cuenta que la Hungría de esa
época era un país con más de la mitad de la población compuesta por minorías
étnicas; era, asimismo,
eminentemente agrícola, atrasado y con una nobleza que poseía gran parte de las
tierras. Después de 1848
empiezan a aparecer en el país las relaciones de producción capitalista,
con lo cual surge una clase obrera que empezará a organizarse y a luchar por
sus derechos. Hacia 1867 aparece la primera organización obrera, formada por
socialistas y anarquistas. Y precisamente, la historia de Los desesperados se ubica en la Revolución de 1848, pero no para contarnos hechos grandilocuentes ni para
decirnos acerca del
bando triunfador o del
héroe que se debe inmortalizar, sino para mostrarnos pequeñas situaciones que suceden en una especie de campo de
concentración ubicado en medio de la nada (la vasta llanura húngara), donde las tropas húngaras mismas ajustician a unos pobres
desarrapados a los que
consideran bandidos. El discurso político del momento es visto desde la óptica
de Jancsó como algo vacío
que termina justificando el autoritarismo, pues como los problemas sociales continuaban (“Los
pobres muchachos… siguen asaltando y generando desorden” se nos dice en el prefacio de la
película, y por tanto “el estamento gubernamental debe controlar los desmanes,
las bandas…”, con la represión, por
supuesto). Este es el
postulado político-discursivo de donde arranca el filme, que se irá desnudando para mostrarnos
que lo más importante de corroborar es que siguen existiendo ajusticiamientos,
persecuciones, delaciones, suicidios,
asesinatos con el fin de escarmentar, y presiones para convertir a los
paisanos en informantes. Más allá de querer mostrar las agresiones a una
ideología salvadora o el sacrificio de algún mártir que representa el modelo, Jancsó quiere enrostrarnos
algo que permanece: las dinámicas carcelarias, las amañadas formas de juzgar y
las estrategias para burlar las penas (en el filme, el número de muertos que
cada prisionero carga a sus espaldas determina un juego acusatorio perverso
para salvarse de la horca, pues “necesariamente” habrá otro que tenga más
crímenes a cuestas, y a ese que se debe ubicar para luego señalarlo). Al final,
apelando a cierto tono kafkiano, se imponen la quietud, la espera, el agobiante
sol, la humillación y la demostración del poderío militar encarnado en sus
símbolos – la marcha, la milicia, el acento –.
Cuando repetidas veces se le
preguntó a Jancsó si el mensaje cifrado que había tras la película aludía a los hechos de 1956, antes que
responder favorable o desfavorablemente, reiteraba que su verdadero interés era
mostrar que “hay personas que quieren ser libres y hay quienes los reprimen”; por supuesto, esto va más
allá de los sucesos de aquel
año y se dirige hacia todos los lugares donde haya represión.
En coproducción
con la Unión Soviética y para conmemorar el 50 aniversario de la Revolución de
Octubre, Jancsó rodó en 1967 Los rojos y
los blancos. La particular mirada del director logra sobrepasar la
exaltación que pretendía dársele desde el lado soviético, pues, para empezar, ubica la
historia en la estepa del sur de Ucrania hacia 1919 (este año alude, ante todo, a la
instauración de la primera república comunista húngara bajo el mando de Béla
Kun) y muestra una brigada internacionalista conformada por gran número de
húngaros que luchan junto a los bolcheviques en la guerra civil rusa que tenía
lugar desde 1917, y
que enfrentaba a las fuerzas zaristas (blancos) – que buscaban reconquistar el poder – con los comunistas
(rojos) que pretendían expandir la efervescencia revolucionaria por toda
Europa.
Es notable la
manera como el director, con libertad creativa y pericia analítica, se aproxima
a unos hechos tan complejos y los revivifica para exaltar la lucha popular,
pero sin negar las fisuras que permean a las dos fuerzas en contienda. Así, al principio del filme
no es muy clara la identificación de los blancos y los rojos, ni por su atuendo
ni por sus actuaciones. Todos parecen utilizar los mismos métodos y los mismos
recursos, para
humillar y desprestigiar al enemigo e incluso a sus propios copartidarios. Hay
reclutamientos, persecuciones, deseos de borrar de la memoria al otro y, finalmente, asesinatos, que además son
rituales macabros. Una secuencia de extrema crueldad nos muestra el asesinato
de un rojo, luego de obligarlo a cantar un himno zarista, supuestamente para
que se le concediera
la libertad. Pero también hay una bella variación de tempo (aunque la temática gira en torno a la humillación) en
aquella secuencia que tiene lugar en medio de un espléndido bosque, cuando
obligan a las enfermeras a bailar un vals entre ellas, vestidas elegantemente,
y con el asedio de la muerte en cada paso; es ese el mismo momento en que
irrumpe (casi que por única vez) una música popular que exalta el idílico
paisaje y le suma profundidad a la miseria. Finalmente, antes que elogiar el
proceso de la guerra, la película reafirma su absurdo. Las palabras de una enfermera nos reitera que con la
guerra seguimos sembrando en la sombra: “Debemos grabarnos los nombres de los
muertos… por sus familias”;
en otras palabras, al final, los muertos ni siquiera pueden aspirar a un
nombre.
Silencio y grito, de 1968, cierra la Trilogía de la
historia. Esta película se
ubica, al igual que la anterior, en 1919, año en que se intentaba crear una república comunista
húngara (República de los Consejos), independiente del gobierno soviético. Las líneas comunes de Jancsó en su forma de apropiarse la
historia muestran aquí
su continuidad, aunque en
este caso reducen
el relato a una historia personal: un joven militante del proyecto político en
ciernes se refugia en una casa campestre, con la complicidad de un comandante militar y de dos hermanas
que lo acogen. Las peripecias para mantenerse incógnito resultan menos
representativas que el conflicto moral al que se enfrenta cuando descubre los actos criminales de las
hermanas, pues delatarlas significaría el ajusticiamiento de todos. De nuevo, el director pone sobre la mesa las
dinámicas del poder,
para interrogar los acontecimientos de 1919, ese año tan particular y complejo
para el país magiar.
Es importante
anotar que con Silencio y grito se
cierran los trabajos en blanco y negro de Jancsó, al tiempo que se inicia el
trabajo fotográfico de János Kende, quien alcanzaría sus máximos logros en los filmes de los setenta.
Hasta ese momento Tamás Somló
había trabajado como director de fotografía, y era él quien le había dado a los filmes de Jancsó ese sello particular al
desplazar la cámara como trazando pinceladas para mantener equilibrados los
encuadres durante largos planos abiertos, con la exaltación, asimismo, del claroscuro, la
iluminación natural y la profundidad de campo. Son pocos los primeros planos
que se observan en esos trabajos inaugurales, pero tienen cierta intensidad
(más por la desesperación que transmiten), mientras que algunos picados sirven
para empequeñecer a las masas y al mismo tiempo redimensionarlas en su
potencial poderío.
Con su siguiente
película, La confrontación (1968), Jancsó incluye (además del
color) la danza y la canción populares como algo representativo del relato, así como las alegorías y
los rituales. Por esos mismos años, el director empezó a realizar algunos
trabajos fuera de su país, debido principalmente a la relación afectiva que
entabló con la guionista italiana Giovanna Gagliardo, con quien rodó en el país
itálico cinco
películas durante la década
de los setenta. Sirocco en
invierno (1969) que contó con producción francesa, y La
pacifista (1970),
realizada en Italia, son dos trabajos que tienen un cierto espíritu heredero de
Mayo del 68, puesto que exalta acciones emprendidas por militantes de izquierda
no comunistas; en la primera, es un anarquista el que concita a la unidad entre
varios prisioneros; y
en la segunda, un guardia rojo de carácter pacifista es asesinado por sus
propios compañeros.
Finalmente, es
importante resaltar que aunque en Jancsó hay una pasión por la historia, gracias a los
micro-acontecimientos que se engrandecen y le dan vida a los “hechos relevantes”,
él reconoce no hacer películas
históricas. En efecto,
lo que quiere Jancsó es expresar
su punto de vista sobre el mundo y para ello recurre a hechos históricos de los
cuales se puedan sacar reflexiones que permanezcan.
El ritual del movimiento
“El espacio recorrido es pasado, el
movimiento es presente, es el acto de recorrer. El espacio recorrido es
divisible, e incluso infinitamente divisible, mientras que el movimiento es
indivisible, o bien no se divide sin cambiar, con cada división, de naturaleza”
Gilles
Deleuze[2]
Retomando
algunos de los elementos trabajados
por Gilles Deleuze (aunque en su magna obra no encontremos referencias a
Jancsó), podemos
aproximarnos al trabajo realizado por el director húngaro (desde los primeros filmes ya
mencionados, pero
especialmente en tres
de los realizados en los años setenta) y
considerarlo como cine del movimiento o filmes-movimiento
que desarrollan esa primera tesis bergsoniana, la cual nos anuncia el
movimiento como algo presente, cuya naturaleza reside en el recorrer permanente.
De ahí que los cortes generados por los planos adquieran en el cine movilidad, heterogeneidad,
dinámica; nunca
quietud ni atemporalidad.
Pocos directores
como Jancsó tuvieron tanta claridad acerca de lo que suponía liberar la cámara,
darle esa apertura hacia la temporalidad que atraviesa los espacios delimitados
por el encuadre y nos pone frente
a nuevas posibilidades perceptuales. La cuestión de moral a la que aludía
Godard cuando pensaba en los travellings
se convierte en Jancsó en una propuesta estilística, desafiante, marginal, pero llena de
insinuaciones para la producción audiovisual. El uso del plano-secuencia que se
venía afianzando con las nuevas olas de la época, en Jancsó también tenía su
particularidad: buscaba ante todo aproximarse a la realidad siguiendo el
comportamiento de los actores, pues consideraba que era en los planos largos
donde se podría gozar de cierta libertad para expresar un gesto, un caminar,
una manera de desplazamiento. Era, además, un intento de imitar la vida en sus
maneras más simples. Sin embargo, no se puede tildar la obra de Jancsó como una
apuesta ingenua por el naturalismo;
él va mucho más allá y propone otra manera de trabajar tanto el realismo como
el naturalismo. Su distancia frente al montaje expresaba resistencia a una
forma de narrar, de manejar las emociones, de estructurar un filme. Con esta postura se apartaba de las dinámicas
predominantes impuestas desde Hollywood, pero también de ese legado a favor del montaje, tan promulgado
por el realismo socialista, en el que había inscrito sus primeros trabajos.
Claro que el director también manifestaba tener una dificultad para hacer los cortes en las secuencias
(confesaba, por ejemplo, nunca entender el plano
contra plano) y por eso prefería reemplazarlos por movimientos de cámara; además, sostenía que esto
le resultaba más rápido y económico. Las secuencias largas las filmaba con la cámara en
movimiento sobre rieles de setenta
a cien metros. Construía la escena en función de los rieles, siempre
improvisando los movimientos, sin repetir más de dos o tres veces la misma
situación[3].
La denominada Trilogía de los filmes-ballet está
compuesta por Agnus Dei (1970), Salmo rojo (1971) y Electra, mi amor (1974), todas ellas fueron realizados en Hungría.
Son los filmes estéticamente más
arriesgados y radicales;
todos tienen en común la economía de planos (no
sobrepasan los veinte),
la danza de la cámara alrededor de los personajes, el movimiento incesante de
los actores, las danzas, los cánticos, las alegorías, los rituales. La más
enigmática de las tres películas es Agnus
Dei, cuyo nombre remite al
ritual católico donde se le canta al “cordero de Dios”. Ubicada nuevamente en
1919, ahora es el tono apocalíptico el que se cierne sobre los personajes en
pugna: blancos y rojos representan la lucha entre Dios y Satán. Hay un marcado
interés del director por desacralizar el credo católico; así, apelando a la simbología propia de dicho entorno,
logra desnudar la falsa mansedumbre, el apego al poder, la condena del
diferente, y el camino
del sacrificio que desemboca en la muerte. Asistimos pues a una representación
del Juicio Final, lo cual
dice mucho de un país que, para el momento en que se ubica la película, no sabe
hacia dónde va.
Salmo rojo es quizá el trabajo más
recordado de Jancsó, no solo por haber ganado en Cannes el premio a mejor
director, sino por la
fuerza de la puesta en escena,
que revive los momentos de efervescencia en que surgieron los movimientos
campesinos durante el siglo XIX. El guionista Gyula Hernádi, tras haber
encontrado en la Biblioteca Nacional un cuaderno con unos antiguos salmos socialistas, se propuso elaborar un relato a partir
de ellos, y le dio a la presencia
femenina un lugar central en la expresión del sentimiento revolucionario. La
estructura narrativa está apoyada
por las letras de los cánticos. Así, desde el inicio y a
lo largo de todo el filme, alternadamente se escuchan distintas versiones de La Marsellesa y de La Varchavianka[4], aderezadas con la
envolvente voz de Tamás Cseh, el gran cantautor húngaro que a partir de esta
película acompañaría a
Jancsó en algunos de sus trabajos. Las proclamas campesinas abogan por
“derechos para el pueblo”, se afianzan con la declaración de permanecer “todos
juntos” y vislumbran un mañana en el que “serán hombres libres”(“Sobre nuestras cabezas la tempestad resuena / con los rayos
malditos del infierno / hoy empieza
la lucha final”). Alegorías de toda suerte circulan desafiando y
confrontando los poderes,
pero, al final, el
escepticismo de Jancsó vuelve a expresarse a través de la emotiva y poética
canción de Cseh, una de esas referencias
musicales que logran hacerse inolvidables:
“¿Cuáles son las tres reglas de la muerte? /
Primero la carreta roja /después la verde hierba / y después la ciega locura /
Janós Szanto ha muerto / y siempre hasta el final / hasta el final del final. /
Es bien cierto, es así, / la piedra será dura / la mantequilla blanda”.
Jancsó nos
regala un bello filme,
no exento de críticas de
ciertos sectores, que
lo consideraron manierista, almibarado y fuera de contexto. Sin embargo, el
paso de los años ha servido para confirmarnos que este trabajo permanece con
gran fuerza y siempre logra revivir esa utopía exaltada desde el esperanzador
siglo XIX, como un camino aún por recorrer.
Con Electra, mi amor, Jancsó hace su trabajo
formal aún más depurado. En solo doce planos logra revivir la tragedia de Electra sin ningún
escenario, solamente apropiándose de un gran espacio: la puszta (llanura húngara), el lugar preferido por el director hasta los años ochenta, cuando dirigió su
mirada hacia los entornos urbanos. Es la misma envolvente llanura que tan bellamente cantó el poeta Sándor
Petofi: “Es en el llano extenso como el mar / donde mi hogar está/ y mi alma
libre vuela como un águila/ por la estepa infinita”. Tal como en el texto griego, Electra
(“la que no olvida”) vuelve a ser adalid de la ley y la justicia, y con furia y
desparpajo arremete contra los tiranos: “Malditos sean los tiranos y bendito
sea cada hombre que resiste a la tiranía”. El pueblo es convocado por Electra
para vencer el miedo que los ata al tirano y por eso les recuerda que tienen la
fuerza para volver a empezar cada día. Con una sugestiva presencia al final del
filme (un helicóptero rojo al que se sube Electra junto a Orestes) se evoca el pájaro de fuego que
debe morir cada día para renacer al siguiente con el espíritu de libertad. La
salmodia roja termina cuando el tirano ha muerto y se puede pronunciar la nueva
alocución: “Bendito sea su nombre, ¡Revolución!”. La Electra de Jancsó es un
personaje que se mueve
continuamente y sus pasos coreografiados se inscriben en la radicalidad
del movimiento que el director ha llevado a su límite. Su más importante
apuesta es por darle vida a un cine del
movimiento. Desde antes,
Jancsó ya nos había dicho que “las secuencias largas son la verdadera
expresión del filme: son el filme mismo”[5]. Y
también había sostenido en alguna ocasión que “la
vida parece un movimiento continuo” y que este movimiento es “físico y también
filosófico: la contradicción se basa en el movimiento, el movimiento de ideas,
el movimiento de las masas”. Esa materialidad de las imágenes coincide con lo
planteado por Deleuze, cuando asevera que el cine es capaz de liberar el
movimiento, puesto que forma parte de las imágenes materiales (inmanentes)
que no siempre dependen de la mirada humana (subjetividad)[6].
Considero que Electra, mi amor es el filme de Jancsó que
marca un punto de llegada. Con él cierra un camino de exploración que lo puso
en un lugar estético y formal muy alto, y que sirvió como
referencia para directores como Angelopoulos, Tarr y Sokurov. El director mismo
presentía que no podía ir más allá, que la exploración debía ya tomar otro rumbo. Tras la
realización de este filme,
Jancsó declaraba: “Empiezo a sentir miedo de
mi propio lenguaje. Creo que mi universo se ha cerrado demasiado. No me gustan
los universos cerrados y si aceptase encerrarme en el mío entraría en
contradicción conmigo mismo, con mis convicciones”[7].
Quizás por esa razón, emprendió la realización de sus películas en Italia,
donde tuvo su mayor éxito con Vicios
privados, públicas virtudes (1976), la cual tuvo gran circulación
internacional, debido principalmente a la presencia de la temática erótica, que
por esos años empezaba a inundar las pantallas del mundo.
Con este breve recorrido por una parte
de la obra de Jancsó, además de rendirle un homenaje al director, busco revivir sus propuestas estilísticas y sacar del olvido una
obra muy rica para el estudio cinematográfico. Es muy difícil de
olvidar,
además, el manejo actoral que le dio a sus
películas. Con los actores tenía poco diálogo, había poca explicación,
pues buscaba que ellos asumieran el riesgo de seguir al director en sus
indicaciones generales (es decir, que tuvieran un acto de confianza, de
entrega, como consecuencia del oficio de actor). Es común encontrar secuencias
largas en las que los
actores hablan poco,
pero en cambio se mueven mucho. Se prioriza y se intensifica el lenguaje
corporal, con lo cual se
genera un gran vínculo con el universo teatral, aunque casi todo era
improvisado durante los rodajes. Jancsó les pedía a los actores que comprendieran las situaciones
y las confrontaciones (tensiones) mientras se estaba filmando. Por su puesto,
esto requería de humildad y contemplación por parte del actor (es preciso
anotar que muchos de ellos eran amigos personales de Jancsó, con quienes había establecido un equipo de
trabajo). De esta manera, el actor era indiferente, frío, no participaba en el personaje del
filme. Se presenta así un
doble juego de distanciamiento:
un no sentir del actor, una ausencia de psicología y, por tanto, de tragedia. Por eso es
común ver más presencia de grupos
que de personajes
individuales. El director no pretende hacer filosofía ni psicología con sus
trabajos. Para él existen los movimientos
de los actores como material natural. Debido al gusto que tenía por los westerns de Jonh Ford, había optado por
preferir la acción y la reciedumbre de los personajes a su psicologización. También es muy común en sus filmes el
desnudo, pero sin
connotaciones eróticas, aunque sí elegía cuerpos bellos y paisajes claros (por
un cierto gusto clasicista que él mismo reconoció). Disfrutaba el movimiento de
los cuerpos jóvenes integrados con la naturaleza. El cuerpo era tratado como
extensión de la naturaleza en su expresión más auténtica, aunque, en algunos filmes, la desnudez hacía
referencia a la humillación.
En Jancsó encontramos una síntesis de Antonioni (en
las composiciones amplias para pantallas gigantes y en los paisajes que, aunque austeros, están llenos de alegorías);
de Bresson (con esos actores impasibles y con la exageración en el diseño del
sonido); de Welles (a través de los travellings
exuberantes que bordean los espacios y construyen finas coreografías); y del
teatro del absurdo (por
momentos, los personajes, en una suerte de pesimismo desolado, parecen dirigirse hacia un mundo vacío,
con una fe ciega en la historia y la revolución). Desde sus inicios como
documentalista, Jancsó jamás negó
su preocupación por lo político y por la realidad. Su postura política a
favor del socialismo está expresada en casi todas las películas de estos
primeros años. Hacía 1972 sostenía que “el peor socialismo es mejor que el
mejor capitalismo” y que el poder “siempre era del pueblo”[8]. No
hay que desconocer que estas declaraciones se daban en el entorno de un país
socialista, en un momento de grandes aperturas a la crítica y la reflexión, y en el que el Estado cubría
la mayor parte del proceso productivo cinematográfico. Su discurso no era
partidista, pero sí se
alineaba con los
marginados y las luchas populares. Además, Jancsó no tenía reparos en denunciar los regímenes
autoritarios: “Cuando hay opresión, siempre hay
quienes se rebelan, aunque sepan que les espera la muerte”.
Al recordar a Jancsó es imposible renunciar a la contemplación de su tratamiento delicado de la forma: “Lo que me
interesa es la forma y si busco constantemente la mayor sobriedad formal es
precisamente para intentar eliminar el romanticismo sentimental del que tanto
hemos abusado”[9]. Por eso
utiliza los materiales con un sentido realista. El director es
contundente al afirmar que la imagen no significa más que ella misma. Los
decorados son naturales, la luz es natural, los actores tienen un
comportamiento libre. Y no es precisamente la narración lo que más le interese,
pues los personajes
pueden confundirse fácilmente unos con otros; usualmente no tienen nombre ni
una caracterización particular, son más bien presencias simbólicas (un tirano,
un idealista, un trovador, un libertador, un sometido) que van acompañadas de sus respectivas
alegorías: uniformes, fuego, humillación, desnudez, caballos, velas, cánticos
populares, danzas, espadas, aves, entre otras.
Volver sobre la
obra de Jancsó es asistir de nuevo a la fascinación de los espacios
abiertos, de la pantalla ancha, de la
plasticidad en las escenas, de la acción fuera de campo, de la recomposición
sutil de los encuadres, de la coreografía escéptica; de la austeridad en la psicología, en
el montaje, en los efectos extraordinarios y en la música incidental. Eso implica dejarnos llevar por
ese cine ritual y poético que no deja de convocarnos.
Finalmente, quiero remitir a la web Kinoeye[10],
donde se encuentra un exhaustivo estudio sobre la obra de Miklós Jancsó,
coordinado por Andrew James Horton, uno de los mayores especialistas en el
estudio de la cultura y los cines del centro europeo.
Bibliografía
Alberó, P.
(2006). Vientos del Este: los nuevos
cines en los países socialistas europeos (1955-1975). Valencia: Ediciones
de la Filmoteca.
Deleuze, G.
(1984). La imagen movimiento. Estudios sobre
cine 1. Buenos Aires: Paidós.
Jancsó, M.
(1972). Entrevista a Miklós Jancsó. Primer
Plano, 1
Labarrére, A.
(2009). Atlas del cine. Madrid: Akal.
Zunzunegui, S. (2006). Vientos del Este: los
nuevos cines en los países socialistas europeos (1955-1975). Valencia:
Ediciones de la Filmoteca.
[3] Entrevista a Miklós Jancsó,
Revista de cine Primer Plano, Vol. 1
No. 4, Valparaíso, Ediciones Universitarias, 1972.
[4]La Varchavianka, también conocida como la Varsovienne, es una composición polaca de 1831, que exaltaba las
luchas obreras mundiales. Inspirado en la Insurrección
Polaca de Noviembre de 1830, el poeta francés Casimir Delavigne, compuso la
letra original, la cual sería posteriormente traducida al polaco y desde ahí, a
otros varios idiomas con sus propias versiones. En español es muy conocida la
versión de Valeriano Orobón, que luego se convirtió en el himno A las barricadas, el cual ha sido
retomado por diversos sectores anarcosindicalistas españoles.
[7]Jancsó, Miklós, citado
por Santos Zunzunegui en Vientos del
Este: los nuevos cines en los países socialistas europeos (1955-1975),
Valencia, Ediciones de la Filmoteca, 2006.
[9]Jancsó, Miklós, citado
por Pere Alberó en Vientos del Este: los
nuevos cines en los países socialistas europeos (1955-1975), Valencia,
Ediciones de la Filmoteca, 2006.
[10] Kinoeye fue un diario en línea sobre el
cine europeo, que circuló entre 2001 y 2004. El editor en Jefe fue Andrews
James Horton. La siguiente es la dirección donde se encuentra el estudio sobre
Miklós Jancsó: http://www.kinoeye.org/index_03_03.php
Excelente texto e interesante conocer la obra de este director. Un saludo
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