2/18/2017

Cine colombiano: Identidades y tránsitos


El cinematógrafo nunca ha querido producir un acontecimiento sino en primer lugar una visión… y es que la vida no ha devuelto a las películas aquello que les había robado. Solo la mano que borra puede escribir la cosa verdadera”.
J. L. Godard
Resulta compleja la reflexión en torno de un concepto que no cuenta con una enunciación aceptada masivamente, más aún, cuando sospecho que detrás de ciertas categorizaciones se esconden intereses que buscan aproximarnos a formas unívocas de pensamiento. Sin embargo, es esa falta de univocidad la que me permite ampliar las indagaciones hacia otras maneras de mirar, de pensar y de sentir. Eso es lo que intentaré realizar a lo largo de este texto sobre el “cine colombiano”.

Fueron múltiples las inquietudes que me surgieron desde un inicio para aproximarme a esta materia, pues es innegable que el interés por el cine en Colombia ha tenido un crecimiento notable en los últimos años tanto por la proliferación de festivales y muestras como por el surgimiento creciente de escuelas de formación. Asimismo, cada vez surgen más investigaciones sobre el cine colombiano desde perspectivas mayoritariamente asociadas con las ciencias sociales. Y desde la instancia institucional, luego de la promulgación de la Ley 814 de 2013 (Ley del cine), se ha venido consolidando una dinámica permanente para brindar apoyos por medio de convocatorias anuales a la producción nacional y a la circulación de diversos materiales  audiovisuales.

Frente a las anteriores inquietudes, decidí elaborar un texto apelando por un lado al lugar común de rastrear la “identidad nacional” que se ha intentado representar desde el cine y por el otro, deteniéndome en tres filmes que precisamente no hacen parte de esas obras canónicas que figuran como las más representativas del cine colombiano; esto con el ánimo de mostrar cómo en cuestión de identidades se han empezado a generar algunos tránsitos, los cuales ayudan a desnudar esa “visión ideal” de lo que sería la identidad colombiana. 

Atisbos de identidad nacional en el cine colombiano

Desde las primeras producciones realizadas en Colombia se empezó a configurar una idea de identidad que conducía a mostrar cierta visión exaltada y positiva del territorio nacional. Esto coincidía con la perspectiva aglutinante de lo nacional que se buscaba desarrollar en la segunda década del pasado siglo por medio de referentes institucionales; y aunque hasta el momento no había ni asomos de una industria cinematográfica colombiana (algo que 100 años después no ha logrado construirse) sí se aprovechaba el estatuto de la imagen que empezaba a circular mayoritariamente a través de las imágenes en movimiento como vehículo que ayudara a delinear un bosquejo de nación. Y por la misma razón, se trataba de ocultar aquello que no correspondía con esa mirada institucional, como es el caso del que es reconocido como primer filme argumental (El drama del 15 de octubre (1910-1920)) del cual se dice que fue desaparecido por la censura debido a que mostraba a los asesinos del general  Rafael Uribe Uribe. Algo que ya habla mucho de lo que realmente quería mostrarse como propio de la nación. Qué ocultar y qué mostrar, definía la lógica de los imaginarios nacionales desde el estamento gubernamental.

En el texto Miradas esquivas a una nación fragmentada[1] de Nazly López, se identifican tres filmes representativos de esos primeros años y se analizan tratando de ubicar, precisamente, esos rasgos definitorios de lo nacional, sin olvidar que fueron los extranjeros quienes primero se preocuparon por hace cine en Colombia. En Bajo el cielo antioqueño, se toma el territorio (Antioquia) como punto de partida y en éste, los referentes simbólicos que le hicieron eco a esa idea de nación que se promulgaba, teniendo a la cristiandad como soporte. La identidad se da desde lo regional específico, haciendo que la región se convierta en el centro. Este drama romántico costumbrista desnuda el apego por lo tradicional derivado de las creencias religiosas y elogia la irrupción de la modernidad de la mano de ciertas prácticas productivas a mayor escala. Son identificables además los referentes patriarcales (padre, sacerdote, juez) como vehículos potenciadores del Estado, el cual, finalmente, todo lo subsume. Y por supuesto, hay un claro distanciamiento del “otro”, del diferente, del que no hace parte del lugar de élite desde donde se construye la película. Por su parte, en Alma Provinciana se le da vida a una idea de nación estructurada a partir de lo social, desde las diferencias de clase entre ricos y pobres; desde las jerarquías y las relaciones de poder. La identidad se da a través del uso del “lenguaje popular”, que es más englobante y menos excluyente. La autoridad, las jerarquías, están dadas según el posicionamiento económico. En este caso, lo ajeno ya no es diferente, sino que se incluye reconociendo su diversidad, aunque no sea del todo aceptado. Y en Garras de oro, el vínculo con la idea de nación se da por medio de referencias a simbologías universales que exaltan las nacionalidades (himno, escudo, bandera). De ahí que lo que se busca generar es un discurso nacionalista que se levanta contra el despojo que padece un territorio y las consiguientes violaciones a la soberanía nacional. Curiosamente, quienes aquí propician ese discurso nacionalista son extranjeros; no hacen parte de ese pueblo expoliado, y por el contrario, aducen ese hecho a la precariedad de los gobiernos de aquella nación. Las palabras de conciencia nacional son proferidas por un extranjero, mientras que el pueblo (ausente) asiente silenciosamente. Es una manera de enrostrarnos cómo el desinterés en nuestras propias problemáticas ha sido un claro referente de nacionalidad, concepto que en este caso se asimila con el de patria.

A pesar de los intentos de bosquejar una identidad nacional a través del cine (temática que sigue siendo notable en los estudios historiográficos que se adelantan desde la región latinoamericana) es importante resaltar lo problemático que resulta hoy día el hablar de “cines nacionales”, cuando el cine desde sus orígenes ha sido transnacional, lo cual cada vez es más evidente en el mundo de la globalización. Además, es oportuno pensar a partir de lo que nos propone Pedro Adrián Zuluaga, para quien “el cine, antes que generar identidad, genera ‘memoria no oficial’, pensamiento crítico”[2]. No hay que olvidar que la búsqueda de puntualizar los cines como nacionales es algo que tiende a desaparecer en otros lugares, especialmente europeos.

Poco a poco se nos hace imperativo volver a interrogarnos sobre la categoría “cine colombiano”, y tratar de desentrañar qué es eso que lo define. La pregunta con matices positivistas y basamento cuantitativo que ha recogido el canon, se respondería con cierta evidencia puesto que hay películas realizadas en este territorio ¿pero es esto suficiente? Zuluaga sostiene que dicha categoría va más allá de un corpus de películas o de ciertas “identidades” nacionales; y que tiene que ver más con discursos cuyos significados son cambiantes. Por eso él considera que el cine colombiano es y debe ser cada vez más algo “difícil de definir”. Por tal razón,  antes que buscar respuestas esencialistas, es más interesante analizar la producción textual que se ha hecho en el país para identificar las lógicas y los intereses que las movilizan. En ese sentido, el libro Cine colombiano: cánones y discursos dominantes[3], del citado autor, aporta muy buenos elementos al ubicar los intentos que se empezaron a generar desde los años 50 para “pensar el cine colombiano”. Vale la pena mencionar algunos de esos esfuerzos: la creación del Cine club de Colombia, la edición de las revistas “Guiones” y “Cinemés”, los primeros proyectos de ley para la industria cinematográfica, la crítica de Valencia Goelkel, Gaitán Durán y García Márquez en los grandes medios, el surgimiento de la Cinemateca Distrital, y más adelante (años 70) la preocupación por definir los intereses del cine colombiano desde diversos estrados.

Uno de los argumentos que se ha esgrimido de manera recurrente cuando se ha intentado pensar la identidad nacional a través del cine hace referencia a la ausencia de crítica cinematográfica en Colombia. Frente a este particular, Zuluaga afirma que “sí ha habido crítica en el cine colombiano y reflexión sobre sí mismo y que lo importante de ver es desde dónde se ha escrito”. Por ejemplo, muestra cómo en el libro de Georges Sadoul aparece una referencia bastante sucinta y a la vez imprecisa del cine producido en nuestro país. Allí se toma partida por la visión que difundía Carlos Álvarez: una mirada limitada que solo aceptaba el documental, el formato de 16 mm y el bajo presupuesto, como una manera de enarbolar desde el medio, la lucha antiimperialista. Zuluaga también refiere el trabajo de Hernando Salcedo Silva, que busca hacer una reconstrucción histórica a partir de las voces que daban testimonio de una época (1897-1950) en la que se consumía cine, principalmente, extranjero y se generaban dinámicas alrededor del mismo. Luego cita los trabajos de Hernando Martínez Pardo y Jorge Nieto; Carlos Mayolo y Ramiro Arbeláez. Y elogia la labor de los cineclubes y la Cinemateca Distrital, en su intento de buscar “heroicamente” el cine colombiano perdido para poder hacer la reconstrucción historiográfica. Asimismo, tiene en cuenta los estudios de Andrés Caicedo, Umberto Valverde y más adelante, de Luis Alberto Restrepo.

Es muy interesante revisar lo que se ha escrito sobre cine colombiano y corroborar que no es tan poco como usualmente se cree, pues no solo se han desarrollado estudios desde el interior sino que en algunas academias extranjeras también se han realizado investigaciones sobre nuestro cine, tal como lo ha documentado Juana Suárez[4].  Sin embargo, hay que anotar que existe un lugar común en la producción textual sobre cine en Colombia: el triunfo de las investigaciones provenientes de las ciencias sociales (básicamente historiográficas) frente a los estudios orientados desde las ciencias humanas que logren ahondar en problemas estéticos, epistemológicos y teóricos. Eso ha definido un interés prioritario (en cuanto a objeto de análisis) por los filmes que tienen una temática preferencial hacia cuestiones sociales, mientras que las obras que han estado más preocupadas por la forma, se las ha pasado por alto. Es curioso que en el libro Como se piensa el cine en Latinoamérica[5], publicado por el Observatorio Latinoamericano de Historia y Teoría del Cine, el editor, Francisco Montaña, advierta en la presentación que hace del mismo, que los artículos allí publicados no responden a esa pregunta inicial por la cual fueron convocados. Esto coincide con el análisis que hace Lauro Zavala, refiriéndose en general a la realidad de los estudios sobre cine en Latinoamérica, cuando dice: parece seguir dominando el uso del cine con fines disciplinarios o instrumentales por sobre los fines interpretativos y analíticos desde una perspectiva estética, interdisciplinaria y transnacional. En otras palabras, el estudio del cine en la región sigue estando dominado por el interés que tiene como industria cultural (en las carreras de comunicación) más que como una forma de arte[6].


Antes de cerrar esta primera parte, quiero volver al concepto de identidad para destacar que aunque  éste originalmente se ha  asociado con la idea de estado-nación, en los últimos años el término ha tomado otras variantes que se desprenden de aquella mirada esencialista. En palabras de Stuart Hall, la identidad ahora debe ser pensada como “el proceso de sujeción a las prácticas discursivas”[7]. Es decir, la vinculación con uno u otro discurso (que a la vez también es cambiante). Evidentemente, esta posición se ubica en el ámbito del lenguaje, el cual remite a imágenes, predicados y símbolos comunes. De esta manera, tal como lo anota Manuel Silva, lo importante de ver es de dónde provienen los discursos que crean la identidad y también cómo imaginamos nuestra propia identidad, cómo creamos ese tipo de ficción en nosotros mismos[8]. Por eso cuando miramos hacia el cine colombiano, podemos constatar que desde sus inicios se buscó retomar un discurso oficial como vehículo idóneo para configurar las imágenes que le darían vida a las representaciones individuales y colectivas. Esto ratifica el papel que jugó el cine en los países latinoamericanos a principios del siglo XX para afianzar el sentimiento de identificación con lo nacional.

Actualmente, la identidad ha dejado de ser algo inamovible o suprahistórico y se ha hecho contingente. Entonces, es válido decir que la identidad se hace transitoria y que sería más preciso hablar de identidades. Siguiendo esta línea, nos adentraremos en tres filmes realizados por colombianos, en los cuales encontramos otras miradas sobre lo nacional.



Mirar el archivo para volver a pensarnos

El ensayo documental Cesó la horrible noche (2013) de Ricardo Restrepo,  retoma un discurso que se ha hecho canónico en el cine colombiano, aquel que asegura que nuestro cine versa sobre la “realidad”, que hay una marcada tendencia hacia el “cine social”, que se ha utilizado el cine como un espejo en el que miramos nuestras  problemáticas (nuestra larga noche) como país. Pero ¿qué tipo de realidad es esa que se cree ver? Si retomamos a Walter Benjamin cuando dice que lo que el cine posibilita no es una reproducción de la realidad sino una producción de la misma, nos surge inmediatamente la inquietud de saber si realmente el cine colombiano se ha preocupado por producir esa nueva percepción de la realidad o simplemente se ha quedado en la antigua búsqueda estética de la representación. Creo que es prematuro aventurar una respuesta, pero quizás, al mirar el trabajo de Ricardo Restrepo y los otros dos que analizaremos en este escrito, podamos encontrarle algunas fracturas a ese discurso canónico de la representación.
 
En Cesó la horrible noche, desde los créditos iniciales se escuchan unos breves fragmentos del himno nacional, los cuales son matizados por el epígrafe de William Ospina preguntándose sobre cuál sería la horrible noche que cesó a finales del siglo XIX cuando se escribió dicho himno. Enseguida, ondea la bandera al fondo de la imagen. Evidentemente, se alude a unos referentes básicos de nacionalidad pero no se queda en la lectura ligera sino que intenta complejizarlos a partir del encuentro con la potencia de los archivos fílmicos. Luego de ubicar la ciudad de Bogotá como espacio central, se remite a las filmaciones hechas por el padre del autor (el médico Roberto Restrepo) en abril de 1948. En el trasfondo continúan los coros agónicos de otros fragmentos del himno, mientras se intercalan imágenes de interiores que nos dan una idea de cómo eran las casas de la época hasta centrarse en un plano cerrado sobre una de las placas conmemorativas de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, la que reposa en el sitio donde fue acribillado el caudillo liberal. En ese momento, la voz del narrador nos anuncia el punto de partida de la reflexión fílmica: “el asesinato de un hombre nos grabó una fecha en la memoria del desastre. 9 de abril de 1948”. – Una bandera raída y ensangrentada forma una cruz sobre el piso –. “La violencia comenzó hace cinco siglos pero ese día quedó registrado en la historia colectiva de Colombia”. Y el director se pregunta “¿Cómo explicar esta barbarie y la injusticia desde un relato familiar?”.

Frente a ese cine social colombiano tan inmediatista, concentrado en problemas coyunturales, el director se propone mostrar una visión más amplia que vincule las problemáticas dentro de un proyecto macro, el cual sí podría entenderse como de “nación oficial”. Es a partir de los archivos fílmicos y de los textos del abuelo (realizados hace más de 65 años) que se hace la indagación. El abuelo había venido de Manizales a Bogotá a fines de la II Guerra Mundial. Su entorno correspondía al de una alta clase social. Era un intelectual decepcionado de su patria, que descubrió el poderío de los otros por medio de sus filmaciones. Esos otros que desde los cánones oficiales no eran “dignos de ser filmados”. Su gran interés era el mostrar las profundas distancias (de los privilegiados y los de a pie) por medio de panorámicas de las ciudades, de imágenes etnográficas de los lugares visitados (donde reside el “gran valor” de ese país ignorado), de los campesinos (para ese momento la mayoría de la población) entre quienes se iniciaría el fuego, la desolación y la barbarie luego de que tres tiros encendieran a una nación gracias al fanatismo de los partidos y a la gran crisis socio-política que pareciera no tener fin. Aquí valdría la pena preguntarnos si es la “violencia política” lo que nos define como país y si debemos mostrarla casuística y permanentemente como ha sucedido en gran parte del cine nacional ¿Hasta qué punto esto es inmovilizante? Porque es cierto que mostramos ¿Y luego qué pasa? ¿Dónde está la potencia del movimiento social que trasciende la mostración? No es que se esquive la denuncia, pero es hora de ir más allá, tal como parece que lo propone Ricardo Restrepo.

En cierto fragmento, quizás onírico o utópico, imágenes ralentizadas nos muestran una manifestación con banderas rojas corriendo hacia un indeterminado horizonte (¿acaso el triunfo de la angustia o de la desesperación?) y en off la voz de una alocución nos da cuenta sobre el avance del movimiento gaitanista (que no liberal, aunque fueran éstos segundos los beneficiados con la muerte de quien muy seguramente les habría quitado el poder): “Apodérense del gobierno… viva el partido liberal… a las armas…”. Luego, un inteligente cambio de perspectiva nos deja ver imágenes que ahora abordan a los manifestantes de espaldas, teniendo ya un horizonte definido: el centro de la ciudad, el corazón del poder. Y de nuevo se hace un necesario corte para mostrar lo que realmente vio el doctor Restrepo al otro día: los cuerpos desmembrados, calcinados, las casas destruidas, y en medio de la calle unos transeúntes que miran la cámara con distancia, sabiéndose poseedores de su propia mirada, de su terrible desgarramiento. Como bien hace notar Edgardo Gutiérrez, el cine ha cambiado la “percepción de lo real”, en adelante, la identificación  con la cámara se hizo algo cotidiano, el estatus de voyeur se arraigó y de ahí el crecimiento del gusto por mirar y ser mirado[9].

La reflexión de Restrepo evidencia el triunfo de la muerte, pero más por el desbocamiento de la turba que condujo a que se mataran entre ellos mismos. Es por eso que hoy seguimos sin entender ese terrible contraste ¿Dónde quedó el sueño de la revolución, la posibilidad tan cercana para el cambio? Quizás una de las últimas secuencias nos brinde una mirada certera cuando tras retroceder las imágenes se vuelve sobre el plano con la bandera raída y tirada en el piso mientras  el cuerpo de un militar se exhibe tratando de protegerla. Al final, el director nos aclara el alcance de su búsqueda, la que antes que intentar conclusiones se propone generar más interrogantes, pues es consciente que aunque se vuelva a un hecho real toda descripción que se haga de él es incompleta. Por eso prefiere cerrar con una triste dedicatoria que acompaña el regreso de un soldado en medio de los escombros: “a la zozobra por la suerte de esta patria futura, con la infinita vergüenza de ver lo que somos”.

Finalmente, me parece oportuno entrelazar la búsqueda del filme con la reflexión teórica de Pasolini, quien proponía pensar el mundo de lo real más allá de la realidad, es decir, representar lo irrepresentable, teniendo en cuenta que el filme crea una realidad (su propia realidad) incluso formal, pero no cuenta, como en la literatura, con una realidad ya definida (la lengua) sobre la cual trabaja acogiéndose o subvirtiendo sus códigos. Pasolini también afirmaba que la realidad habla por sí misma a través de su sistema de signos, lo mismo que el cine. “¡La realidad es un lenguaje! Lo que hay que hacer es la semiología de la realidad; no la del cine”. La realidad se habla a sí misma, y el cine se encuentra en medio de esa conversación para dar cuenta a través de su mecanismo, de cómo el arte tiene una presencia directa en la conformación y el cambio de la realidad. Por eso es importante hacer la diferencia entre reflejar la realidad y  escribir la realidad. Ese reflejar tan acogido como herencia del neorrealismo (en una lectura chata de ese movimiento) conduce a una ligereza ingenua que no permite evidenciar el artificio que siempre está detrás de una creación cinematográfica. Por su parte, escribir lo real es saber que no se cuenta con un código definido, que hay infinitas expresiones de lo real y que el cine nunca acabará por juntarlas todas, sino que producirá recortes de esa realidad y esto, aunque arbitrario, es la mejor manera de que lo real logre mostrarse. La imagen, pues, está vinculada con la realidad, de ninguna manera, separada de ella. Pero no es una representación de ésta, la imagen es realidad, está en “su construcción, la configura, le da sentido, percepción y le otorga valor (significación)”[10].

La distopía en la reflexión de Oscar Campo

En el trabajo experimental de Oscar Campo El proyecto del diablo (1999) se transita por la desnudez envolvente del monólogo que no le teme a pasar de lo onírico a la vigilia en un mismo acto. El personaje que nos cuenta su historia es presa de un sueño que le genera pánico y lágrimas al ver cómo unos tipos lo matan y lo lanzan al río Cauca. Dicho personaje, que puede ser apenas un recorte de periódico deambulando por algún charco de la calle o un cuerpo roto que nos enseña sus heridas y sus múltiples tonalidades, nos plantea de entrada una distópica pregunta: ¿Es la cloaca nuestra casa? ¿Nuestro destino, la vida en un basurero, en medio de cucarachas y de virus mutantes? Más arriesgado y provocador no podría ser este punto de partida.
El director, en efecto, sabe de la potencia de la imagen en “la sociedad del espectáculo”, aquella que promueve un tipo de imagen que es, justamente, aquello que no vemos; que se corresponde con la lógica del capitalismo, verificando, garantizando y reafirmando lo ya determinado, lo ya producido. Por su parte, la apuesta de Oscar Campo es por hacer énfasis en eso que no queremos ver, luego de corroborar que “las cosas podrían ser peor” y que “el maldito acecha”.
Recordemos que para filósofos como Gilles Deleuze o Stanley Cavell, el cine primero que ser “arte” es “pensamiento”, y por eso, antes que concentrarse en la estética se preocuparon por el pensamiento que el cine generaba. Más aún, por el vínculo que la estética configuraba con la política, con las preocupaciones del siglo XX, en principio. En un sentido similar, Campo nos lleva a pensar con su ensayo experimental un referente de identidad que se configuró desde lo regional en un año específico: Cali, 1956. El personaje se define como “un cáncer del 56” que “viene de mala sangre” y que “tiene la sangre caliente”.

Recurriendo a documentos de archivo (periódicos que exhiben las tragedias) y al entrelazamiento del fuego con los cuerpos orgiásticos y los sonidos electrónicos, se establece un ritmo vertiginoso, a veces cortado por encerramientos de algunos planos que expresan el ensimismamiento del contradictorio y sentencioso personaje. Su relato nos lleva por distintos momentos que dejaron huella en la historia personal. En el 68 fue la apertura: de la ciencia en el colegio a la química en la universidad para preparar explosivos y encabezar las marchas. En ese momento todo era diversión y fácilmente se acogían los sueños colectivistas, que luego trajeron su propio desencanto con “fórmulas del miedo a la vida… del odio a la vida”. La explosiva lectura de Bukowski y Deleuze, combinada con el bazuco y los barbitúricos hicieron que “todo se fuera a la mierda” y que se le despertara la pasión por los antros y por enmendar la realidad: “destruirlo todo para cambiarlo todo”. Es así como en los setenta, deja atrás las ideas arcaicas de Dios y de la moral para llegar a ser parte de una “hermandad libertaria” que fabrica drogas en el Chocó. En ese lugar todos están infectados con el virus B 3 que causa frenesí sexual y la muerte en medio de convulsiones eróticas. Paradójicamente, con este virus se llega a la inmortalidad. Se vive hasta los 30 años y se muere asfixiado frente a una pareja que esté copulando para que el espíritu del engendrado reciba el ánima del moribundo. En los años ochenta se entrega al sueño americano, llega a los suburbios de Nueva York y en el 84 conoce las cárceles por traficar drogas. Allí pasó 12 años y luego otra vez a Cali, donde todo lo encuentra muy cambiado debido a la efervescencia por el dinero del narcotráfico (¿la nueva identidad nacional?). Entonces, se vincula con una oficina de sicarios, y allí de nuevo recibe el llamado del maldito, aunque éste ya estaba agotado, perturbado, y no creía mucho en su proyecto. Estando en esa nueva situación es cuando se vuelve realidad el sueño del comienzo: dos tiros y al río Cauca para luego despertar en un basurero y cerrar la elipsis narrativa.

Sin duda, Oscar Campo nos propone una poesía que se ubica más allá del abismo, en el infierno. En ella se honra al señor de las abominaciones y se lucha contra los señores que gobiernan desde Roma hasta la Casa Blanca, pero también contra Lucifer, que ama al hombre de la tierra y busca crear paraísos industriales o sea basureros de desechos. La identidad nacional es “una colección de tragedias”, cuyos principales causantes son los cerebros de una generación que dizque “buscaban un mejor futuro para la sociedad” y nos dejaron sin horizonte distinto al del maldito que nos espía desde cualquier lugar. Una de las sentencias finales del filme es sumamente reveladora: “nada mejor que la podredumbre para una joven forma de vida que quiere abrirse campo a como dé lugar… lo pujante y lo reluciente es lo que mejor se congratula con la mierda”.

Buscando identidades en la diáspora

El tercer trabajo que vamos a reseñar circula en las vertientes del documental, aunque es más una obra de autor que reflexiona sobre el quehacer artístico. Se trata de El encanto de las imposibilidades (2007) de Nicolás Buenaventura. Aunque la producción es francesa y el tema pareciera no tener nada que ver con nuestra realidad, la génesis del proyecto tiene lugar en Cali, la ciudad natal del director. Allí el realizador tuvo el encuentro con el “Cuarteto del fin de los tiempos” de Olivier Messiaen, y desde el principio sintió un encantamiento que en adelante  fungió como deseo para profundizar en el poderío del arte, en la fuerza de la imagen artística que no es exclusividad de lo visible. En cuanto a la identificación del filme con Colombia, Buenaventura es enfático: la obra "fue escrita y pensada en Cali, tiene una mirada que es de acá y el público así lo siente, me lo dice. Siente que la película habla de ellos, de este país, de lo que aquí pasa"[11]. Esto me lleva a recordar la pregunta de Luis Ospina en Oiga Vea (1971) referente a “¿qué es el cine oficial?”. Y es, entonces, cuando evidenciamos que en el cine colombiano ha existido un canon  que define una manera de investigar, de analizar, de generar discursos, en última instancia, de legitimar una forma de ver el país.

Retomando a Ranciére para quien las imágenes del cine son ante todo, “operaciones; relaciones entre lo decible y lo visible, maneras de jugar con el antes y el después, la causa y el efecto”,[12]se nos facilita sentir de manera especial la entrada del filme, con el encuadre de una mola (tejido indígena) y la ubicación del lugar desde donde surge la búsqueda: “Vivía en Cali, Colombia, hace muchos años… la guerra ya estaba presente”. Con la mirada de este “país que se ha hecho a tiros” como fondo, se nos lleva a pensar la Guerra en la política internacional. Recordemos que el arte se consolida cada vez más como el tema central de la filosofía política, debido a su carácter emancipador de las masas que, desde la modernidad, se han convertido en sujeto político, tal como lo exalta Sloterdijk. Aquella música de Olivier Messiaen era un acontecimiento para el director. Tenía, mientras la escuchaba, la sensación de escuchar una historia bien contada. Y al indagar, descubrió que fue compuesta por cuatro prisioneros en la II Guerra Mundial. La pregunta casi obvia que enseguida surge es ¿cómo se puede crear una pieza tan profunda y mística en semejantes condiciones? Quizás Godard nos pueda aportar algo desde sus Historias… cuando nos habla de la existencia de la imagen en dos movimientos: como una “singularidad inconmensurable” que tiene su vida autónoma, su presencia visual; y como una “operación de puesta en comunidad”, de establecimiento de puentes para darle vida a una historia común[13].

Buenaventura inicia el recorrido hacia Silesia, el lugar donde quedaba el campo de prisioneros de Görlitz y se adentra en las ruinas con la ayuda de un exprisionero que trata de ubicar el lugar y de revivir las huellas. Los cortes nos ponen de cara a la interpretación del cuarteto que sucede en una sala de conciertos y se intercalan con imágenes de archivo de la guerra y la entrada en off de la voz de Messiaen que nos cuenta cómo, en una salida al bosque y tras escuchar el ímpetu del canto de los pájaros, decidió escribir la pieza musical. Desde allí, los pájaros serían una presencia permanente en su obra, pues para él, ellos eran el “símbolo de la libertad”. Otros exprisioneros describen el encarcelamiento y Messiaen vuelve para decirnos que “si compuse este cuarteto fue para evadirme de la nieve, de la guerra, de la prisión y de mí mismo”. Tratando de revivir ese particular episodio creador, Buenaventura intenta una reconstrucción de la primera presentación que tuvo lugar en el campo de concentración ante los otros detenidos. Los músicos son vestidos con el uniforme de los prisioneros de guerra y se tratan de adaptar los instrumentos a las condiciones que debieron tener allí. En fin, se intenta una interpretación casi imposible, pues además de las difíciles condiciones materiales, no hay que olvidar que se trata de una obra que produce un sufrimiento obligatorio para quien la interpreta, pues es o muy lenta o muy rápida. Messiaen hizo una asociación con el tiempo que aún le quedaba por estar en el encierro, a sabiendas de que era indefinido. Buscaba borrar los tiempos idénticos para producir un ambiente de intemporalidad similar al del estado del sueño.

El filme está construido a partir del ritmo que le da el cuarteto. Es una evocación dictada por la fuerza de la música, por la complejidad de algo que parece tan sencillo. Y busca pensar la guerra, pensar el arte, pensar la vida y sentir la ausencia (nuestra identidad en la diáspora), como en el último plano, donde desaparecen los músicos, los espectadores, las sillas y solo queda la música: la imposibilidad vencida. El mismo director nos dice sobre su filme: "Yo quiero que hable de cómo los seres humanos necesitamos del arte, el arte no es una diversión, no es un lujo, es tan vital como respirar, como comer. El mundo no lo podríamos pensar, no podríamos pensarnos a nosotros mismos sin el arte. Si estamos es una situación tan compleja en este país es porque hay poco interés en el arte, en la cultura, en la educación, que son esenciales"[14].

Como el presente texto ha girado en torno a la noción de identidad en nuestro cine, con sus respectivas variantes y tránsitos, quiero retomar, ya para terminar, la idea de Edgardo Gutiérrez quien nos dice que quizás en un cine donde lo narrativo clásico no sea lo prioritario, se encuentre lo fundamental de una cinematografía nacional. En un cine donde lo importante sea la percepción de los objetos en su pregramaticalidad, apareciendo como imágenes y sonidos. Donde haya un detenimiento en las texturas, las formas, los colores, los rostros, las particularidades de los objetos y de los escenarios en su materialidad, las señales del tiempo en el cuerpo, el color de la piel, el caminar y los gestos[15]. Es decir, cuando el cine se haya desprendido de la necesidad de narrar para alinearse con el deseo de describir, de mostrar la imagen material de la naturaleza, el ritmo de un paisaje geográfico o de un paisaje humano.

Imágenes tomadas de la circulación libre en la red




[1] López Díaz, Nazly, Miradas esquivas a una nación fragmentada – Reflexiones en torno al cine silente de los años veinte y la puesta en escena de la colombianidad, Bogotá, Instituto Distrital de Cultura y Turismo – Cinemateca Distrital, 2006.
[2] Zuluaga, Pedro Adrián, Cine colombiano e identidad cultural: respuesta a una estudiante, publicado en el blog “Pajarera del medio”, 2012. Web: http://pajareradelmedio.blogspot.com/2012/03/cine-e-identidad-cultural-respuesta-una.html
[3] Zuluaga, Pedro Adrián, Cine colombiano: Cánones y discursos dominantes, Bogotá, Instituto Distrital de Cultura y Turismo – Cinemateca Distrital, 2013.
[4] Suárez, Juana, Miradas desde el norte – la academia estadounidense y el cine colombiano, en Cuadernos de cine colombiano, Cinemateca Distrital, 2008
[5] Montaña, Francisco (editor), Cómo se piensa el cine en Latinoamérica – aparatos epistemológicos, herramientas, líneas, fugas e intentos, Universidad Nacional de Colombia, 2011
[6] Zavala, Lauro, La teoría del cine en la región iberoamericana y los problemas de la insularidad regional, ponencia presentada en el Encuentro Latinoamericano de Investigadores de Cine, Universidad Nacional de Colombia-Ministerio de Cultura, 2010
[7] Hall, Stuart, citado por Manuel Silva Rodríguez en su texto: La identidad nacional como producción discursiva y su relación con el cine de ficción, publicado en Revista Nexus Comunicación, No. 9, Universidad del Valle, 2011
[8] Silva Rodríguez, Manuel, Ibídem.
[9] Gutiérrez, Eduardo, Cine y percepción de lo real, Buenos Aires, Las cuarenta, 2010.
[10] Pasolini, Pier Paolo, Empirismo Herético, Córdoba, Brujas, 2005
[11] Buenaventura, Nicolás, en entrevista publicada por el periódico El Tiempo (versión virtual), 20 de septiembre de 2009. Web: http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-6155987
[12] Ranciére, Jacques, El destino de las imágenes, Buenos Aires, Prometeo libros, 2011.
[13] Godard, Jean Luc, en su filme Historias del cine (1988-1998)
[14] Buenaventura, Nicolás, Ibídem.
[15] Gutiérrez, Edgardo, Ibídem. 

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