3/20/2016

La música y el cine: de la funcionalidad al experimentalismo



La música sigue siendo un vaso comunicante tan políglota como ambiguo
mauricio kagel

Es la música la que escribe sobre el género humano, en lugar de ser ella la que está siendo compuesta
morton feldman

Primeras aproximaciones

Una de las cuestiones sobre las que se ha teorizado en menor medida en los estudios cinematográficos es la incidencia de la música en las obras fílmicas. Sin embargo, tal como lo anota Rusell Lack, desde los comienzos de la cinematografía, la presencia de la música ha sido notable: básicamente estaba como acompañamiento en directo durante las primeras proyecciones, lo que respondía al intento de extender la cotidianidad sumándole esa música que convocaba en los escenarios populares.
Al parecer, el propósito inicial de los realizadores era opacar el ruido del equipo de proyección y ayudar a combatir la distracción frecuente del público. Con posterioridad, la música empezaría a estar al servicio de la imagen, en un intento por “reproducir” los sucesos que ocurrían en la pantalla.
En consonancia, Michel Chion agrega que fue más adelante cuando se creó una temporalidad que permitía ubicar al individuo (que apreciaba la obra en su soledad) más allá del tiempo cotidiano, es decir, en un tiempo de representación (45). Además, la música posibilitó la creación de un espacio, de un decorado y de una atmósfera que ayudaban a suscitar otras emociones, no necesariamente vinculadas con los diálogos y la acción.
La música que empezó a poblar las narrativas fílmicas tenía, además, antecedentes en la intermitente música escénica del drama y en los pasajes y números cantados de la comedia, que siempre se mantuvieron como elementos externos que no pretendían la unidad, sino la evocación, luego de imprimirle múltiples sentidos a su puesta en escena.

Antes del cine, ya se podía hablar de dos artes del movimiento: la danza y la música, que, de cierto modo, sirvieron de referencia para el nuevo dispositivo artístico. Luego vendrían a corroborarse otras cercanías entre el cine y la música, entre ellas el carácter de “artes de la duración” (temporales) que tienen como nexo común el ritmo. Estas proximidades, poco a poco, le permitirían al cine, subjetivar el movimiento y empezar a funcionar como un “aparato espacio-temporal”.
Por supuesto, la presencia de la música dentro del cine no dejó de ser problemática, pues muy pronto hubo detractores que (en su afán purista) consideraron que las dos expresiones debían ir por caminos diferentes y que no deberían servirse mutuamente para opacar los defectos de la otra.
En principio, se propagó la idea de que la música en el filme no debería oírse. Esta fue una propuesta un poco trivial y empobrecedora de los alcances que ofrecían la conjunción imagen-música, al usarla de manera constructiva y creadora de contrastes, es decir, haciendo que la música se ubicara al nivel de la acción dentro de la narrativa fílmica.
De todas maneras, estos postulados, a veces radicales, han servido para ahondar en la especificidad de las dos expresiones artísticas y para esclarecer sus vínculos. Así, aunque reconocemos que la música no es lo esencial del cine, hoy vemos que algunas de sus formas sí pueden definirle un itinerario o una impronta. No hay que olvidar que son distintas las posibilidades perceptuales del ojo y del oído. Este último se ha acomodado menos al avance de la industrialización y a la multitud de imágenes que de allí se derivan (la predominancia de la imagen de la que han hablado Godard o Virilio).
Sin embargo, la música también se ha dejado seducir por la propuesta que busca adecuarla a unos sonidos de época o a unas tonalidades predominantes. Por esa razón, no deja de ser relevante reflexionar sobre la función de la música, su aporte, el auxilio o la reivindicación que logra hacer de una “mala” filmación debido a la contundencia de su partitura (especialmente para cierto cine que se piensa a sí mismo desde y en la misma elaboración de sus formas).
Una vez que la música empezó a instalarse dentro de la forma cinematográfica, fue adquiriendo ciertas formas. La primera fue el leitmotiv (“células musicales asociadas a los personajes”), con el cual se pretendió enfocar algo de manera fácil pero contundente, dado su carácter evocador y que podía memorizarse fácilmente. No obstante, presentaba el problema de no seguir la secuencialidad propia del montaje cinematográfico. Ya se auguraba, entonces, la necesidad de construir una obra mayor que mantuviera cierta organicidad.
Una segunda forma fue la melodía (“sucesión de sonidos musicales muy expresivos, que tienen sentido en sí mismos”), aunque el problema en el cine predominante (el del modo de representación institucional) es que no se podía desplegar la independencia del compositor y el desarrollo de su “idea”; pues tenía prioridad la funcionalidad, y no la expresividad, del compositor, con lo que se perdía, entonces, el carácter poético de la melodía.
Generalmente, el desarrollo del filme (por su conformación óptica) es más cercano a la prosa y a la asimetría. Por ende, la estructuración simétrica propia de la melodía se ve necesariamente reducida. Claro que, como veremos más adelante, esto empezará a sufrir rupturas cuando se incorporen elementos musicales experimentales a los filmes, con los cuales se irá más allá de la consagrada funcionalidad.
Por otra parte, no hay que olvidar que la música empezó resolviendo o solucionando las intenciones dramáticas del filme, dejando de lado el aspecto referido a la composición. Y, cuando dicha función dramática se toma en serio, puede llegar a ser un elemento central de la narración fílmica.
En ese sentido, Aaron Copland considera que la música cinematográfica es una forma de música dramática, pues hay muchas ocasiones en las que la música se pone en un filme siguiendo únicamente una intención dramático-musical. Claro que también se ha utilizado como contrapunto dramático, en oposición evidente a lo que la imagen pretende mostrar, con lo cual se amplía el horizonte estético, pues, antes que ambientar, busca intensificar o simplificar. El recordado director soviético Sergei Eisenstein consideraba que el vínculo de la música con el cine estaba dado por el tiempo; especialmente a través de la forma musical del “contrapunto”, ese elemento estético central que buscaba en sus filmes.
Otro mecanismo explotado recurrentemente por el cine ha sido la tensión musical (del dramatismo a la tensión). Pero también se le ha dado cabida a la interrupción, para dilatar la resolución, para descansar, para invitar a que se aprecien otros elementos. En fin, podríamos decir que el cine mismo ha sido concebido y conformado como una polifonía, siendo capaz de expresar por sí solo el contrapunto. Así pues, teniendo en cuenta estos presupuestos, nos queda más fácil entender que, como asevera Claudia Gorbman, “toda música filmada sufre una narrativización”.
En estas primeras aproximaciones, es necesario dirigir rápidamente la mirada a lo que supuso la introducción del sonido dentro de la obra fílmica misma, cuando se instaló ya como algo constitutivo de ella. Paradójicamente, con la llegada del sonido, la música fue opacada por la imagen y pasó a un segundo plano.
Esto se debe a la exigencia de las productoras de transmitir un naturalismo y un realismo (para seguir con la estructura clásica de otras artes a las que estaban acostumbrados los espectadores) y a la resistencia del sistema perceptivo a analizar lo sonoro desde un punto de vista material. Sumado a ello, también se presentaron problemas en las grabaciones debidos al ruido de fondo, que seguía siendo bastante alto, a la falta de profundidad del sonido y a la presencia de la música en un primer plano (muy superficial) como si estuviera hecha para un solo oído.

Finalmente, resulta adecuado recordar algunos elementos teóricos sobre la presencia de la música en el cine. Según el teórico estadounidense Robert Stam, hay tres tipos de formas musicales en un filme: 1) música interpretada dentro del filme (sincronizada o postsincronizada); 2) música grabada preexistente; 3) música compuesta especialmente para el filme.
Para el compositor Aaron Copland, la música sirve en la pantalla de varias maneras: 1) crea una atmósfera más conveniente de tiempo y lugar; 2) subraya refinamientos psicológicos; 3) sirve como una especie de fondo neutro; 4) da un sentido de continuidad; 5) sostiene la estructura teatral de una escena.
Por su parte, Michel Chion prefiere hablar de “música de pantalla”, antes que de “música diegética”, y de “música de fondo”, en lugar de “música extradiegética”. Asimismo, también desarrolla los conceptos de música empática (la que está vinculada o adherida expresamente a un sentimiento) y anempática (la que sigue su curso de manera indiferente ante cualquier acontecimiento expreso de la narrativa fílmica; tal como sucede con el discurrir del mundo, que continúa su marcha aunque para un sujeto todo haya terminado).


Definición de una forma: la funcionalidad

La primera forma en que la música hizo presencia en el cine fue manifestando una funcionalidad, justo en el momento en que se empezó a imponer la Gebrauchsmusik (‘música para usar’ o ‘música para tocar y cantar’) durante los años veinte y treinta del siglo pasado.
El propósito era retomar la música prerromántica y alejar la complejidad, de modo que resultara más cercana al público. Grandes compositores del entorno académico musical, como Hindemith, Copland, Milhaud y Britten, acogieron dicha tendencia, que se enmarcaba dentro del movimiento de la “nueva objetividad”, tan difundido en Alemania durante esos años y que buscaba que el arte fuera social y práctico (de Arcos 64-65).
Los encargos hechos a compositores del mundo clásico —como el que, en 1908, la sociedad de producción francesa Le Film d’Art le hizo a Camille Saint-Saens para que compusiera la música original del filme El asesinato del duque de Guisa— respondían al interés de acompañar las imágenes con un fondo musical que les sirviera de ilustración o ambientación, mas no como elemento expresivo que pudiera hacer parte de la narración o de la puesta en escena.
Sin embargo, en esos años, fue común recurrir a reconocidos compositores que, poco a poco, empezaron a figurar en el equipo de producción (aunque casi siempre trabajando a distancia). Entre ellos vale la pena recordar a Maurice Jaubert, Bernard Herrmann, Arthur Honegger, Erik Satie, Paul Hindemith, Sergei Prokofiev, Dimitri Shostakovich y Francis Poulenc.
Sin embargo, hubo muchos directores importantes que desestimaron la creación propia de una pieza musical para su filme y, en cambio, recurrieron al uso de grandes obras clásicas de los siglos XVIII y XIX. Para facilitar las cosas y expresar libremente el encantamiento con alguna obra clásica, el director optaba por incluirla como un parte integrada con la diégesis.
No obstante, el uso de ciertos fragmentos de obras clásicas también suscitó agudas polémicas respecto a la vinculación (superposición) de “sublimes” frases musicales con “grotescas” imágenes. Además, había una segunda preocupación, pues era posible que la sinfonía funcionara muy bien, a nivel estructural de la secuencia, pero que no se adecuara al flujo narrativo.
Andréi Tarkovski dice que, desde los inicios, el uso de la música en el cine estuvo concentrado en establecer correspondencias con “el ritmo y la tensión emocional de las imágenes”. Siguiendo esta reflexión, podríamos decir que el elemento inicial que instala la música en el cine es la sensación, dado su carácter popular de espectáculo de feria. Más tarde se irá adaptando a las variaciones modernas que experimenta la música en general: la tensión en la armonía y la ruptura con la simetría y la misma tonalidad.
Sin embargo, los clichés se han mantenido preponderantemente, pues facilitan y dirigen las emociones. Esta ha sido la tendencia canónica, en correspondencia con el modo de representación institucional. El mecanismo para producir la música en el clásico Hollywood desligaba el trabajo en tres agentes: compositor, arreglista y director musical (que tenía la última palabra y era el que hacía la grabación).
Dicho modelo tenía unas líneas fundamentales: el sinfonismo y el leitmotiv, estas propiciaban la función musical “ilustradora” de espacios o estados de ánimo. Frente a esta unidireccional manera de concebir la música para el cine, Hans Eisler protestaba de la siguiente manera:
Dado que el cine no es una obra de arte (unificada), y dado que la música ni puede ni debe ser parte de tal unidad orgánica, el intento de imponer unidad estilística a la música para el cine es absurdo… Lo que se necesita es una planificación musical, un uso libre y consciente de todos los recursos musicales sobre la base de una percepción precisa de la función dramática de la música, que es diferente en cada caso. (Citado en Lack 108)

Adorno y Eisler advertían que el compositor musical, al enfrentarse al cine, estaba inaugurando una nueva faceta de su práctica. Ahora debía pensar más en secuencias aisladas y ver cómo estas tenían una función particular dentro de un todo que es la obra cinematográfica. Según ellos, el compositor para cine piensa en “periodos”, antes que en “desarrollos”. Y la conjunción de dichos periodos es la que lleva a un desarrollo temático, pues la adecuación de la estructura musical a la forma del cine supone una “variación” permanente, una técnica de la variación bastante desarrollada por la música.
Por tal razón, el compositor requiere conocer el filme en su conjunto para así poder establecer una “planificación” y lograr que la interacción sea fructífera. Se precisa, entonces, que la sincronización imagen-música sea tenida como eje central. Pero la realidad que observaban los autores alemanes distaba mucho de esa pretensión. Por eso, anhelaban que la labor del compositor de música para cine tuviera la altura necesaria y la suficiente libertad para darle vida a una obra completa, aunque fragmentada (por razones obvias del filme), y autónoma.
En ese sentido, consideraban que “la música del cine [debía] ser elevada al nivel técnico de la producción, y no solo al de la reproducción” (Adorno y Eisler 173). Creo que esta es una preocupación que aún mantiene su vigencia y sobre la cual vale la pena volver para profundizar en el estudio de la música en el cine.
Según este planteamiento, lo que se busca es que haya una captación en la marcha, de manera incidental, puesto que en el filme usualmente no hay tiempo para las profundidades, para la contemplación pausada de la estructura musical. Pero la gran paradoja es que esa música debe estar también armonizada con la imagen para que pueda suplir la profundidad que a esta le falta.
En términos musicales, se debería estar circulando más bien en los bordes (lo que no implica superficialidad), en el movimiento y en el color, antes que en la armonía. La música en el cine debe estar, pero no permanecer; debe completar la imagen, pero saber fugarse para hacerse lo menos notoria ¡En la imperceptibilidad está su potencia!
Por su parte, Michel Chion sostiene que la música no alcanza a ser absorbida por el filme, pues permanece en su ritmo, que sigue siendo autónomo. Esto no quiere decir que, en ocasiones, la música alcance a ser “el universo concreto del filme, que escapa a las leyes de lo real” (algo pretendidamente buscado por cierto tipo de cine). Y, precisamente por eso, puede conducir a un orden simbólico o creador que organiza el resto del filme (202).
Asimismo, precisa que ahora es más fácil separarse del “servilismo” de la música frente al filme, para proponer que esta ayude a simbolizarlo, a imprimirle un sentido o a expresar ese universo en el que se mueve toda la obra o, en ocasiones, fragmentos de ella. Además, nos recuerda que, con la aparición del “sonoro”, se hizo más común el uso de la música vinculada a la acción, lo que se fundamentó en la intención de expresar cierto realismo (materialismo), en oposición a la “fuga” lírica que pudiera provocar una música “incidental”.
Para cerrar esta rápida aproximación a la funcionalidad de la música en el cine, cabe plantear que la música cinematográfica no está necesariamente jerarquizada frente a la imagen, pues, es el único elemento del filme que conserva su autonomía, su carácter de principio en sí mismo y puede funcionar de manera aislada (por ejemplo, las bandas sonoras tienen sus propios canales de difusión y sus fervientes seguidores).

Variaciones desde la teoría musical

La tradición y los primeros acercamientos a la música en el cine nos muestran que la prioridad era buscar la funcionalidad, la aplicación de la música a una estructura narrativa audiovisual. Con la música en el cine, se perpetuó una tradición conservadora: la tonalidad. Y, por eso, la tradición decimonónica de Hollywood optó por el uso de la gran música clásica en sus filmes.
Pero, con el cambio sucedido durante el siglo XX en cuestiones musicales (dodecafonismo, electroacústica, acusmática, experimental), también se le abrieron nuevos intereses a la música para cine; aunque cabe decir que, inicialmente, la música de cine no sintió la evolución de la música, pues retomó la forma romántica de la melodía (propia del siglo XIX).
Sin embargo, la evolución musical tiene que ver con la historia de la tecnología musical y con los cambios culturales de los oyentes. Y la historia de la música cinematográfica, ineludiblemente, ha estado unida a la historia del cine. Este usualmente ha empleado formas musicales breves, a diferencia de la tradición de la música tonal (predominante en los primeros años del cine), que tiende a ser de composiciones largas.
La composición para cine inauguró una nueva forma de creación musical en la que la concisión y la reparación eran puntos determinantes. Para eso, se precisaba una adecuación al flujo dramático, una preparación, una intensificación, un adelantamiento y una conclusión; todo esto, apegándose (como línea básica) a la variación permanente que se presentaba dentro de un filme.
Justamente, las nuevas creaciones musicales también llegaron al cine para proponerle rupturas y variaciones. Una de esas primeras incorporaciones musicales renovadoras de la dinámica cinematográfica fue el uso de la técnica compositiva dodecafónica por parte de Leonard Rosenman, en el filme La telaraña (Vicent Minelli, 1955). Aunque Schömberg había desarrollado su escala dodecafónica hacia la primera década del siglo pasado, solo hasta la década de los cincuenta, empezaría a hacer presencia en obras cinematográficas.
El punto de quiebre que marcó un avance en el papel que entraría a jugar la música en el cine se dio a partir de la década de los cincuenta; cuando, por un lado, se reforzó el vínculo con el serialismo musical y, por otro, se avanzó en la aceptación del azar como elemento para la composición musical fílmica. También influyó el posicionamiento de la música electrónica y, finalmente, el surgimiento de la música concreta, que le daría cabida a sonidos musicales o naturales procedentes de discos de gramófono, los cuales eran retomados y modificados para hacer parte de una composición mayor.
Sin embargo, todas estas incorporaciones han estado opacadas por el poco interés que se ha tenido en estudiar la música del cine como composición autónoma. El análisis del sonido en el cine solo empezó a tener trabajos rigurosos a partir de la década de los ochenta, con excepción del trabajo de Adorno y Eisler, que data de los años cincuenta. Y no es que este deba ser el punto determinante en los estudios cinematográficos, pero, ante la ausencia de su estudio, vale la pena empezar a pensar el cine desde dicha orilla.
Por supuesto, el análisis no debe necesariamente provenir de los músicos (usualmente concentrados en rigurosidades estrictamente musicales), pues la tendencia actual muestra que quienes se preocupan por este tipo de análisis usualmente provienen de otras áreas, como la filosofía, la literatura o los estudios culturales.
Claro que hay una realidad notable que no puede pasarse por alto, y es que la música sigue siendo la menos comprendida de las artes, aunque, al estar configurada como un lenguaje (según dicen los discursos mayoritarios), debería de ser posible conocer sus elementos para entenderla. Sin embargo, discusiones contemporáneas ponen en duda la condición de lenguaje de la música, tal como ha venido discutiéndose desde hace más de cincuenta años sobre la catalogación del cine como un tipo de lenguaje.

Adaptándose a las variaciones de la teoría musical, el cine moderno se alinea con la polifonía y la disonancia. Esta apertura trae variaciones ventajosas para el desarrollo dramático del filme, dado que el sonido se autonomiza (aísla) y se dinamiza, lo que abre nuevos caminos para la interpretación.
El sonido puede, desde un determinado momento, incitar la tensión, aunque no corresponda con el desarrollo del relato. Esta variación concuerda con la emancipación de la armonía en el ámbito musical. Poco a poco, la música en el cine va adquiriendo más relevancia y deja de ser “telón musical” para pasar a ser “fondo” en el sentido positivo de “completar”, es decir, de crear contrastes que amplían, que intensifican las percepciones estéticas.
Junto con la nueva ola, el jazz y el rock ascendieron en el interés para ampliar el espectro musical del cine. Lo primero que hicieron fue romper con el predominio de la orquesta sinfónica en la banda musical[1]:
Fundamentalmente, por lo que se refiere a la música de cine, el jazz rompió la wagneriana de los leitmotiv y los temas reemplazando estos por un comentario musical e impresionista, que funcionaba más como un narrador omnipotente en la película que como una partitura para el cine. La naturaleza expresiva era más aforística… (Lack 251)
De esta manera, se estaba en consonancia con el pensamiento de la época (“fragmentario, discontinuo e introvertido”), que se alejaba con fuerza de la necesidad del mimetismo y del tematismo y que aproximaba la imagen a una dinámica más temporal, más musical. En la nueva ola, la música fue un elemento de estilo que prefiguraba la acción e introducía la ironía.
Con el ascenso de la atonalidad, se le dio más importancia al timbre, a la textura y a la densidad, mientras que se impuso la libertad rítmica y la ausencia de dirección, de tema y de melodía. Es decir, la atonalidad ha sido un emblema de libertad.
Según Ana María Sedeño, la música atonal tiene una “capacidad parentética (poder de crear un tiempo entre paréntesis, un fuera de tiempo en el tiempo)”. Pero no siempre en un filme la música es completamente atonal, pues cada vez más funciona en apoyo equilibrado con la música tonal, no siempre recurriendo a los clichés que vinculan a una u otra con desorden u orden.
La música contemporánea se ha adaptado más fácilmente al cine debido a su característica (compartida) de estar construida en formas breves (muchas veces independientes). Asimismo, el aporte de disonancias, proveniente de la música contemporánea, es algo que le interesa al cine debido a la posibilidad que abre de componer creaciones polifónicas o contrapuntísticas.
La gran importancia de la música experimental en el cine es que ha sabido aprovechar la disonancia como recurso narrativo. En muchas ocasiones, su tono intempestivo e incompleto sirve para que, o bien la imagen se encargue de llenarlo, o bien el espectador sincronice sus emociones frente a la obra. No obstante, a pesar de la “emancipación de la disonancia” (que advierte María de Arcos), alcanzada durante el siglo XX, hoy la mayoría de la música cinematográfica, a nivel armónico, sigue siendo de estructura tonal.

Esta breve introducción acerca de lo que supone reflexionar sobre la música del cine nos empieza a plantear diversos interrogantes a la luz de la teoría cinematográfica. Es preciso volver a pensar componentes del filme que pueden tener alcance musical: el movimiento, el ritmo, el tiempo, la sincronización imagen-sonido. También es necesario volver a preguntarnos si debe coincidir la imagen con la música: ¿de qué forma: indirecta o antitética? Quizás volviendo la mirada a los estudios sobre el montaje, podamos encontrar una mediación para establecer unidad en la afirmación y en la negación, en la pregunta y en la respuesta.
En este camino, encontramos miradas que ya han empezado a esclarecer algunas cosas. Michel Chion nos dice que la música es el elemento más plástico, más flexible, del filme, puesto que se comunica más fácilmente con el público hasta alcanzar gran intensidad, dado su carácter sensible.
Por el contrario, la imagen es más susceptible de alcanzar un límite (el encuadre), mientras que la música oscila entre el campo y el fuera de campo… y aún más allá. Por tanto, la música no “acompaña” al filme, sino que lo “co-irriga”, lo “co-estructura”. En ocasiones, “modula el espacio” y actúa como “fuerza activa” que “subjetiviza y psicologiza al cine-público” (Chion 218-230).
Ya en una reflexión teórico-práctica, Tarkovski invoca a la música para que funcione como un “estribillo poético” que logre remitirnos a las fuentes. Dicha práctica, evidentemente, le traerá nuevas experiencias emocionales al espectador que asiste a una sala de cine. El cineasta ruso concibe la música en el cine como un elemento natural del mundo sonoro. Por lo tanto, cree que, en muchas ocasiones, basta con el ruido…, pues la música sobra. Sin embargo, aclara que es preciso seleccionar los sonidos para no caer en una cacofonía.
Aunque, al elaborar la banda sonora, se le ha dado primacía a la presencia de la voz y se ha reducido la música y el ruido, Artavadz Pelechian en su estudio sobre el sonido (citado en Barnnier), hace notar que este se compone de ruidos y de música y que, como material fílmico, es indisociable de la imagen. La ruta que conduce a este director está dada por dos movimientos: el ritmo y la emoción.
Pelechian transforma el registro de los ruidos para llevar la expresividad acústica hacia la abstracción usando música conocida (generalmente aquella que haya logrado despertar emociones colectivas), pues considera que dicha música está para sentirse, antes que para ser verbalizada o llevada a la reflexión. El director armenio se aleja de la sincronización, de la articulación, pero no de la posibilidad de suscitarle emociones al espectador (Barnier 171-179). Reconoce que el sonido insufla profundidad: la imagen está encadenada con el espacio; mientras que el sonido, lo traspasa. Evidentemente, esta aproximación al minimalismo es cercana a la estética del cine silente.
De similar manera, Godard instala con su práctica una juguetería que piensa el hecho fílmico, que lo redimensiona, al someter a las partituras (creadas para el filme o tomadas del repertorio clásico) a una serie de rupturas e interrupciones recíprocas. Por supuesto, es el ritmo el que sufre la variación, el que se renueva, el que se enriquece.
Igualmente, el compositor y director cinematográfico argentino Mauricio Kagel consideraba a las películas sus verdaderas óperas. En ellas, construía la dramaturgia cinematográfica siguiendo leyes musicales. Al tiempo que las asociaba con la diégesis, las mantenía totalmente autónomas frente al plano visual. De esa manera, añadía nuevas prácticas a la experiencia cinematográfica musical.
Finalmente, recordamos que también la música contemporánea ha sabido servirse del cine, pues fue a través de este como las múltiples variaciones musicales ocurridas durante el siglo XX encontraron la mejor vía para llegar a un público masivo. De haberse quedado solo en los ámbitos tradicionales de difusión musical, habrían permanecido mucho más escondidas de lo que han estado.

Bibliografía
Adorno, Theodor, y Hans Eisler. El cine y la música. Madrid: Fundamentos, 1981.
Barnier, Martin. “El sonido en las películas de Pelechian”. En Materia y cosmos: las películas de Artavazd Pelechian, Bogotá: Idartes, 2011.
Becerra, Sergio, y Rémi Fontanel. Materia y cosmos: las películas de Artavazd Pelechian. Bogotá: Idartes, 2011.
Chion, Michel. La música en el cine, Barcelona: Paidós, 1997.
Copland, Aaron. Cómo escuchar la música. México: FCE, 1994.
De Arcos, María. Experimentalismo en la música cinematográfica. Madrid: FCE, 2006.
Eisler, Hans. Composing for the films. Nueva York, 1947.
Gorbman, Claudia. Unheard melodies: Narrative film music. BFI Publishing, 1987.
Lack, Rusell. La música en el cine. Madrid: Cátedra, 1999.
Kagel, Mauricio. Palimpsestos. Buenos Aires: Caja Negra, 2011.
Sedeño, Ana María. La música contemporánea en el cine. Universidad de Málaga, 2005.
Stam, Robert. Teorías del cine. Barcelona: Paidós, 2010.
Tarkovski, Andréi. Esculpir en el tiempo. Madrid: RIALP, 2002.




[1] Es importante citar filmes emblemáticos que introdujeron, con bastante notoriedad, los sonidos del rock y del jazz: Semilla de maldad (Richard Brooks, 1952) y Agente 007 contra el Dr. No (Terence Young, 1962).

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