5/06/2024

Tinta y celuloide 2

 

Tinta y celuloide

 

Hacer cine es escribir sobre un papel que arde

Pier Paolo Pasolini

 

Como es bien sabido, los vínculos entre la literatura y el cine se han ido tejiendo de manera constante casi que desde las primeras experimentaciones con el cinematógrafo. Ante la novedad que aportaba a las dinámicas culturales la puesta en marcha de la imagen en movimiento, se optó en muchos casos por traer de la literatura las historias, las voces, las diversas narrativas y hasta la intensidad lírica para alimentar a ese “hermano menor” (el cine) que todavía divagaba en la búsqueda de su identidad. Sobre esta relación ya se han escrito muchas páginas, respaldadas y posicionadas en los ámbitos discursivos por disciplinas como la narratología, la semiología, los estudios culturales, la teoría literaria o la teoría cinematográfica, por citar solo algunas.

En esta ocasión solo quiero mencionar algunas de las ideas que han estado circulando continuamente acerca de los entrecruzamientos entre el cine y la literatura, especialmente, aquellas que le crean fisuras a ciertas posturas mayoritarias que han importado los esquemas de la teoría literaria a los análisis fílmicos.

 

Desnudando la hegemonía narrativa



 En primer lugar, es importante evidenciar que hay una premisa predominante, tanto para la mayoría de los críticos como para los espectadores y para las academias, la cual nos dice que el cine remite necesariamente a una narración, a contar una historia en imágenes; de ahí se desprende la idea hegemónica de que la manera de darse la imagen en el cine es la narrativa, postulado que puede ponerse en duda si nos remontamos a los orígenes y constatamos cómo desde los primeros años el cine es entendido como el arte del movimiento, por la capacidad de imprimirle una dinámica de realidad a esas imágenes otrora fijas o movibles de manera desintegrada. De esta manera, es posible aseverar que hay algo concreto, una mirada específica, en la novedosa experiencia cinematográfica, que no es el espectáculo, ni el encantamiento de los espectadores, ni la imagen proyectada, ni la narración audiovisual, sino el movimiento.

Ante esta constatación, puedo decir con firmeza que la narración en el cine es una forma más de darse la imagen, pero no es la única. No hay una relación intrínseca, inseparable, entre la imagen y la narración; entre la imagen y el lenguaje. Hay una relación pero de complementariedad, en la que cada una conserva su autonomía de acción. Las imágenes no necesariamente deben estar ligadas a la palabra y a la narración; hay que dejarles a las imágenes la posibilidad de encontrar sus propias formas, sus propios objetos. En un sentido similar ha orientado sus reflexiones el director alemán Wim Wenders:

 

Si bien desde hace mucho mi trabajo ha sido contar historias en imágenes, esto jamás me ha parecido una profesión. Quizá porque me parece que las imágenes me importan más que las historias. O lo que es lo mismo, que las historias no son más que un pretexto para hacer imágenes. Pero quizá también porque de tanto en tanto las imágenes se me escapan, por semanas o meses. Entonces ya no veo, ninguna imagen me parece notable, ya no tengo el placer de concebirlas, y si durante esos momentos lo intento, resulta completamente arbitrario. Imágenes sin forma, porque no hay una mirada que podría concederlas. Y lo peor que puede pasar: la mirada turística[1].

 

Hoy día parece no haber discusión acerca de la condición narrativa en el cine, pues la mayoría de los textos, de los estudios y de los comentarios sobre la materia, han incorporado el discurso de las “narrativas” con mayor o menor complejidad. Es muy común referirse a la narración audiovisual como el fundamento de toda obra, y la mayoría de críticas apuntan primordialmente a describir el relato y sus formas. Los argumentos a favor de esta postura no son nuevos, ni tampoco generadores de polémica, pues ya en los años veinte, las vanguardias alemanas, francesas y soviéticas abogaban por independizarse de lo que el cine había importado de la literatura. Teóricos como Tinianov (justamente, desde el campo de la lingüística) hacia 1926, sostenía que ya era evidente que el cine se había liberado de las artes cercanas (pintura y teatro) pero reconocía que aún le faltaba desprenderse de la literatura, y que era preciso hacerlo.



 Por narración entiendo la referencia visual o lingüística de una sucesión de hechos que suceden dentro de un tiempo determinado. En términos más académicos, se postula como la relación entre un enunciado y la enunciación; la acción que articula una expresión (discurso) con un contenido (historia), y por su parte Genette, la concreta en el acto de narrar en sí mismo. En cuanto a lo cinematográfico, la primera fundamentación estructurada sobre la condición narrativa proviene de Metz, quien sustituye la imagen por un enunciado, dándole existencia a una semiología del cine que busca aplicar de una manera disciplinada, modelos de lenguaje (sintagmáticos). Aunque rigurosamente expresada, esta posición pone en peligro la noción de signo, la cuál va a ser cambiada por significante. Esto no sólo supone un problema estilístico sino ideológico, pues al sustituir la imagen por un enunciado, se le resta su carácter más auténtico: el movimiento. Metz diferencia la fotografía del cine, solo por la variación suscitada a nivel narrativo: “pasar de una imagen a dos imágenes, es pasar de la imagen al lenguaje”. Estas consideraciones del teórico francés, han sido el punto de partida para múltiples estudios posteriores, en los que se ha tratado de fortalecer la condición narrativa del cine, ubicando, incluso a los filmes que rebasan esa condición, como una forma más de lo narrativo aunque de difícil catalogación. Y aunque pueda parecer contradictorio, algunos reconocen, dentro del estudio de lo narrativo, también a las propuestas no narrativas. Es el caso de Bordwell y Thompson, quienes hablan de cuatro formas no narrativas (abstracta, asociativa, categorial y retórica).

 Es evidente que la pericia de los estudios narratológicos (específicamente en lo referente al cine) ha alcanzado un alto punto, y que la cuidadosa observación que han hecho de los múltiples detalles que componen una obra cinematográfica, les ha permitido conformar  esquemáticas clasificaciones que parecieran no dejar por fuera ningún aspecto material ni subjetivo. Sin embargo, y por fortuna, el cine, al aproximarse a la dimensión poética (no en todos los casos, por supuesto) ha visto cómo algunas de sus creaciones rebasan el encuadramiento que ha tratado de hacérseles o al menos, han intentado confrontar los mismos estatutos que las ubican dentro de unos parámetros específicos.

 No hay que olvidar que en la vasta historia del cine ha habido diversas producciones que han hecho de la búsqueda poética el centro de su propuesta creativa. En ellas se puede apreciar cómo se rompe con la relación causa-efecto del montaje narrativo clásico para darle cabida a la articulación azarosa que establecen diversas condiciones perceptivas. Tampoco resulta importante la conformación de universos cerrados que apunten a la verosimilitud. Todos los fragmentos se mueven libremente en busca de múltiples asociaciones. El dispositivo metonímico (propio del discurso narrativo) le cede el paso al dispositivo metafórico para que se constituya una acción poética. Luis Buñuel llamó al cine "instrumento de poesía, con todo lo que esta palabra pueda contener de sentido libertador, de subversión de la realidad, de umbral al mundo maravilloso del subconsciente". 

 

De la adaptación a la transposición

 Por fortuna, la disputa tantas veces abordada sobre la “deformación” de los originales que conlleva una adaptación literaria al cine, y lo que más ha estado fuera de lugar, la valoración (en términos de superior o inferior) respecto de las dos versiones del relato, cada vez es menos tenida en cuenta, al punto que podríamos considerarla ya casi extinguida en los análisis recientes sobre éstas prácticas artísticas.

 A la luz de las teorías modernas sobre la literatura y el cine, la preocupación cada vez es en menor grado sobre la dependencia de una u otra propuesta, y por consiguiente, sobre la originalidad de las mismas. Sin embargo, para entender cómo es que hemos llegado a las actuales relaciones armoniosas, no deja de ser interesante conocer el proceso de las relaciones conflictivas que sostuvieron los teóricos literarios con los cineastas. Son varios los estudios que nos informan sobre esta persistente lucha, iniciada desde el surgimiento del cine, agudizada en los veinte con las diversas vanguardias y reorientada, de forma determinante, en los años sesenta con los aportes de teóricos como André Bazin, Christian Metz, Roland Barthes, Pier Paolo Pasolini, Yuri Lotman, entre otros.

 Luego del giro que propició Bazin – al poner en duda el falso dilema de la legitimidad moral de las adaptaciones para establecer una “equivalencia integral” entre los textos fílmicos y escritos – se podía mantener la fidelidad a la obra original o se podían hacer variaciones para encontrarle una mayor unidad al filme, sin que alguna de las dos posiciones fuera problemática. Teniendo en cuenta lo anterior, Bazin concluiría que “adaptar, por fin, no es traicionar, sino respetar”.



 

Con anterioridad (hacia la década del treinta), el cine había adoptado el Modo de Representación Institucional[2], asimilando varios elementos de la narrativa literaria decimonónica – lo cual según el análisis de Deleuze, equivaldría al desarrollo de la Imagen-acción[3] –. Aquel postulado, precisamente, empezó a entrar en crisis luego de los análisis de Bazin, que se extendieron a disciplinas como la semiología y la lingüística, con Metz y Pasolini a la cabeza, quienes retomaron varias de las preocupaciones de los formalistas rusos.

 Respecto de la tradición de análisis, una de las tendencias metodológicas que más se ha afianzado es el estudio comparativo de las obras individuales (literaria y cinematográfica), teniendo en cuenta que, tanto la novela como el cine son artes del relato – exceptuando los filmes no narrativos –, cuyos puntos de encuentro nos permiten homogeneizar algunos elementos a la hora de hacer los respectivos acercamientos. El término más aceptado hoy día por los analistas, es el de transposición, al considerar el paso de una expresión a otra. La transposición implica el paso de elementos formales de un sistema semiótico a otro, susceptibles de ser confrontados en una relación de equivalencia. Según el discurso narratológico, lo más importante que debemos indagar es sobre el cómo se cuenta la historia, no sobre la historia en sí misma, pues en ese “modo” de contar es donde aparecen los puntos de semejanza y de diferencia que nos permiten ahondar en el estudio comparativo.

 Teniendo en cuenta estos argumentos, me interesa plantear, como cierre de esta reflexión, que la historia del cine no es algo lineal hacia la construcción de un solo “lenguaje” posible o de una sola verdad; más bien, lo que encontramos es una sucesión de expresiones, de “jugueterías” con los medios formales y de interrogación de los mismos con sus propios artefactos. Además, no hay que olvidar que el mismo lenguaje circunscrito en la órbita semiótica del estructuralismo también ha variado. Ahora encontramos nuevas convenciones, otros patrones de diseño que se afianzan y renovadas formas de comunicación. Por ejemplo, a partir del empoderamiento de los medios masivos, especialmente, de los “nuevos medios”, es sugestiva la idea de que el espectador pueda interactuar y ayudar a construir o definir el rumbo de la historia. Hay que tener en cuenta que el cine ya no es plano, y que ya no se filma la acción real, pues con la tridimensionalidad virtual que nos proveen los nuevos medios, ya no solamente podemos filmar la realidad física sino que podemos generar una realidad simulada en un computador. Por ejemplo, con la implantación masiva del 3D podemos darle vida a situaciones fotorrealistas solamente con el uso de pintura (animación), y así modificar, cortar, pegar, estirar, darles diversos matices de colores a los fotogramas, con lo cual, la imagen adquiere un carácter variable, dinámico e impredecible.

 

 

Omar Ardila, 2020

Imágenes tomadas de la circulación libre en la red.


[1] Banda sonora del cortometraje de Wenders, Cartas desde Nueva York, citado por Ricardo Parodi, seminario: Intensidades y tensiones, clase 3 (página web: Instituto Goethe de Buenos Aires)

[2] El Modo de Representación Institucional es un concepto desarrollado por Nöel Burch hacia 1968 en su libro Praxis du cinema. Este concepto se refiere a la forma canónica que surgió en el entorno hollywoodense en la segunda década del siglo XX, la cual definía unas convenciones para la narración fílmica y una adecuada duración para el buen desarrollo del relato cinematográfico.

[3] En la descripción de los tres tipos de imágenes-movimiento que habitan el cine, Deleuze se refiere a la Imagen-acción como aquella que nos lleva a terrenos de espacio-tiempo determinados, geográficos e históricos. En otras palabras, es aquella que nos aproxima al Realismo.

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