6/12/2008

Cine de poesia 3





Caminos a Koktebel (Koktebel)


Puesto que son pocas las oportunidades que tenemos de apreciar diversas cinematografías en nuestro reducido imaginario audiovisual, no queremos dejar pasar por alto la presencia en las salas comerciales del país, de una refrescante cinta rusa que de nuevo nos confirma la importancia del cine como constructor de “realidades poéticas”, tan necesarias para la persistencia en los proyectos que buscan enaltecer la existencia. Nos referimos a Caminos a Koktebel (2003), ópera prima de los directores Boris Khlebnikov y Aleksei Popogrebsky.

Las múltiples prevenciones sostenidas durante largos años en el mundo occidental frente al entorno cultural del pueblo ruso, sin duda, nos han privado del acceso a una de las más vastas tradiciones cinematográficas. ¿Cómo desconocer los aportes realizados para el desarrollo del séptimo arte por directores como Eisenstein, Pudovkin, Dovzhenko, Kozintsev, Vertov y Tarkovski? La elocuencia de un filme como Koktebel sirve para constatar que la nueva generación de cineastas rusos también tiene sólidos fundamentos tanto teóricos como técnicos, que les permiten realizar grandes obras.

Poco sabemos sobre los directores de Koktebel, pero esperamos que continúen por esa senda maravillosa de su debut para que se afiancen en las cimas de los más connotados festivales del mundo. Hasta el momento su primer filme ha obtenido las siguientes distinciones: Premio especial FIPRESCI Festival de Cine de Moscú, Premio especial Festival de Cine de Vyborg, Premio Philip Morris Festival de Cine de Karlovy Vary, Gran Premio del Jurado San Jorge de Plata Festival de Cine de Moscú, Premio FIPRESCI “Revelación del año” Festival de Cannes 2004.

Boris Khlebnikov estudió teoría cinematográfica en el VGIK de Moscú. En su filmografía se encuentran el documental Mimochod (1997) y el cortometraje Tricky Frog (2000). Koktebel (codirector, 2003) es su primer largometraje.

Alexei Popogrebsky estudió psicología en la Universidad Estatal de Moscú antes de codirigir su largometraje de debut, Koktebel, con Boris Khlebnikov.



El viaje de la vida

¿Adónde el camino irá?

Yo voy cantando, viajero,

a lo largo del sendero...

—La tarde cayendo está—.


Antonio Machado


Cada película nos sumerge en un viaje, uno más de los muchos que emprendemos durante el viaje mayor de la vida. Alentados por las metas que casi siempre resultan inalcanzables, constantemente nos arriesgamos en el tránsito hacia lo desconocido. Justamente, el filme de Khlebnikov y Popogrebsky, nos cuenta la historia de un ingeniero aerodinámico, quien luego de la muerte de su esposa, decide abandonar su vida en Moscú para ir junto a su hijo de once años a Koktebel (un pequeño pueblo de la región de Crimea junto al Mar Negro) donde habita su hermana.



La película comienza con un fundido en negro que se va aclarando lentamente, pasando por tonalidades azules y grises hasta llegar al color natural de la locación, mostrada en un plano general, en el que vemos un túnel debajo de una carretera, del cual salen un hombre adulto y un niño arrastrando sus pertenencias. La secuencia continúa intercalando tres primeros planos (dos de los rostros de los caminantes y uno del bolso que el mayor lleva en la espalda). La conversación que sostienen nos deja saber que se trata de dos viajeros dispuestos a llegar a la distante península de Crimea. De esta manera constatamos que no hay artilugios narrativos, pues la ubicación de la historia es comunicada claramente desde el inicio del filme.

El siguiente corte nos deja con los dos personajes ahora oteando el horizonte desde el vagón de un tren de carga; enseguida, un sutil movimiento de la cámara nos acerca al rostro del niño hasta mostrarlo en primer plano, de perfil, con la curiosidad de quien le apuesta todo a la aventura para la consecución de una meta.

Para hacernos más explícito el sitio hacia donde se dirigen, el padre le sugiere al niño que memorice la dirección que deberán buscar en Koktebel – a la postre, esto será de gran importancia para que el niño alcance su objetivo –. A partir de ese momento, nos sumergimos en el viaje que ellos realizan, el cual resulta lleno de dificultades y alegrías. El camino siempre está lleno de sorpresas y para hacerlo más ameno y lograr subsistir, deben realizar pequeños trabajos donde se los permitan.

Poco a poco empezamos a observar el espacio desde la óptica del niño, quien va apropiándose del entorno y fijando su territorialidad. Durante el viaje, el infante tiene cuatro encuentros con disímiles personajes que, si bien le sirven como impulsores de nuevos pensamientos, no logran desviarle la atención de su búsqueda. El primer encuentro es con una joven de catorce años, notablemente influenciada por el cambio cultural tras el fin del proyecto político soviético. Ante ella manifiesta su particular manera de aprendizaje (alejada de la escuela, teniendo como instructor a su padre). Le confiesa además, cómo a partir de su construcción arquetípica, él cree verlo todo desde arriba. Hace evidente su vocación aérea; el “psiquismo ascensional” que lo impulsa a fijar su interés en las aves de alto vuelo (albatros) o en los planeadores, que pueden obviar la necesidad de un aparato propulsor para dejarse llevar libremente por las corrientes de aire.
El segundo y tercer encuentro (con el viejo que les ofrece trabajo y con la médica que le ayuda a la curación de su padre) se rompen abruptamente, dejándole sensaciones de frustración extrema, las cuales tampoco logran desviarlo de su propósito.






El cuarto encuentro, con un camionero que lo lleva en el tramo final hasta su anhelado destino, es de nuevo aprovechado para darle (darnos) a conocer su otro gran referente existencial: el mar. El conductor no puede entender ese extraño apasionamiento indeclinable, pero el niño no se detiene a dar explicaciones, sólo espera impaciente que el mar le enseñe su rostro.

Por su parte, el padre ha encontrado en el andar vagabundo la expiación del dolor por la muerte de su esposa. Para él, arribar a Koktebel no tiene la misma importancia que para su hijo, simplemente, es un punto lejano al que aspira a llegar algún día, mientras el tiempo se encarga de arrancarle su amargura. Lo que realmente le interesa es la magia del camino; sabe que “el verdadero peligro es el camino”, y decide arriesgarlo todo para construir su nuevo itinerario. De pronto se halla ante una gran encrucijada que le supone escoger entre el afecto de su hijo o el naciente amor por la médica que le brindó ayuda. El amor filial terminará imponiéndose y optará por avanzar al encuentro de Koktebel.

Hasta este momento, apenas nos hemos aproximado a la temática del filme; y como podemos constatar, no se trata de una historia espectacular ni mucho menos con agudas variantes narrativas. La narración es manejada con suma sencillez para centrar la mayor parte de la exploración fílmica en la creación fotográfica, donde se desarrolla la gran riqueza poética. La concienzuda elaboración de los diversos planos, encuadres y desplazamientos de cámara, son los que le imprimen a la película una singular belleza y le demarcan un sitio en la “historia del cine”.




Hay secuencias con cámara en mano; insistentes planos subjetivos; abordaje reiterado de los personajes por la espalda y un exquisito manejo de la luz en interiores para construir armoniosos cuadros en tonalidades sepia que parecieran extraídos de alguna pintura clásica. En dos secuencias, la cámara sigue el movimiento de los objetos sin ninguna preocupación por lo que esto aporte al avance de la historia. Son tiempos muertos que permiten explorar los alcances del “juego” con la imagen, las múltiples relaciones que puede establecer el cine con la realidad para transformarla desde el acercamiento a lo, aparentemente, intrascendente – en la primera secuencia, durante ocho veces, la cámara sigue la caída de unas oxidadas hojas de zinc que el ingeniero lanza desde el techo, y luego, en cinco ocasiones, sigue al niño arrastrando las misma hojas. En la otra secuencia (plano-secuencia) la cámara se mueve tras unas piedras que el niño lanza sobre un artefacto hasta que logra tumbarlo –. El ritmo, por consiguiente, es lento. Hay planos que duran cerca de tres minutos, muchos en completo silencio, algunos con sonido ambiental y muy pocos (no más de cinco) con música extradiegética. Es, ante todo, una invitación a la contemplación del espacio para intentar una “objetivación del espíritu humano” o para encontrar en el paisaje un “estado del alma” de los personajes.

Otro elemento que alcanza un desarrollo notable en el filme es el trabajo actoral. Especialmente, la actuación del niño Gleb Puskepalis nos parece fascinante por la elocuencia de sus expresiones gestuales y por la profundidad de su mirada, casi siempre fija en el horizonte como preguntándole al tiempo por qué no le permite llegar pronto al esquivo mar. Pero esa candidez también tiene momentos de ruptura, como cuando decide abandonar a su padre y expresa toda su ira en medio de un campo desolado, lanzando su bolso al piso y zapateando desesperadamente. Esto nos sirve para constatar que la tradición rusa del arte dramático se mantiene en un alto nivel.

La parte final de la película tiene algunas variaciones narrativas que nos permiten contextualizar el entorno social y enterarnos de las sensaciones colectivas. La entrada del niño a Koktebel – llamado ahora Planerskoye, después que los tártaros (nativos de esa región) fueran deportados tras el fin de la II Guerra Mundial – sucede en una secuencia con planos subjetivos y cámara en mano, la cual nos muestra, únicamente, la zona media del cuerpo de los múltiples turistas que visitan esa región costera. La diversidad de atuendos que lucen y el notable comercio en las calles, confirman que la población ha tenido un gran cambio cultural con la entrada del capitalismo. En otra secuencia, cuando el niño asiste a un restaurante, lo sorprende un cantante con un tema que pareciera el canto de victoria del caminante que ha llegado a su meta: “Mis caminos, mis queridos caminos / Mis piernas me llevaron, los dioses me ayudaron / Me amaron, me traicionaron / La vieja sacudió su alfombra / No pude huir / Mi camino imposible se convirtió en un escape”.

Y, como toda buena obra, el filme mantiene su armonía hasta el cierre. Sin duda, éste es el momento más poético: el niño está sentado en un embarcadero frente al mar, un ave llega a perturbarle su meditación y él la agarra por el cuello y la lanza al vuelo; enseguida, la cámara amplia el espacio en una toma desde arriba para captar el arribo del padre quien se sienta junto a su hijo. Ambos reciben el saludo del mar que los arrulla con su vehemente sonido mientras sus miradas se pierden en el insondable paisaje.

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