Tinta y celuloide
Hacer
cine es escribir sobre un papel que arde…
Pier Paolo Pasolini
Como
es bien sabido, los vínculos entre la literatura y el cine se han ido tejiendo
de manera constante casi que desde las primeras experimentaciones con el
cinematógrafo. Ante la novedad que aportaba a las dinámicas culturales la
puesta en marcha de la imagen en movimiento, se optó en muchos casos por traer
de la literatura las historias, las voces, las diversas narrativas y hasta la
intensidad lírica para alimentar a ese “hermano menor” (el cine) que todavía
divagaba en la búsqueda de su identidad. Sobre esta relación ya se han escrito
muchas páginas, respaldadas y posicionadas en los ámbitos discursivos por
disciplinas como la narratología, la semiología, los estudios culturales, la
teoría literaria o la teoría cinematográfica, por citar solo algunas.
En esta ocasión solo quiero mencionar algunas de las ideas que han
estado circulando continuamente acerca de los entrecruzamientos entre el cine y
la literatura, especialmente, aquellas que le crean fisuras a ciertas posturas
mayoritarias que han importado los esquemas de la teoría literaria a los
análisis fílmicos.
Desnudando la hegemonía narrativa
En primer lugar, es importante evidenciar que hay una premisa predominante, tanto para la mayoría de los críticos como para los espectadores y para las academias, la cual nos dice que el cine remite necesariamente a una narración, a contar una historia en imágenes; de ahí se desprende la idea hegemónica de que la manera de darse la imagen en el cine es la narrativa, postulado que puede ponerse en duda si nos remontamos a los orígenes y constatamos cómo desde los primeros años el cine es entendido como el arte del movimiento, por la capacidad de imprimirle una dinámica de realidad a esas imágenes otrora fijas o movibles de manera desintegrada. De esta manera, es posible aseverar que hay algo concreto, una mirada específica, en la novedosa experiencia cinematográfica, que no es el espectáculo, ni el encantamiento de los espectadores, ni la imagen proyectada, ni la narración audiovisual, sino el movimiento.
Ante esta constatación, puedo decir con firmeza que la narración en el cine es una forma más de darse la imagen, pero no es la única. No hay una relación intrínseca, inseparable, entre la imagen y la narración; entre la imagen y el lenguaje. Hay una relación pero de complementariedad, en la que cada una conserva su autonomía de acción. Las imágenes no necesariamente deben estar ligadas a la palabra y a la narración; hay que dejarles a las imágenes la posibilidad de encontrar sus propias formas, sus propios objetos. En un sentido similar ha orientado sus reflexiones el director alemán Wim Wenders:
Si
bien desde hace mucho mi trabajo ha sido contar historias en imágenes, esto
jamás me ha parecido una profesión. Quizá porque me parece que las imágenes me
importan más que las historias. O lo que es lo mismo, que las historias no son
más que un pretexto para hacer imágenes. Pero quizá también porque de tanto en tanto las
imágenes se me escapan, por semanas o meses. Entonces ya no veo, ninguna imagen
me parece notable, ya no tengo el placer de concebirlas, y si durante esos
momentos lo intento, resulta completamente arbitrario. Imágenes sin forma,
porque no hay una mirada que podría concederlas. Y lo peor que puede pasar: la
mirada turística[1].
Hoy día
parece no haber discusión acerca de la condición narrativa en el cine, pues la
mayoría de los textos, de los estudios y de los comentarios sobre la materia,
han incorporado el discurso de las “narrativas” con mayor o menor complejidad.
Es muy común referirse a la narración audiovisual como el
fundamento de toda obra, y la mayoría de críticas apuntan primordialmente a
describir el relato y sus formas. Los argumentos a favor de esta postura no son
nuevos, ni tampoco generadores de polémica, pues ya en los años veinte, las
vanguardias alemanas, francesas y soviéticas abogaban por independizarse de lo
que el cine había importado de la literatura. Teóricos como Tinianov
(justamente, desde el campo de la lingüística) hacia 1926, sostenía que ya era
evidente que el cine se había liberado de las artes cercanas (pintura y teatro)
pero reconocía que aún le faltaba desprenderse de la literatura, y que era
preciso hacerlo.
Por narración entiendo la referencia visual o lingüística de una sucesión de hechos que suceden dentro de un tiempo determinado. En términos más académicos, se postula como la relación entre un enunciado y la enunciación; la acción que articula una expresión (discurso) con un contenido (historia), y por su parte Genette, la concreta en el acto de narrar en sí mismo. En cuanto a lo cinematográfico, la primera fundamentación estructurada sobre la condición narrativa proviene de Metz, quien sustituye la imagen por un enunciado, dándole existencia a una semiología del cine que busca aplicar de una manera disciplinada, modelos de lenguaje (sintagmáticos). Aunque rigurosamente expresada, esta posición pone en peligro la noción de “signo”, la cuál va a ser cambiada por “significante”. Esto no sólo supone un problema estilístico sino ideológico, pues al sustituir la imagen por un enunciado, se le resta su carácter más auténtico: el movimiento. Metz diferencia la fotografía del cine, solo por la variación suscitada a nivel narrativo: “pasar de una imagen a dos imágenes, es pasar de la imagen al lenguaje”. Estas consideraciones del teórico francés, han sido el punto de partida para múltiples estudios posteriores, en los que se ha tratado de fortalecer la condición narrativa del cine, ubicando, incluso a los filmes que rebasan esa condición, como una forma más de lo narrativo aunque de difícil catalogación. Y aunque pueda parecer contradictorio, algunos reconocen, dentro del estudio de lo narrativo, también a las propuestas no narrativas. Es el caso de Bordwell y Thompson, quienes hablan de cuatro formas no narrativas (abstracta, asociativa, categorial y retórica).
De
la adaptación a la transposición
Por fortuna, la disputa tantas veces abordada sobre la “deformación” de los originales que conlleva una adaptación literaria al cine, y lo que más ha estado fuera de lugar, la valoración (en términos de superior o inferior) respecto de las dos versiones del relato, cada vez es menos tenida en cuenta, al punto que podríamos considerarla ya casi extinguida en los análisis recientes sobre éstas prácticas artísticas.
Con
anterioridad (hacia la década del treinta), el cine había adoptado el Modo de
Representación Institucional[2],
asimilando varios elementos de la narrativa literaria decimonónica – lo cual
según el análisis de Deleuze, equivaldría al desarrollo de la Imagen-acción[3]
–. Aquel postulado, precisamente, empezó a entrar en crisis luego de los
análisis de Bazin, que se extendieron a disciplinas como la semiología y la
lingüística, con Metz y Pasolini a la cabeza, quienes retomaron varias de las
preocupaciones de los formalistas rusos.
Omar Ardila, 2020
[1] Banda sonora del cortometraje de Wenders, Cartas
desde Nueva York, citado por Ricardo Parodi, seminario: Intensidades y
tensiones, clase 3 (página web: Instituto Goethe de Buenos Aires)
[2] El Modo de Representación Institucional es un concepto desarrollado por
Nöel Burch hacia 1968 en su libro Praxis
du cinema. Este concepto se refiere a la forma canónica que surgió en el
entorno hollywoodense en la segunda década del siglo XX, la cual definía unas convenciones para la narración fílmica y una adecuada duración para el buen
desarrollo del relato cinematográfico.
[3] En
la descripción de los tres tipos de imágenes-movimiento que habitan el cine,
Deleuze se refiere a la Imagen-acción
como aquella que nos lleva a
terrenos de espacio-tiempo determinados, geográficos e
históricos. En otras palabras, es aquella que nos aproxima al
Realismo.
gracias por el articulo tenia una clase sobre este tema ya que quiero hacer peliculas en el futuro
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