6/11/2008

Variaciones de la forma 3




Canciones del segundo piso (Sånger från andra våningen)

En el constante recorrido por la historia cinematográfica, a veces, nos encontramos con trabajos que, dado su complejo y cuidadoso tratamiento, no necesitan contar con un largo periodo de existencia en las carteleras para que podamos considerarlos como una Gran obra. Es el caso del filme, Canciones del segundo piso (2000) del director sueco Roy Anderson. Estos gratos encuentros con la pantalla – que nos sacan de la “saciedad” y del hastío de tanta basura comercial – tienen un atractivo ingrediente adicional cuando establecen vínculos con momentos reales del mundo literario. Es éste el caso de la película de Anderson que, toma como inspiración para el “juego” fílmico, la importante obra del vate peruano César Vallejo. Aunque parezca extraña la relación entre la cotidianidad de un país nórdico con las proclamas heroicas de un poeta latinoamericano, el arte cinematográfico en manos de un encantado lector de los “paraísos de ensueño” que nos regala la literatura, es capaz de generar y embellecer el encuentro. A través de todo el filme, la voz de Vallejo (sin que se cite textualmente) está presente, vigente; el cuestionamiento a la vida, a las instituciones y a las “deidades” presente en su poesía, no deja de interrogarnos acerca del rol que asumimos en la dinámica social – seriada y mediatizada –.

Canciones del segundo piso, ganadora del premio del Jurado en Cannes (2000), lamentablemente no ha sido estrenada en las salas colombianas – ojalá y los distribuidores concentren la mirada en éste trabajo y le permitan al cada vez más inquieto público nacional, deleitarse con el encuentro en los cines de una obra diferente y profunda – .

Roy Anderson (Göteborg 1943) “no ha realizado más que tres películas en toda su carrera, pero ha ganado una gran reputación por la locura que siembra en sus películas, cuyos estrenos siempre son un gran evento”. Sus otros trabajos de largometraje son: Una historia de amor (1970) premiada en el Festival de Berlín y Giliap (1975) presentada en la Quincena de realizadores de Cannes.

Bienaventurados los que se sientan


“Hay un lugar que yo me sé en este mundo, nada menos, adonde nunca llegaremos”.


Trilce – César Vallejo


Con una particular forma cinematográfica, el director sueco Roy Anderson, nos lleva a indagar sobre algunos de los eventos propios generados por la “sociedad de bienestar”. El juego “narrativo” mezcla diversas historias de personajes en el extremo de la desesperación, con visiones simbólicas que, tras socavar el subconsciente, adquieren una manifestación real, teatral, desolada y crítica. Tal como nos lo dice Ramón Carmona, “la conexión semántica entre las imágenes asociadas se establece en la mirada espectatorial, no en la objetividad de la pantalla, donde lo único que existe es una yuxtaposición física, no significativa a priori”.

La alternancia entre lo real y lo simbólico, presentada en planos sumamente largos (algunos duran más de cinco minutos) y particularmente iluminados (luces que surgen de potentes focos y perturban la visión habitual), mantienen cierta unidad para corroborar la intención conceptual.





Los reclamos ante la existencia proferidos por el poeta peruano César Vallejo (1892-1938), son re-contextualizados en un poético análisis de la sensibilidad social en el país sueco ante el inminente cambio programático por el nuevo milenio. El grito desesperado de Los Heraldos Negros – “Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma... Yo no sé!/ ...Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como / cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; / vuelve los ojos locos, y todo lo vivido / se empoza, como charco de culpa, en la mirada” – es la constante que acompaña a los personajes de la película, todos ellos experimentan el hastío, la inconformidad, la desesperación,... La angustia del fracaso.

Kalle, es un comerciante que fracasa en el intento de incendiar su negocio para cobrar el seguro. Ahora, sólo queda con un maletín lleno de las cenizas de los documentos que tenía como garantía para el posible cobro. Su amante, ante el derrumbe económico, asume la indiferencia, y sus dos hijos, se debaten entre la debacle amorosa y la lucidez espiritual: el menor, recurre a un mendigo para que le sirva de vocero ante su novia, quien, actualmente, se acuesta con otro amante; y el mayor (Thomas) ha escogido la soledad del manicomio para transparentar su claridad poética. Es el único que rompe con la dinámica social consumista, desconfigurada por el “bienestar”. Su proclama es: “¡Bienaventurados los que se sientan!”... Los que se recluyen en la palabra contundente, en los atisbos de silencio.

Al mismo tiempo, en otros escenarios, vemos el dolor y el sufrimiento de Bengt, un mago que fracasa en el desarrollo de su espectáculo, quien tiene que cargar con la culpa de haber herido al voluntario, y encuentra en el insomnio su nuevo y único compañero.

Asimismo, una mujer desesperada porque lleva cuatro horas en un interminable “trancón”, descubre su impotencia para revertir el tiempo perdido, en efecto, el caos vehicular no cesa porque nadie sabe adónde va. Todos se detienen a ver la procesión de individuos anónimos que se flagelan, posiblemente, para expiar el extravío de la condición humana satisfecha pero por el vacío.



Las imágenes simbólicas, acompañadas por profundas frases musicales, ponen en tela de juicio a las instituciones gubernamentales y religiosas. Mientras una crea los referentes existenciales del espíritu, la otra avala y ejecuta los actos irreverentes e irresponsables que de lo anterior se derivan.

Como dato curioso, los niños casi no aparecen en el filme. La única niña partícipe, tiene los ojos vendados y es conducida al abismo, al que será arrojada por una mujer, bajo la estricta observancia de los prelados y de los gobernantes. Esto podría entenderse como el angustioso devenir de una sociedad caduca, sumida en rituales macabros (consumismo, compulsión), en los que la niñez, además de ser objeto ritual, aparece vendada para resguardar su inocencia. La vejez, la soledad y el fracaso son la tríada perfecta para definir el ocaso del “Estado de bienestar”.

Al final, Kalle, el comerciante que perdió su negocio, tras haberle apostado a la compra de un cristo para recuperar sus finanzas, ve cómo los cristos han ido a alimentar los desechos de cualquier basurero y cómo los fantasmas – la niña sacrificada en primer lugar – reviven para hacerle sus reclamos. Reclamos a una sociedad, a unas instituciones, a unos seres marchitos, a un tiempo incomprensible e incontrolable. De nuevo encontramos la vigencia de los gritos de Vallejo:

“Dios mío, estoy llorando el ser que vivo; / me pesa haber tomádote tu pan / pero este pobre barro pensativo / no es costra fermentada en tu costado; / tú no tienes Marías que se van! [...] Dios mío, si tu hubieras sido hombre, / hoy supieras ser Dios; / Pero tú que estuviste siempre bien, / no sientes nada de tu creación, / y el hombre sí te sufre: el Dios es él! [...] ...Dios mío, y esta noche sorda, oscura, / ya no podrás jugar, por que la Tierra / es un dado roído y ya redondo / a fuerza de rodar a la ventura, / que no puede parar sino en un hueco, / en el hueco de inmensa sepultura” (Los dados eternos).




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