“El cinematógrafo nunca ha querido producir un acontecimiento
sino en primer lugar una visión… y es que la vida no ha devuelto a las
películas aquello que les había robado. Solo la mano que borra puede escribir
la cosa verdadera”.
J. L. Godard
Resulta compleja la reflexión en torno de un
concepto que no cuenta con una enunciación aceptada masivamente, más aún,
cuando sospecho que detrás de ciertas categorizaciones se esconden intereses
que buscan aproximarnos a formas unívocas de pensamiento. Sin embargo, es esa
falta de univocidad la que me permite ampliar las indagaciones hacia otras
maneras de mirar, de pensar y de sentir. Eso es lo que intentaré realizar a lo
largo de este texto sobre el “cine colombiano”.
Fueron múltiples las inquietudes que me
surgieron desde un inicio para aproximarme a esta materia, pues es innegable
que el interés por el cine en Colombia ha tenido un crecimiento notable en los
últimos años tanto por la proliferación de festivales y muestras como por el
surgimiento creciente de escuelas de formación. Asimismo, cada vez surgen más
investigaciones sobre el cine colombiano desde perspectivas mayoritariamente
asociadas con las ciencias sociales. Y desde la instancia institucional, luego
de la promulgación de la Ley 814 de 2013 (Ley del cine), se ha venido
consolidando una dinámica permanente para brindar apoyos por medio de convocatorias
anuales a la producción nacional y a la circulación de diversos materiales audiovisuales.
Frente a las anteriores inquietudes, decidí
elaborar un texto apelando por un lado al lugar común de rastrear la “identidad
nacional” que se ha intentado representar desde el cine y por el otro,
deteniéndome en tres filmes que precisamente no hacen parte de esas obras
canónicas que figuran como las más representativas del cine colombiano; esto
con el ánimo de mostrar cómo en cuestión de identidades se han empezado a
generar algunos tránsitos, los cuales ayudan a desnudar esa “visión ideal” de
lo que sería la identidad colombiana.
Atisbos de identidad
nacional en el cine colombiano
Desde las primeras producciones realizadas en
Colombia se empezó a configurar una idea de identidad que conducía a mostrar
cierta visión exaltada y positiva del territorio nacional. Esto coincidía con
la perspectiva aglutinante de lo nacional que se buscaba desarrollar en la
segunda década del pasado siglo por medio de referentes institucionales; y
aunque hasta el momento no había ni asomos de una industria cinematográfica
colombiana (algo que 100 años después no ha logrado construirse) sí se
aprovechaba el estatuto de la imagen que empezaba a circular mayoritariamente a
través de las imágenes en movimiento
como vehículo que ayudara a delinear un bosquejo de nación. Y por la misma
razón, se trataba de ocultar aquello que no correspondía con esa mirada
institucional, como es el caso del que es reconocido como primer filme
argumental (El drama del 15 de octubre
(1910-1920)) del cual se dice que fue desaparecido por la censura debido a que
mostraba a los asesinos del general
Rafael Uribe Uribe. Algo que ya habla mucho de lo que realmente quería
mostrarse como propio de la nación. Qué ocultar y qué mostrar, definía la
lógica de los imaginarios nacionales desde el estamento gubernamental.
En el texto Miradas
esquivas a una nación fragmentada[1]
de Nazly López, se identifican tres filmes representativos de esos primeros
años y se analizan tratando de ubicar, precisamente, esos rasgos definitorios
de lo nacional, sin olvidar que fueron los extranjeros quienes primero se
preocuparon por hace cine en Colombia. En Bajo
el cielo antioqueño, se toma el territorio (Antioquia) como punto de
partida y en éste, los referentes simbólicos que le hicieron eco a esa idea de
nación que se promulgaba, teniendo a la cristiandad como soporte. La identidad
se da desde lo regional específico, haciendo que la región se convierta en el
centro. Este drama romántico costumbrista desnuda el apego por lo tradicional
derivado de las creencias religiosas y elogia la irrupción de la modernidad de
la mano de ciertas prácticas productivas a mayor escala. Son identificables
además los referentes patriarcales (padre, sacerdote, juez) como vehículos
potenciadores del Estado, el cual, finalmente, todo lo subsume. Y por supuesto,
hay un claro distanciamiento del “otro”, del diferente, del que no hace parte
del lugar de élite desde donde se construye la película. Por su parte, en Alma Provinciana se le da vida a una
idea de nación estructurada a partir de lo
social, desde las diferencias de clase entre ricos y pobres; desde las
jerarquías y las relaciones de poder. La identidad se da a través del uso del
“lenguaje popular”, que es más englobante y menos excluyente. La autoridad, las
jerarquías, están dadas según el posicionamiento económico. En este caso, lo
ajeno ya no es diferente, sino que se incluye reconociendo su diversidad,
aunque no sea del todo aceptado. Y en Garras
de oro, el vínculo con la idea de nación se da por medio de referencias a
simbologías universales que exaltan las nacionalidades (himno, escudo,
bandera). De ahí que lo que se busca generar es un discurso nacionalista que se
levanta contra el despojo que padece un territorio y las consiguientes
violaciones a la soberanía nacional. Curiosamente, quienes aquí propician ese
discurso nacionalista son extranjeros; no hacen parte de ese pueblo expoliado,
y por el contrario, aducen ese hecho a la precariedad de los gobiernos de
aquella nación. Las palabras de conciencia nacional son proferidas por un
extranjero, mientras que el pueblo (ausente) asiente silenciosamente. Es una manera
de enrostrarnos cómo el desinterés en nuestras propias problemáticas ha sido un
claro referente de nacionalidad, concepto que en este caso se asimila con el de
patria.
A pesar de los intentos de bosquejar una
identidad nacional a través del cine (temática que sigue siendo notable en los
estudios historiográficos que se adelantan desde la región latinoamericana) es
importante resaltar lo problemático que resulta hoy día el hablar de “cines
nacionales”, cuando el cine desde sus orígenes ha sido transnacional, lo cual
cada vez es más evidente en el mundo de la globalización. Además, es oportuno
pensar a partir de lo que nos propone Pedro Adrián Zuluaga, para quien “el
cine, antes que generar identidad, genera ‘memoria no oficial’, pensamiento
crítico”[2].
No hay que olvidar que la búsqueda de puntualizar los cines como nacionales es
algo que tiende a desaparecer en otros lugares, especialmente europeos.
Poco a poco se nos hace imperativo volver a
interrogarnos sobre la categoría “cine colombiano”, y tratar de desentrañar qué
es eso que lo define. La pregunta con matices positivistas y basamento
cuantitativo que ha recogido el canon, se respondería con cierta evidencia
puesto que hay películas realizadas en este territorio ¿pero es esto
suficiente? Zuluaga sostiene que dicha categoría va más allá de un corpus de
películas o de ciertas “identidades” nacionales; y que tiene que ver más con
discursos cuyos significados son cambiantes. Por eso él considera que el cine
colombiano es y debe ser cada vez más algo “difícil de definir”. Por tal
razón, antes que buscar respuestas
esencialistas, es más interesante analizar la producción textual que se ha
hecho en el país para identificar las lógicas y los intereses que las
movilizan. En ese sentido, el libro Cine
colombiano: cánones y discursos dominantes[3],
del citado autor, aporta muy buenos elementos al ubicar los intentos que se
empezaron a generar desde los años 50 para “pensar el cine colombiano”. Vale la
pena mencionar algunos de esos esfuerzos: la creación del Cine club de
Colombia, la edición de las revistas “Guiones” y “Cinemés”, los primeros
proyectos de ley para la industria cinematográfica, la crítica de Valencia
Goelkel, Gaitán Durán y García Márquez en los grandes medios, el surgimiento de
la Cinemateca Distrital, y más adelante (años 70) la preocupación por definir
los intereses del cine colombiano desde diversos estrados.
Uno de los argumentos que se ha esgrimido de
manera recurrente cuando se ha intentado pensar la identidad nacional a través
del cine hace referencia a la ausencia de crítica cinematográfica en Colombia.
Frente a este particular, Zuluaga afirma que “sí ha habido crítica en el cine
colombiano y reflexión sobre sí mismo y que lo importante de ver es desde dónde
se ha escrito”. Por ejemplo, muestra cómo en el libro de Georges Sadoul aparece
una referencia bastante sucinta y a la vez imprecisa del cine producido en
nuestro país. Allí se toma partida por la visión que difundía Carlos Álvarez:
una mirada limitada que solo aceptaba el documental, el formato de 16 mm y el
bajo presupuesto, como una manera de enarbolar desde el medio, la lucha
antiimperialista. Zuluaga también refiere el trabajo de Hernando Salcedo Silva,
que busca hacer una reconstrucción histórica a partir de las voces que daban
testimonio de una época (1897-1950) en la que se consumía cine, principalmente,
extranjero y se generaban dinámicas alrededor del mismo. Luego cita los
trabajos de Hernando Martínez Pardo y Jorge Nieto; Carlos Mayolo y Ramiro
Arbeláez. Y elogia la labor de los cineclubes y la Cinemateca Distrital, en su
intento de buscar “heroicamente” el cine colombiano perdido para poder hacer la
reconstrucción historiográfica. Asimismo, tiene en cuenta los estudios de
Andrés Caicedo, Umberto Valverde y más adelante, de Luis Alberto Restrepo.
Es muy interesante revisar lo que se ha escrito
sobre cine colombiano y corroborar que no es tan poco como usualmente se cree,
pues no solo se han desarrollado estudios desde el interior sino que en algunas
academias extranjeras también se han realizado investigaciones sobre nuestro
cine, tal como lo ha documentado Juana Suárez[4]. Sin embargo, hay que anotar que existe un
lugar común en la producción textual sobre cine en Colombia: el triunfo de las
investigaciones provenientes de las ciencias sociales (básicamente
historiográficas) frente a los estudios orientados desde las ciencias humanas
que logren ahondar en problemas estéticos, epistemológicos y teóricos. Eso ha
definido un interés prioritario (en cuanto a objeto de análisis) por los filmes
que tienen una temática preferencial hacia cuestiones sociales, mientras que
las obras que han estado más preocupadas por la forma, se las ha pasado por
alto. Es curioso que en el libro Como se
piensa el cine en Latinoamérica[5],
publicado por el Observatorio Latinoamericano de Historia y Teoría del Cine, el
editor, Francisco Montaña, advierta en la presentación que hace del mismo, que
los artículos allí publicados no responden a esa pregunta inicial por la cual
fueron convocados. Esto coincide con el análisis que hace Lauro Zavala,
refiriéndose en general a la realidad de los estudios sobre cine en
Latinoamérica, cuando dice: “parece seguir dominando el uso del cine con
fines disciplinarios o instrumentales por sobre los fines interpretativos y
analíticos desde una perspectiva estética, interdisciplinaria y transnacional.
En otras palabras, el estudio del cine en la región sigue estando dominado por
el interés que tiene como industria cultural (en las carreras de comunicación)
más que como una forma de arte”[6].
Antes de cerrar esta primera parte, quiero
volver al concepto de identidad para destacar que aunque éste originalmente se ha asociado con la idea de estado-nación, en los
últimos años el término ha tomado otras variantes que se desprenden de aquella
mirada esencialista. En palabras de Stuart Hall, la identidad ahora debe ser
pensada como “el proceso de sujeción a las prácticas discursivas”[7].
Es decir, la vinculación con uno u otro discurso (que a la vez también es
cambiante). Evidentemente, esta posición se ubica en el ámbito del lenguaje, el
cual remite a imágenes, predicados y símbolos comunes. De esta manera, tal como
lo anota Manuel Silva, lo importante de ver es de dónde provienen los discursos
que crean la identidad y también cómo imaginamos nuestra propia identidad, cómo
creamos ese tipo de ficción en nosotros mismos[8].
Por eso cuando miramos hacia el cine colombiano, podemos constatar que desde
sus inicios se buscó retomar un discurso oficial como vehículo idóneo para
configurar las imágenes que le darían vida a las representaciones individuales
y colectivas. Esto ratifica el papel que jugó el cine en los países
latinoamericanos a principios del siglo XX para afianzar el sentimiento de
identificación con lo nacional.
Actualmente, la identidad ha dejado de ser algo
inamovible o suprahistórico y se ha hecho contingente. Entonces, es válido
decir que la identidad se hace transitoria y que sería más preciso hablar de
identidades. Siguiendo esta línea, nos adentraremos en tres filmes realizados
por colombianos, en los cuales encontramos otras miradas sobre lo nacional.
Mirar el archivo para
volver a pensarnos
El ensayo documental Cesó la horrible noche (2013) de Ricardo Restrepo, retoma un discurso que se ha hecho canónico
en el cine colombiano, aquel que asegura que nuestro cine versa sobre la
“realidad”, que hay una marcada tendencia hacia el “cine social”, que se ha
utilizado el cine como un espejo en el que miramos nuestras problemáticas (nuestra larga noche) como país. Pero ¿qué tipo de realidad es esa
que se cree ver? Si retomamos a Walter Benjamin cuando dice que lo que el cine
posibilita no es una reproducción de
la realidad sino una producción de la
misma, nos surge inmediatamente la inquietud de saber si realmente el cine
colombiano se ha preocupado por producir esa nueva percepción de la realidad o
simplemente se ha quedado en la antigua búsqueda estética de la representación. Creo que es prematuro
aventurar una respuesta, pero quizás, al mirar el trabajo de Ricardo Restrepo y
los otros dos que analizaremos en este escrito, podamos encontrarle algunas
fracturas a ese discurso canónico de la representación.
En Cesó
la horrible noche, desde los créditos iniciales se escuchan unos breves
fragmentos del himno nacional, los cuales son matizados por el epígrafe de
William Ospina preguntándose sobre cuál sería la horrible noche que cesó a
finales del siglo XIX cuando se escribió dicho himno. Enseguida, ondea la
bandera al fondo de la imagen. Evidentemente, se alude a unos referentes
básicos de nacionalidad pero no se queda en la lectura ligera sino que intenta
complejizarlos a partir del encuentro con la potencia de los archivos fílmicos.
Luego de ubicar la ciudad de Bogotá como espacio central, se remite a las filmaciones
hechas por el padre del autor (el médico Roberto Restrepo) en abril de 1948. En
el trasfondo continúan los coros agónicos de otros fragmentos del himno,
mientras se intercalan imágenes de interiores que nos dan una idea de cómo eran
las casas de la época hasta centrarse en un plano cerrado sobre una de las
placas conmemorativas de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, la que reposa en el
sitio donde fue acribillado el caudillo liberal. En ese momento, la voz del
narrador nos anuncia el punto de partida de la reflexión fílmica: “el asesinato
de un hombre nos grabó una fecha en la memoria del desastre. 9 de abril de
1948”. – Una bandera raída y ensangrentada forma una cruz sobre el piso –. “La
violencia comenzó hace cinco siglos pero ese día quedó registrado en la
historia colectiva de Colombia”. Y el director se pregunta “¿Cómo explicar esta
barbarie y la injusticia desde un relato familiar?”.
Frente a ese cine social colombiano tan
inmediatista, concentrado en problemas coyunturales, el director se propone
mostrar una visión más amplia que vincule las problemáticas dentro de un
proyecto macro, el cual sí podría entenderse como de “nación oficial”. Es a
partir de los archivos fílmicos y de los textos del abuelo (realizados hace más
de 65 años) que se hace la indagación. El abuelo había venido de Manizales a
Bogotá a fines de la II Guerra Mundial. Su entorno correspondía al de una alta
clase social. Era un intelectual decepcionado de su patria, que descubrió el
poderío de los otros por medio de sus filmaciones. Esos otros que desde los
cánones oficiales no eran “dignos de ser filmados”. Su gran interés era el
mostrar las profundas distancias (de los privilegiados y los de a pie) por
medio de panorámicas de las ciudades, de imágenes etnográficas de los lugares
visitados (donde reside el “gran valor” de ese país ignorado), de los
campesinos (para ese momento la mayoría de la población) entre quienes se
iniciaría el fuego, la desolación y la barbarie luego de que tres tiros
encendieran a una nación gracias al fanatismo de los partidos y a la gran
crisis socio-política que pareciera no tener fin. Aquí valdría la pena
preguntarnos si es la “violencia política” lo que nos define como país y si
debemos mostrarla casuística y permanentemente como ha sucedido en gran parte
del cine nacional ¿Hasta qué punto esto es inmovilizante? Porque es cierto que
mostramos ¿Y luego qué pasa? ¿Dónde está la potencia del movimiento social que
trasciende la mostración? No es que se esquive la denuncia, pero es hora de ir
más allá, tal como parece que lo propone Ricardo Restrepo.
En cierto fragmento, quizás onírico o utópico,
imágenes ralentizadas nos muestran una manifestación con banderas rojas
corriendo hacia un indeterminado horizonte (¿acaso el triunfo de la angustia o
de la desesperación?) y en off la voz de una alocución nos da cuenta sobre el
avance del movimiento gaitanista (que no liberal, aunque fueran éstos segundos
los beneficiados con la muerte de quien muy seguramente les habría quitado el
poder): “Apodérense del gobierno… viva el partido liberal… a las armas…”.
Luego, un inteligente cambio de perspectiva nos deja ver imágenes que ahora
abordan a los manifestantes de espaldas, teniendo ya un horizonte definido: el
centro de la ciudad, el corazón del poder. Y de nuevo se hace un necesario
corte para mostrar lo que realmente vio el doctor Restrepo al otro día: los
cuerpos desmembrados, calcinados, las casas destruidas, y en medio de la calle
unos transeúntes que miran la cámara con distancia, sabiéndose poseedores de su
propia mirada, de su terrible desgarramiento. Como bien hace notar Edgardo
Gutiérrez, el cine ha cambiado la “percepción de lo real”, en adelante, la
identificación con la cámara se hizo
algo cotidiano, el estatus de voyeur se arraigó y de ahí el crecimiento del
gusto por mirar y ser mirado[9].
La reflexión de Restrepo evidencia el triunfo
de la muerte, pero más por el desbocamiento de la turba que condujo a que se
mataran entre ellos mismos. Es por eso que hoy seguimos sin entender ese
terrible contraste ¿Dónde quedó el sueño de la revolución, la posibilidad tan
cercana para el cambio? Quizás una de las últimas secuencias nos brinde una
mirada certera cuando tras retroceder las imágenes se vuelve sobre el plano con
la bandera raída y tirada en el piso mientras
el cuerpo de un militar se exhibe tratando de protegerla. Al final, el
director nos aclara el alcance de su búsqueda, la que antes que intentar
conclusiones se propone generar más interrogantes, pues es consciente que
aunque se vuelva a un hecho real toda descripción que se haga de él es
incompleta. Por eso prefiere cerrar con una triste dedicatoria que acompaña el
regreso de un soldado en medio de los escombros: “a la zozobra por la suerte de
esta patria futura, con la infinita vergüenza de ver lo que somos”.
Finalmente, me parece oportuno entrelazar la
búsqueda del filme con la reflexión teórica de Pasolini, quien proponía pensar
el mundo de lo real más allá de la realidad, es decir, representar lo
irrepresentable, teniendo en cuenta que el filme crea una realidad (su propia
realidad) incluso formal, pero no cuenta, como en la literatura, con una
realidad ya definida (la lengua) sobre la cual trabaja acogiéndose o
subvirtiendo sus códigos. Pasolini también afirmaba que la realidad
habla por sí misma a través de su sistema de signos, lo mismo que el cine. “¡La
realidad es un lenguaje! Lo que hay que hacer es la semiología de la realidad;
no la del cine”. La realidad se habla a sí misma, y el cine se encuentra en
medio de esa conversación para dar cuenta a través de su mecanismo, de cómo el
arte tiene una presencia directa en la conformación y el cambio de la realidad. Por eso es importante hacer la
diferencia entre reflejar la realidad
y escribir
la realidad. Ese reflejar tan acogido
como herencia del neorrealismo (en una lectura chata de ese movimiento) conduce
a una ligereza ingenua que no permite evidenciar el artificio que siempre está
detrás de una creación cinematográfica. Por su parte, escribir lo real es saber que no se cuenta con un código definido, que
hay infinitas expresiones de lo real y que el cine nunca acabará por juntarlas
todas, sino que producirá recortes de esa realidad y esto, aunque arbitrario,
es la mejor manera de que lo real logre mostrarse. La imagen, pues, está
vinculada con la realidad, de ninguna manera, separada de ella. Pero no es una
representación de ésta, la imagen es realidad, está en “su construcción, la
configura, le da sentido, percepción y le otorga valor (significación)”[10].
La distopía en la
reflexión de Oscar Campo
En el trabajo experimental de Oscar
Campo El proyecto del diablo (1999)
se transita por la desnudez envolvente del monólogo que no le teme a pasar de
lo onírico a la vigilia en un mismo acto. El personaje que nos cuenta su
historia es presa de un sueño que le genera pánico y lágrimas al ver cómo unos
tipos lo matan y lo lanzan al río Cauca. Dicho personaje, que puede ser apenas
un recorte de periódico deambulando por algún charco de la calle o un cuerpo
roto que nos enseña sus heridas y sus múltiples tonalidades, nos plantea de
entrada una distópica pregunta: ¿Es la cloaca nuestra casa? ¿Nuestro destino,
la vida en un basurero, en medio de cucarachas y de virus mutantes? Más
arriesgado y provocador no podría ser este punto de partida.
El director, en efecto, sabe de la
potencia de la imagen en “la sociedad del espectáculo”, aquella que
promueve un tipo de imagen que es, justamente, aquello que no vemos; que se corresponde con la lógica
del capitalismo, verificando, garantizando y reafirmando lo ya determinado, lo
ya producido. Por su parte,
la apuesta de Oscar Campo es por hacer énfasis en eso que no queremos ver,
luego de corroborar que “las cosas podrían ser peor” y que “el maldito acecha”.
Recordemos que para filósofos como Gilles
Deleuze o Stanley Cavell, el cine primero que ser “arte” es “pensamiento”, y
por eso, antes que concentrarse en la estética se preocuparon por el
pensamiento que el cine generaba. Más aún, por el vínculo que la estética
configuraba con la política, con las preocupaciones del siglo XX, en principio.
En un sentido similar, Campo nos lleva a pensar con su ensayo experimental un
referente de identidad que se configuró desde lo regional en un año específico:
Cali, 1956. El personaje se define como “un cáncer del 56” que “viene de mala
sangre” y que “tiene la sangre caliente”.
Recurriendo a documentos de archivo (periódicos
que exhiben las tragedias) y al entrelazamiento del fuego con los cuerpos
orgiásticos y los sonidos electrónicos, se establece un ritmo vertiginoso, a
veces cortado por encerramientos de algunos planos que expresan el
ensimismamiento del contradictorio y sentencioso personaje. Su relato nos lleva
por distintos momentos que dejaron huella en la historia personal. En el 68 fue
la apertura: de la ciencia en el colegio a la química en la universidad para
preparar explosivos y encabezar las marchas. En ese momento todo era diversión
y fácilmente se acogían los sueños colectivistas, que luego trajeron su propio
desencanto con “fórmulas del miedo a la vida… del odio a la vida”. La explosiva
lectura de Bukowski y Deleuze, combinada con el bazuco y los barbitúricos
hicieron que “todo se fuera a la mierda” y que se le despertara la pasión por
los antros y por enmendar la realidad: “destruirlo todo para cambiarlo todo”.
Es así como en los setenta, deja atrás las ideas arcaicas de Dios y de la moral
para llegar a ser parte de una “hermandad libertaria” que fabrica drogas en el
Chocó. En ese lugar todos están infectados con el virus B 3 que causa frenesí
sexual y la muerte en medio de convulsiones eróticas. Paradójicamente, con este
virus se llega a la inmortalidad. Se vive hasta los 30 años y se muere
asfixiado frente a una pareja que esté copulando para que el espíritu del
engendrado reciba el ánima del moribundo. En los años ochenta se entrega al
sueño americano, llega a los suburbios de Nueva York y en el 84 conoce las
cárceles por traficar drogas. Allí pasó 12 años y luego otra vez a Cali, donde
todo lo encuentra muy cambiado debido a la efervescencia por el dinero del
narcotráfico (¿la nueva identidad nacional?). Entonces, se vincula con una
oficina de sicarios, y allí de nuevo recibe el llamado del maldito, aunque éste
ya estaba agotado, perturbado, y no creía mucho en su proyecto. Estando en esa
nueva situación es cuando se vuelve realidad el sueño del comienzo: dos tiros y
al río Cauca para luego despertar en un basurero y cerrar la elipsis narrativa.
Sin duda, Oscar Campo nos propone
una poesía que se ubica más allá del abismo, en el infierno. En ella se honra
al señor de las abominaciones y se lucha contra los señores que gobiernan desde
Roma hasta la Casa Blanca, pero también contra Lucifer, que ama al hombre de la
tierra y busca crear paraísos industriales o sea basureros de desechos. La
identidad nacional es “una colección de tragedias”, cuyos principales causantes
son los cerebros de una generación que dizque “buscaban un mejor futuro para la
sociedad” y nos dejaron sin horizonte distinto al del maldito que nos espía
desde cualquier lugar. Una de las sentencias finales del filme es sumamente
reveladora: “nada mejor que la podredumbre para una joven forma de vida que
quiere abrirse campo a como dé lugar… lo pujante y lo reluciente es lo que
mejor se congratula con la mierda”.
Buscando identidades
en la diáspora
El tercer trabajo que vamos a reseñar circula
en las vertientes del documental, aunque es más una obra de autor que
reflexiona sobre el quehacer artístico. Se trata de El encanto de las imposibilidades (2007) de Nicolás Buenaventura.
Aunque la producción es francesa y el tema pareciera no tener nada que ver con
nuestra realidad, la génesis del proyecto tiene lugar en Cali, la ciudad natal
del director. Allí el realizador tuvo el encuentro con el “Cuarteto del fin de
los tiempos” de Olivier Messiaen, y desde el principio sintió un encantamiento
que en adelante fungió como deseo para
profundizar en el poderío del arte, en la fuerza de la imagen artística que no
es exclusividad de lo visible. En cuanto a la identificación del filme con
Colombia, Buenaventura es enfático: la obra "fue escrita y pensada en Cali,
tiene una mirada que es de acá y el público así lo siente, me lo dice. Siente
que la película habla de ellos, de este país, de lo que aquí pasa"[11]. Esto me lleva a
recordar la pregunta de Luis
Ospina en Oiga Vea (1971) referente a
“¿qué es el cine oficial?”. Y es, entonces, cuando evidenciamos que en el cine
colombiano ha existido un canon que
define una manera de investigar, de analizar, de generar discursos, en última
instancia, de legitimar una forma de ver el país.
Retomando a Ranciére para quien las imágenes
del cine son ante todo, “operaciones; relaciones entre lo decible y lo visible,
maneras de jugar con el antes y el después, la causa y el efecto”,[12]se
nos facilita sentir de manera especial la entrada del filme, con el encuadre de
una mola (tejido indígena) y la ubicación del lugar desde donde surge la
búsqueda: “Vivía en Cali, Colombia, hace muchos años… la guerra ya estaba
presente”. Con la mirada de este “país que se ha hecho a tiros” como fondo, se
nos lleva a pensar la Guerra en la política internacional. Recordemos que el
arte se consolida cada vez más como el tema central de la filosofía política,
debido a su carácter emancipador de las masas que, desde la modernidad, se han
convertido en sujeto político, tal como lo exalta Sloterdijk. Aquella música de
Olivier Messiaen era un acontecimiento para el director. Tenía, mientras la
escuchaba, la sensación de escuchar una historia bien contada. Y al indagar,
descubrió que fue compuesta por cuatro prisioneros en la II Guerra Mundial. La
pregunta casi obvia que enseguida surge es ¿cómo se puede crear una pieza tan
profunda y mística en semejantes condiciones? Quizás Godard nos pueda aportar
algo desde sus Historias… cuando nos habla de la existencia de la imagen en dos
movimientos: como una “singularidad inconmensurable” que tiene su vida
autónoma, su presencia visual; y como una “operación de puesta en comunidad”,
de establecimiento de puentes para darle vida a una historia común[13].
Buenaventura inicia el recorrido hacia Silesia,
el lugar donde quedaba el campo de prisioneros de Görlitz y se adentra en las
ruinas con la ayuda de un exprisionero que trata de ubicar el lugar y de
revivir las huellas. Los cortes nos ponen de cara a la interpretación del
cuarteto que sucede en una sala de conciertos y se intercalan con imágenes de
archivo de la guerra y la entrada en off de la voz de Messiaen que nos cuenta
cómo, en una salida al bosque y tras escuchar el ímpetu del canto de los
pájaros, decidió escribir la pieza musical. Desde allí, los pájaros serían una
presencia permanente en su obra, pues para él, ellos eran el “símbolo de la
libertad”. Otros exprisioneros describen el encarcelamiento y Messiaen vuelve
para decirnos que “si compuse este cuarteto fue para evadirme de la nieve, de
la guerra, de la prisión y de mí mismo”. Tratando de revivir ese particular
episodio creador, Buenaventura intenta una reconstrucción de la primera
presentación que tuvo lugar en el campo de concentración ante los otros
detenidos. Los músicos son vestidos con el uniforme de los prisioneros de
guerra y se tratan de adaptar los instrumentos a las condiciones que debieron
tener allí. En fin, se intenta una interpretación casi imposible, pues además
de las difíciles condiciones materiales, no hay que olvidar que se trata de una
obra que produce un sufrimiento obligatorio para quien la interpreta, pues es o
muy lenta o muy rápida. Messiaen hizo una asociación con el tiempo que aún le
quedaba por estar en el encierro, a sabiendas de que era indefinido. Buscaba
borrar los tiempos idénticos para producir un ambiente de intemporalidad
similar al del estado del sueño.
El filme está construido a partir del ritmo que
le da el cuarteto. Es una evocación dictada por la fuerza de la música, por la
complejidad de algo que parece tan sencillo. Y busca pensar la guerra, pensar
el arte, pensar la vida y sentir la ausencia
(nuestra identidad en la diáspora), como en el último plano, donde
desaparecen los músicos, los espectadores, las sillas y solo queda la música:
la imposibilidad vencida. El mismo director nos dice sobre su filme: "Yo quiero que hable de cómo los seres humanos
necesitamos del arte, el arte no es una diversión, no es un lujo, es tan vital
como respirar, como comer. El mundo no lo podríamos pensar, no podríamos
pensarnos a nosotros mismos sin el arte. Si estamos es una situación tan
compleja en este país es porque hay poco interés en el arte, en la cultura, en
la educación, que son esenciales"[14].
Como el presente texto ha
girado en torno a la noción de identidad en nuestro cine, con sus respectivas
variantes y tránsitos, quiero retomar, ya para terminar, la idea de Edgardo
Gutiérrez quien nos dice que quizás en un cine donde lo narrativo clásico no sea lo prioritario, se
encuentre lo fundamental de una cinematografía nacional. En un cine donde lo
importante sea la percepción de los objetos en su pregramaticalidad,
apareciendo como imágenes y sonidos. Donde haya un detenimiento en las
texturas, las formas, los colores, los rostros, las particularidades de los
objetos y de los escenarios en su materialidad, las señales del tiempo en el
cuerpo, el color de la piel, el caminar y los gestos[15].
Es decir, cuando el cine se haya desprendido de la necesidad de narrar para
alinearse con el deseo de describir, de mostrar la imagen material de la
naturaleza, el ritmo de un paisaje geográfico o de un paisaje humano.
Imágenes tomadas de la circulación libre en la red
[1] López
Díaz, Nazly, Miradas esquivas a una
nación fragmentada – Reflexiones en torno al cine silente de los años veinte y
la puesta en escena de la colombianidad, Bogotá, Instituto Distrital de
Cultura y Turismo – Cinemateca Distrital, 2006.
[2] Zuluaga,
Pedro Adrián, Cine colombiano e identidad cultural: respuesta a una estudiante,
publicado en el blog “Pajarera del medio”, 2012. Web: http://pajareradelmedio.blogspot.com/2012/03/cine-e-identidad-cultural-respuesta-una.html
[3] Zuluaga,
Pedro Adrián, Cine colombiano: Cánones y
discursos dominantes, Bogotá, Instituto Distrital de Cultura y Turismo –
Cinemateca Distrital, 2013.
[4] Suárez,
Juana, Miradas desde el norte – la
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